La contemporaneidad es pródiga en ejemplos de que los problemas de la supervivencia, el desarrollo y el bienestar de las personas quedaron sin soluciones concretas en el esquema cultural expandido hace casi cuatro siglos. Este modelo, de matriz noratlántica, lejos de garantizar la felicidad de la especie, viabilizó la implantación de una estructura económica y política de dependencia de unos países respecto a otros, al tiempo que sentó las pautas para la degradación de la condición humana.
De modo particular, en las últimas décadas, el deterioro económico marchó aparejado al reforzamiento del carácter coercitivo-policial de los estados, al uso de la violencia para solucionar conflictos, y al descrédito de referentes simbólicos que sustentaban la identidad individual y colectiva. En estos años progresó la ruptura con el esquema de la familia patriarcal, heterosexual y monogámica, en tanto las identidades nacionales quedaron en tela de juicio.
Más que sentirse miembros de una comunidad imaginaria, muchos sujetos procuran defender en esta época sus espacios de acuerdo con su orientación sexual, etnia, vocación filosófica o religiosa, u otras. Algo similar ocurre con la confianza en las religiones tradicionales, que obraban como incentivo por sus supuestas verdades absolutas y pierden terreno en una realidad más compleja, plural e incierta.
En igual medida, crecen las amenazas a los seres humanos por la ascendente desertificación, que rebasa los 400 mil kilómetros cuadrados de hectáreas, y el recalentamiento global, según estudios difundidos por la revista Nature. Lo que antes era visto como cuestión de ficción, gana visos de realidad: la escasez de tierras y de condiciones en ellas para cultivar impedirá obtener los frutos necesarios para la reproducción de la especie, mientras que el deshielo arrasará mil 500 ciudades grandes y cinco mil poblados.
El aumento del nivel de los mares elevará las temperaturas, la masa de hielo polar derretida se transformará en agua salada y pondrá en riesgo selvas, ríos, oxígeno y otros recursos indispensables para la vida. Todo esto resultó de la filosofía del despojo asumida por una civilización que, bajo falsos conceptos de modernidad, instó a acumular capitales sin considerar demasiado los impactos contra los pueblos y la Naturaleza.
Crisis civilizatoria
La polémica acerca de la crisis de la civilización occidental despegó en la segunda mitad del siglo pasado, en el ámbito de la identificada como Revolución Cultural de los 1960-1970. De acuerdo con la escritora puertorriqueña Ana Lidia Vega, estos años marcaron una verdadera revolución ideológica en el mundo.
"La Guerra de Vietnam, el feminismo, las protestas estudiantiles, las revueltas en los guettos negros de Estados Unidos, las independencias africanas y la Revolución Cubana son sólo algunos eventos" que transformaron el panorama intelectual, precisa. Lo acontecido movilizó por igual a mujeres, jóvenes urbanos, grupos y sociedades etno-culturalmente subordinados, disidentes y perseguidos de todo tipo, acota el también boricua Antonio Gaztambide.
Estos se rebelaron contra la vacuidad de las promesas del progreso capitalista patriarcal y contra las élites de poder modernas, que negaban en la práctica sus principios fundacionales, añade el historiador. Gaztambide recuerda que la Revolución Cultural comenzó en el más rico y poderoso de los países capitalistas, Estados Unidos, con el movimiento de los norteamericanos de origen africano por los derechos civiles.
Esta fuerza abonó "tanto a un feminismo renacido como al movimiento estudiantil contra la Guerra de Vietnam, pasando por los hippies y la cultura de la droga, y culminando en las rebeliones del Poder Negro y otros grupos subordinados, como los nativos, chicanos, y puertorriqueños".
Gobiernos, medios políticos, intelectuales, académicos, y personas de todos los estamentos sociales, coincidieron en ese ámbito en la urgencia de cambiar el mundo, aunque las discrepancias prevalecieron en relación con las vías a seguir para lograrlo. Teóricos concuerdan en ligar esta polémica al paulatino agotamiento en el campo de las ideas que comenzaba a vislumbrarse allende el Atlántico y a la falta de incentivos a la generación de ideologías y mitos sociales capaces de movilizar energías favorables al enriquecimiento humano.
Contrario a la diversidad vista en medio de la Filosofía Antigua, del Renacimiento, del Iluminismo, la Revolución Industrial o el Marxismo, durante la vigésima centuria predominó un pensamiento fragmentado y parcializado, en defensa de un solo modo de concebir el desarrollo. Los logros del progreso científico-técnico, lejos de compensar la debacle, reforzaron la crisis de este modo de civilización al propulsar el vaciamiento interior de las personas y la expansión de sus tendencias autodestructivas.
Pilares de la concepción mecanicista del desarrollo
Esta concepción mecanicista del desarrollo está emparentada con la expansión colonial europea en los albores del capitalismo, que legó el apego al maquinismo, a la casi obsesión y veneración de las máquinas. En su obra La religión de la tecnología, David F. Noble recuerda que los promotores de la civilización europea fueron los monjes benedictinos, quienes creyeron que la sujeción del cuerpo y la mente a rutinas de control mecánico era la vía idónea para disponer el alma a la perfección divina.
Para el investigador uruguayo Fernando Gutiérrez, el perfeccionamiento de la exactitud, la linealidad y funcionalidad de las acciones integraron este proceso, que culminó en el delirio determinista de la ciencia. A juicio de este autor, el agotamiento de la hegemonía depredadora del espíritu europeo solo puede equivaler al agotamiento de su maquinismo mesiánico y hasta apocalíptico, algo que parece imposible por el momento.
Paralelo al progreso científico cobran vida las aspiraciones de robotización, expansión tecnológica extraplanetaria, desarrollo artificial de la inteligencia, mixturas de la vida con las máquinas (los ciborgs), e intrusión mecánica en lo orgánico (la bioingeniería), por sólo citar algunos. Con esto, sigue en juego el futuro de la humanidad y más vale estar alertas, como sugiere Roberto Hainard:
"Se podrá hacer un muñeco más perfeccionado, más ligero, con articulaciones más numerosas. Dará indicaciones que estarán más cerca de la vida. Pero, sin embargo, será necesario cuidarse de tomar el muñeco por el hombre", afirma.
Quizás esta es la más peligrosa de las intenciones de los herederos fieles del mecanicismo legado por la "culta Europa", pilar esencial de la concepción más expandida bajo el signo neoliberal, del progreso sujeto sólo al crecimiento productivo y a la modernización de la economía.
La autora es periodista
Fuente Bolprees