Por : Mario Lubetkin
A más de un año del inicio de la pandemia de COVID-19, la seguridad alimentaria y nutricional sigue mostrando su fragilidad.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) informó en 2020 que más de 690 millones de personas padecen hambre, y que el desencadenamiento de la pandemia proyectaba un aumento de 130 millones en el número de personas afectadas de hambre crónica en el mundo, dato que gradualmente se está verificando.
Esto significa que más de 10 por ciento de la población mundial se encuentra en situación límite, dato que aleja los objetivos propuestos por la comunidad internacional en la plataforma de los Objetivos del Desarrollo (ODS) en el año 2015, consistente en eliminar la pobreza y el hambre para el 2030.
A esta situación, se suma la existencia de más de 650 millones de personas que padecen problemas de obesidad, lo que determina que, junto al hambre, la malnutrición sea otro flagelo en constante evolución.
Solamente en América Latina, 200 millones de adultos sufren de sobrepeso y 50 millones de niños y adolescentes se encuentran en la misma situación.
Si bien esta difícil realidad sea preexistente al inicio de la pandemia, algunas de las razones que determinaban dicha situación, como por ejemplo los conflictos, se vieron en significativo aumento durante este último año.
Tal es la situación de países como el Congo, donde según un informe realizado en forma conjunta por la FAO y el Programa Mundial de la Alimentación (PMA) en 2021, más de 27 millones de habitantes (uno cada tres congoleses) se encuentran en situación de inseguridad alimentaria aguda.
En otro informe de la FAO y PMA del segundo semestre de 2020, ambas organizaciones preveían que más de 27 países de todas las regiones estaban expuestos a una inminente crisis alimentaria provocada por la covid.
A las fragilidades de la situación de salud se suman los efectos del agravamiento de las condiciones económicas fruto de esa misma situación.
Se estima que actualmente 35 por ciento de las fuentes de trabajo relacionadas al sistema alimentario están en riesgo.
Ya algunos economistas definen la situación iniciada en el 2020 como la “década perdida”.
Si quisiéramos volver a los niveles pre-pandemia, o sea antes del 2019, y si se mantuviera el crecimiento promedio de la última década que fue de 1,8 por ciento, solo en 2024 se alcanzarían los niveles económicos de hace más de un año atrás. Sin embargo, si el crecimiento fuera del promedio de los últimos seis años, o sea de 0,3 por ciento, volveríamos a la situación de 2019 solo en 10 años.
En 2020 las importaciones se vieron fuertemente afectadas, hubo grandes dificultades en el comercio, cierre de fronteras y problemas de transporte que sólo han sido parcialmente superados en los últimos meses.
Solamente en América Latina, la caída del producto bruto interno fue de 7,7 por ciento con el cierre de 2,7 millones de empresas de todo tipo.
El inicio del proceso de vacunación gradual pero masiva ha generado la esperanza de superar los momentos peores de la presente situación, aunque los niveles de contagio sigan en crecimiento considerando los números globales.
Si este difícil panorama comenzará un proceso de mejora en el segundo semestre de este año o hacia inicios de 2022, situación aún por verificarse, los países deberían prepararse para curar las heridas y afrontar las existentes crisis en el triángulo: salud, economía y ambiente, en perspectiva del desarrollo.
Conforme la reflexión que muchos países, especialistas y organizaciones internacionales como la FAO están llevando a cabo, los instrumentos aceleradores de la recuperación deberían estar focalizados en la innovación, la tecnología, el manejo de datos y otros instrumentos claves como el capital humano, las instituciones y la gobernanza.
Será fundamental priorizar en inversiones, especialmente en infraestructura a lo largo de toda la cadena de valor alimentaria. Es necesario mejorar la tecnología y la infraestructura para el manejo, almacenamiento y procesamiento de los productos alimenticios, como así también aumentar la inversión en la estructura de la producción agrícola para reducir perdidas y desperdicios.
Se debería también mejorar la seguridad alimenticia en el sector nutricional, optimizando la productividad y reduciendo las emisiones de efecto invernadero, como así también aumentar la protección de los recursos naturales, reduciendo las dispersiones y las perdidas, y optimando el uso de los recursos naturales.
En paralelo, debe mejorarse el comercio, diversificándolo, aumentando el comercio electrónico e incrementando la resiliencia en periodos de crisis.
Para que ello ocurra, deben generarse nuevas sinergias entre los diferentes actores.
En el ámbito de la FAO, recientemente se ha lanzado una coalición global sobre la alimentación para tratar de superar las soluciones limitadas a los propios países, establecer un diálogo fluido entre ellos sobre las experiencias positivas elaboradas en este primer año de la pandemia de covid y a su vez preparar a los países para la próxima fase de recuperación socio-económica y ambiental.
Esta coalición se sostiene en cuatro grandes ejes: un plan global de respuestas humanitarias, la inclusión económica y protección social para reducir la pobreza, la reducción de desperdicios alimenticios y la transformación del sistema alimentario.
Al momento es un gran desafío, para el que no basta la acción individual de los gobiernos, ya que en este esfuerzo de protección y relanzamiento deben participar también el sector privado, la sociedad civil y el sector académico, entre otros.
Los próximos meses indicarán si vamos por el camino correcto en la reducción de esta masiva pandemia y si los países retomarán el camino para absorber esta dramática crisis y proyectar una realidad que dé nuevas perspectivas a las próximas generaciones.
El autor es subdirector general de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.