Todo tiene una etiqueta (hashtag) en las redes sociales. Twitter y Facebook se llenan de ellas. Los jóvenes franceses apelan a la #frenchrevolution emulando a la #spanishrevolution olvidada y sepultada por la crisis y la partitocracia. Los diarios titulan con etiquetas como #nimileuristas para promover sus informaciones y una campaña como #stopKony ha reavivado la larga discusión sobre el idealismo humanitario.
Cuando en la dura vida real todo parece gobernado por el mercado (otra ilusión), en las redes sociales el slacktivism o clictivismo propio de los activistas de Me gusta y retuiteo se impone. La red se llena de pintadas con el mínimo esfuerzo de un clic, pero a pesar de las promesas de información y movimientos cívicos, el vídeo y la política del poder siguen mandando.
Desde que Gil Scott-Heron, el padrino del rap, cantara que la revolución no será televisada, parecía que las redes sociales habían llegado para hacer realidad la promesa. Pero los últimos casos dejan poco espacio para la duda: o el ciberactivismo laxo se apoya una resistencia real –como en la primavera árabe- o el poder del vídeo y los medios de comunicación tradicionales sigue siendo clave. Aunque la agenda de los medios cada vez más se crea en las redes a la busca de actualidad, pero también de lectores y páginas vistas. Información y marketing se confunden a menudo.
Un vídeo, aunque incompleto y con errores, pero tan emotivo e impactante como Kony 2012, fue el disparador de la viralidad en las redes. La contraofensiva del primer ministro ugandés también tuvo que venir de un vídeo, mucho menos viralizado. El debate sigue, en las redes y en el país africano, con hashtag, desde luego: #ugandaspeaks.
Hasta el todopoderoso Vladimir Putin vivió los peores momentos de su campaña electoral con el vídeo que le retrataba entre rejas y que ha sobrepasado los cinco millones de visitas.
#Frenchrevolution ya estaba en la red antes de que la web Mediapart volviese a destapar las presuntas conexiones del presidente Sarkozy con Gadafi, el caído dictador libio. Pero a partir de entonces se disparó. Sin embargo, por mucho que el candidato socialista François Hollande prometa cambiar la política francesa, sus propuestas distan mucho de ser revolucionarias, ni siquiera de reinventar la república al estilo gaullista.
Las más de cien mil impresiones de #frenchrevolution pueden ser suficientes para agitar Twitter, pero no para hacer temblar la república. Amenaza con acabar como la #spanishrevolution, con un gobierno conservador y la preeminencia de la vieja política, sólo parcialmente erosionada con algo menos de bipartidismo.
Un tuiteo o un me gusta en Facebook no son suficientes para una nueva política. El compromiso de un clic es efímero y tan poco profundo como un vistazo al timeline, cada vez con más imagen y menos relación. A pesar de algunos estudios donde el activismo del clic se proyecta en la política real, en otros se destacan las debilidades del narcisismo 2.0 y su despego de la realidad y el contacto real cuando el interfaz digital tamiza las relaciones y los hechos.
En el posmodernismo de los años 60 la izquierda cambió los principios revolucionarios por la libertad individual y las identidades del multiculturalismo mientras los Chicago Boys reivindicaban la hegemonía del mercado y la privatización. Unos y otros defendían a grupos y renunciaban al estado y la sociedad, viejas palabras.
Un hashtag es más efímero que una pintada, vista por todos, mientras las etiquetas son el indicador del grupo con el que algunos se identifican. Un neofeudalismo digital o la prolongación de la humanidad anuncio en la que nos han convertido las marcas y el hiperconsumo.
Para el resto, una etiqueta es más ceros que unos. La brecha entre ciberactivismo y política real sigue abierta.
El autor es consultor de medios
Fuente Periodistas 21