En estos tiempos tan convulsos sobre la gesta universitaria riopedrense reconozco y respeto el que cada cual luche desde la trinchera que tiene a su haber.
Yo escojo la trinchera de la mesura, la nostalgia y de la memoria y les comparto este brillante texto de Efraín Barradas, publicado en Diálogo en mayo de 1996, para que recuerden que la experiencia universitaria puede ser un caudal de emociones maravillosas. [por Egidio Colón Archilla]
A Ana Lydia Vega, por supuesto, y a nuestro hijo, Asco R. Barradas Vega, in memoriam
Lo que se hereda no se hurta: pensé en este refrán recientemente cuando estaba de visita en casa de mis padres y vi a estos guardar la mañana del siete de enero todos los adornos que habían decorado su casa durante las Navidades. Para ellos era una cuestión casi de honor el que antes de las diez de la mañana del día después de la última de estas fiestas el nacimiento, los reyes, las guirnaldas y demás adornos navideños estuviesen en sus respectivas cajas y guardaditos hasta el próximo año. Casi se podría decir que mi necesidad de orden quedaba justificada genéticamente; la había heredado de mi familia, no me la había robado, no me la había inventado.
De este incidente tan revelador en otros sentidos lo que importa ahora es que en el proceso de recoger y guardarlos adornos en la parte superior de un clóset mis padres me recordaron que, desde hacía años, almacenaba yo allí dos cajas. Decidí ver que atesoraba por tantos años que ya había olvidado. La sorpresa fue gratísima: una caja contenía libros que creía perdidos, entres ellos la primera copia de Don Quijote que leí; la segunda, recortes de periódicos, entre ellos columnas de Nilita Vientós Gastón y Juan Martínez Capó que había leído con gran fervor en mi adolescencia tardía y temprana adultez, También había en esa otra caja muchas cartas.
Entre éstas encontré más de dos docenas de deliciosos mensajes que Ana Lydia Vega me había enviado entre el 1967 y el 1970, desde el año en que se solidificó nuestra amistad, o sea, desde la concepción de nuestro hijo Asco, hasta el nacimiento de su hija Lolita. También había cartas de Armindo Núñez, de Carmen Vázquez Arce, de Susan Homar, de Silvia Rivera Vera, todas, más o menos, de los mismos años. Pero las de Ana Lydia fueron las que mas me hicieron pensar y las que me llevan a escribir esta nota, que en el fondo, es una especie de carta que le dirijo a ella y a muchos otros amigos que compartieron conmigo—con nosotros—un momento importante de nuestra vidas.
Las cartas re-encontradas o vueltas a recibir años después de ser escritas hablan de un período de felicidad juvenil, a pesar de pequeños conflictos y de muchos celos. Éramos un grupo de estudiantes que compartimos por tres años un ámbito insólitamente mágico: el pasillo del Edificio Pedreira de la Facultad de Humanidades en la Universidad de Puerto Rico. De 1965 a 1968 el grupo convivió en ese pasillo y, sin saberlo, se fue inventando una persona, una forma de ser que, en mayor o menor grado, nos afectó a todos.
Llegamos en el 1964 a una universidad en transición. Nuestra universidad, especialmente la Facultad de Humanidades a la que fuimos admitidos un año después de nuestro ingreso, era un mundo de doñas y dones: doña Margot, don Pablo, doña Isabelita, don Lidio, don Miguel. Todavía no era la universidad de los profesores a quienes yo puedo llamar por su nombre de pila: no era la universidad de Susan, de Rubén, de Silvia, de Juan. Pero había en la facultad unos profesores, al menos a sus espaldas pero con todo el respeto del mundo, llamábamos por su nombre a secas—Ani, Gervasio, Arcadio—o por su apellido: Tollinchi. La Facultad de Humanidades estaba en transición y nuestra humanidad individual lo estaba aún más.
Eran los “Sixties” de todo el mundo, pero los “Sixties” nuestros eran una forma muy particular de vivir a la altura de los días: nuestros Beatles estaban mediatizados por Roy Brown y Lucecita Benítez; nuestro patriotismo estaba condicionado por una necesidad de ver el mundo sin gríngolas; nuestro concepto de la libertad incluía, por necesidad personal, la liberación de las mujeres y la búsqueda de una nueva forma de ser gay en Puerto Rico; nuestra visión política abarcaba lo íntimo y lo artístico. Aunque sé que todas esas son generalizaciones que algún día habrá que concretar con datos más firmes, las presento de todas formas y con la esperanza de que alguien las concrete. Apunto algunos de los recuerdos que surgen de la relectura de esas cartas que me hacen revivir ese momento, en parte, con esa esperanza en mente.
El pasillo de Humanidades, lugar mágico, como luego lo sería para otros y antes lo había sido para muchos, era nuestra plaza del mercado intelectual, nuestra ágora chancletera, nuestra academia sin poltronas. Centro de diálogos comprometidos y monólogos narcisistas era, también, lugar donde se paseaba todo nuestro mundo para ver y ser vistos. Pero allí, sobre todo, nos reuníamos unos cuantos jóvenes que tratábamos de inventarnos un mundo y, de paso, inventarnos a nosotros mismos. Nuestro mundo lo formaban exclusivamente los pasillistas. Pero no todo el que pasaba por el pasillo era miembro de esa sociedad democrática y elitista a la par. En parte así era porque pasillistas los había de distinto grado de compromiso con el pasillismo.
Había pasillistas y pasillitas porque de serlo de verdad había que pasar muchas pruebas de fuego, intelectuales y anímicas, Ana Lydia Vega llegó a escribir una página que tituló “¿Es usted un buen Pasitillista?: (Entre las cartas redescubiertas encuentro el manuscrito de este texto. ¿Algún otro pasillista compulsivo habrá guardado la suya? Escribió Ana Lydia este texto solo para enviármelo a Aguadilla, lejana y sola?) En ese breve texto, de manera jocosa, resume las condiciones que exigíamos a los que querían llamarse como nosotros pasillistas.
A primera vista el lugar nos definía, pero es solo así porque el pasillo es el rasgo más fácil de explicar de ese fenómeno nuestro que llamo pasillismo. Otros lugares de la universidad ni se acercaban a excitar nuestra imaginación. El centro de estudiantes, por ejemplo, ahí estaba pero, por nada del mundo, nos encontraría nadie allí; era traición al pasillo janguear por el centro. El pasillo era como una extensión y una liberación de las aulas; era un gran salón al aire libre donde los alumnos mismos eran los maestros, pero, a la vez, estaba cercano a los salones de clases. El pasillo era una forma distinta de aprender, cercana y a la vez independiente del aula tradicional.
Tengo la impresión que yo era el primero que llegaba al pasillo todos los días. Contrario a los otros pasillistas vivía a casi unos pasos de allí, ya que, por ser de la Isla, me hospedaba en el viejo Pensionado de Varones, frente a la universidad. Como casi todos los demás pasillistas vivían con sus familias en el área metropolitana no llegaban tanto al campus; yo estaba allí y madrugaba para ser el primero en llegar a nuestro “topos urbanos” , a nuestro jardín cerrado para muchos, a nuestro “locus amoenus”. Alguien, por ello, me llegó a llamar el alcalde del pasillo y con orgullo acepté el título.
Poco a poco llegaban los otros, y, entre clases o durante las horas libres, nos reuníamos y formábamos una tertulia que duraba hasta pasadas las cinco de la tarde: ser pasillista era un trabajo gustoso que todos desempañábamos de nueve a cinco, de lunes a viernes, pero nosotros, los verdaderos pasillistas vivíamos el pasillo las veinticuatro horas al día. En verdad nos veíamos a todas horas porque tomábamos casi todas las comidas juntos, lo que hacía el proceso de educación mucho más rico. Creo que aprendí más de mis compañeros de clase que de algunos de mis profesores.
Ese compañerismo no excluía la competencia, sin así decirlo, donde todos tratábamos de destacarnos en el salón. Pero nos dominaba el deseo de parecer que no nos importaba el mundo académico, que no teníamos ningún interés por destacar. El querer sobresalir lo veíamos como un mal que solo reinaba entre los miembros del Programa de Honor. Y aunque algunos pertenecíamos a ambos grupos, los verdaderos pasillistas no nos identificábamos con el Programa. En el fondo el pasillo o el pasillismo funcionaba como como una academia democrática, con una elite que donde se aceptaban todo tipo de destrezas, no solo las intelectuales. Pero, eso sí, las exigencias de cierto grado de erudición y, sobre todo, del mayor “witicismo” imperaban con fiereza absoluta sobre los que se atrevieran a pisar el pasillo con intención de ser pasillistas.
Por ello, teníamos que salpicar nuestra conversación con datos arcanos. Caer en el menor error en cuanto a uno de esos oscuros detalles equivalía a ser torturado sin piedad por semanas. Alcanzar cierta pedantería disimulada y salpicada de humor era nuestra meta. Por ello Oscar Wilde, con quien Ana Lydia se comunicaba desde el más allá para beneficio de todos, era uno de los santos patrones que poblaban un canon muy ecléctico donde también habíamos colocado, entre vivos y muertos, a Nilita, a Pedro Juan Soto, a Monelisa Pérez Marchand, a Carpentier, a Simón y Garfunkel, al Che, a Marcel Proust y a Angela Davis entre otros.
La suprema calidad del pasillista era combinar una consideración aparentemente poco cultivada—un dato nuevo que se soltaba de paso y como sin querer—con un juego de palabras o con una broma conceptista: sin saberlo, Quevedo formaba parte de nuestro panteón. Por ello mismo Ana Lydia era la reina absoluta y junto a ella, o con ella como centro y su mejor manifestación, creamos una forma de hablar completamente manierista que era la presencia del pasillismo. Todavía hoy la cultivamos, en mayor o menor grado, los que entonces nos la inventamos. Así, cierta de la escritura más característica de la misma Ana Lydia es una depuración y elaboración de esa lengua pasillista, lengua que de por si ya le debía mucho—quizás demasiado—a ella.
Todavía hoy, casi treinta años después de nuestro primer encuentro, cada vez que algunos de los pasillistas nos encontramos, empezamos a hablar como entonces lo hacíamos. Nos domina un desenfreno verbal, una necesidad absoluta de superar al interlocutor con malabarismos verbales, con juegos de palabras, con jugueteos conceptuales. El habla pasillista no se emplea con esos a quienes hablamos porque es casi un trance verbal que domina al hablante y lo envuelve por completo en un delicioso juego de erudición agresiva y de humor redentor.
¿Quiénes eran los pasillistas? Sería imposible hacer una nómina de nuestras huestes, pero la re-ectura de las viejas cartas que provocan este recuerdo me traen a la mente a muchos de sus miembros, algunos físicamente desaparecidos, otros lejos del contacto vital por la distancia y los rumbos que tomamos cada uno, otros más, siempre amigos. Hubo algunos que desaparecieron si dejar una obra tangible que nos sirva para recordarlos y reconocerlos por su labor. Por ello, para hablar del pasillo hay que referirse a muchos pasillistas, los que hasta ahora no han llegado a escribir libros, los que no han pintado ni han inventado nuevas coreografías, los que no se han aventurado a hacer la apuesta que implica toda crítica, pero que estaban allí con nosotros y eran tan paillistas como los demás o más aún: Idalia Vales, Luis A, Vega (Luis Millones, si lees estas páginas por favor ponte en contacto…) Karisa Orlandi, Amalia Amorós, Herminio Concepción, Cherry Cerezo, Teresa Alicéa… Ellos eran parte integral del pasillo. Eran también el pasillo.
Otros, de muchas maneras distintas, hicieron que el pasillo existiera y sobreviviera. Por ejemplo, Emilio Nazario, reciente y tan tempranamente perdido fue uno de los genios agrestes del pasillismo. Más que el pasillo, eran ciertos pasillistas lo que lo traían a nuestro mundo. Pero su maestría verbal y su capacidad de imaginación lo hicieron uno de los pasillistas centrales, malgré lui. (Lo siento, pero un bien pasillista no puede decir “a pesar suyo”; un buen pasillista usa la expresión en francés y sin comillas para demostrar que es algo que se usa sin prevención: recuerde que en un cierto sentido de esnobismo era requisito esencial entre los pasillistas. Eso sí, no todo tipo de esnobismo era aceptado.)
Rafael Cáceres fue otro de los pasillistas esenciales. Era un ser totalmente estrambótico, un raro más raro que los raros de Darío, un adelantado que abrió caminos en muchas áreas de lo que más tarde vinimos a aceptar como necesidades básicas de nuestras vidas. Sobrevivió poco tiempo, aunque resulta milagroso ver que al menos vivió, dado su desafío radical ante el mundo. Las historias de Cáceres, como lo llamábamos, tendrán que salvarse del proceso de desmemorización que iremos y vamos sufriendo. Mi favorita fue la de su experiencia en el examen médico para su inscripción en el ejército en lo que ahora es Ballajá. ¿Sería verdad esta historia o se la inventó para deslumbrarnos? Las fronteras entre la imaginación y la mentira son muy flexibles entre los pasillitas. Sea como sea, la historia que recuerdo serviría para base de un guión de una película de Fellini visto por los ojos de un proto-liberacionista gay,
Desde aquellos años y en el pasillo Awilda Sterling-Duprey comenzó a mezclar el mundo neo-africano de nuestro Caribe desculturizado con la viveza de la cultura nuestra de todos los días y un fino sentido del humor, todo lo que ahora florece en su danza experimental. El pasillo, aunque no el pasillismo, se deja entrever en algunos de los primeros cuentos de Magali García Ramis, pasillista aunque no de las “hardcore”. Edgardo Rodríguez Juliá pasaba por el pasillo, pero nunca fue pasillista, Pero, a veces me pregunto, si no bebió de las mismas fuentes literarias y culturales en las que algunos de nosotros bebimos. De la misma forma buscar el pasillo en la novela de Marta Aponte Alsina, pasillista de corazón en ese momento, o en la poesía de Armindo Armindo Núñez, uno de los baluartes del pasillismo en sus entonces, sería absurdo.
Naturalmente la pasillista ideal fue y es Ana Lydia Vega. A ella la imitábamos todos, pero nadie la igualaba. Ella misma ha recordado el pasillismo, sin así nombrarlo directamente, en una conferencia que dio a los alumnos de la Facultad de Estudios Generales en el 1989. En este texto, Ana Lydia recuerda este momento en su vida y reconoce la importancia de sus compañeros de entonces en su formación artística e intelectual. Estas claves que ofrece la autora tendrán que ser aplicadas más detenidamente en el estudio de su obra. Por ahora, vale la pena apuntar como su voz narrativa típica aparece desde casi los comienzos de sus primeros textos literarios.
Recuerdo clarísimamente cuando vi a Ana Lydia por primera vez. Nuestro primer encuentro estuvo pautado en uno de sus tempranos esfuerzos literarios. Fue en el 1965, en la entrega de premios de un concurso auspiciado por el Departamento de Español de la Facultad de Estudios Generales. (Tengo a mi lado un viejo número de Sin Nombre de 1979 donde aparecemos como ganadores de otros premios literarios Marta Aponte, Ana Lydia Vega y yo; el pasillismo vivía y se transformaba, pero la literatura seguía siendo su base de acción principal, aunque no la cínica.)
Entonces, en el 1965, Ana Lydia se ganó el premio de ensayo por un trabajo titulado, si no me traiciona la memoria, “Yo, Celestina”. El texto, donde ya se empleaba con maestría el humor, era verdaderamente un cuento o fluía entre géneros, como otros trabajos suyos.
En el mismo se retrataba la autora que más tarde iba a producir sus cuentos ya canónicos, cuentos donde no se ha reconocido aún la tonalidad de sus riesgos. A veces pienso que entre la voz que domina la escritura de Ana Lydia y la de su persona las fronteras son muy tenues, y que por ello los lectores la conocen personalmente con los que han aceptado la voz de sus primeros textos como la de la autora misma —¡Barthes, a pesar de los que digas el autor no ha muerto!— no puede leer sin prejuicios los que intentan distanciarse de esa voz que tiene sus orígenes en el pasillismo. Pero es que Ana Lydia como buena maestra de francés y mejor pasillista, puede decir que el pasillismo “c’est moi”. (Con comillas para que se sepa que es una cita, aunque no sea muy erudita, aunque solo sea una que hubiese sido recibida con abucheos por los pasillistas.)
Releo sus cartas de entonces. Me doy cuenta que siempre he tenido la ventaja y la desgracia de ser el que está en los márgenes, el que no ocupa el centro físico. Me llegaron las cartas que ahora releo porque soy el que vivía en Aguadilla, el que después de unos años increíblemente ricos en la Universidad, salió del País. Princeton y Boston: a la distancia siempre he estado y los buenos amigos me han escrito para mantenerme en su centro. Desde la distancia me he mantenido tan pasillista como ellos.
Pero la relectura de estas cartas me hacen muy claro algo que todos sentíamos entonces: la amistad puede ser la base más sólida para el trabajo individual y colectivo. El pasillismo, el nuestro, porque de seguro hay muchos otros, no fue un fenómeno aislado. Al comentarlo no quiero caer en la trampa de la vida y gastada teoría de las generaciones para falsamente asegurar que todos los que estuvieron con nosotros en ese momento, fueron como nosotros. Ni la narrativa de una, ni los versos de otro, ni todo lo que este hizo, ni lo que aquella dejó de hacer responden ni tienen que responder a esos juegos e ideales juveniles que hoy recuerdo.
El pasillo, nuestro pasillismo, los pasillistas marcaron un momento n la vida de un grupo de jóvenes puertorriqueños que tuvimos las gran suerte de coincidir en un espacio mágico para nosotros y en un momento muy particular de nuestra historia. Ellos se convirtieron en la familia que no heredamos, la que nos robamos, la que nos inventamos. Y de esa familia aprendimos mucho. Quizás el reconocimiento de la urgente necesidad de la amistad, de la necesidad del sentido del humor como agente liberador y de la posibilidad de alcanzar cierta libertad a través de la palabra graciosa y por el desenfado intelectual, el reconocimiento de esas verdades nuestras que fuera la gran lección que nos inventamos en nuestro pasillo.
El autor es un reconocido crítico literario. Al momento de escribir este texto era profesor en la Universidad de Boston y colaborador de Diálogo impreso.