Eran las diez de la noche. En el aire se respiraba el olor a café. En una mesa aparte apenas sobraban los tres-y-dos de jamón y queso improvisados de alguna panadería cercana.
Algunos periodistas salían a fumar un cigarrillo o estirarse un poco. Otros comentaban los resultados que se proyectaban en el televisor más cercano. Se entretenían analizando las proyecciones de triunfo de unos candidatos y las derrotas de otros. Que si las tendencias indican, que si los datos reflejan, que si es por poca diferencia, que si los azules pierden, que si los rojos ganan.
Dieciocho minutos después, se nos dijo que en algún momento el candidato entraría.
Súbitamente, los periodistas –que estaban dispersados a lo largo de toda la sede, como las fichas regadas al final de un juego de ajedrez– se colocaron en los puestos designados para ellos, igual a como se acomodan las piezas en los cuadros blanquinegros del tablero, para dar inicio a la partida de preguntas y respuestas.
Llevábamos horas esperando a que el candidato emitiera las primeras declaraciones, aún si estas fuesen mentiras piadosas. Había en la atmósfera un dejo claroscuro, un sabor agridulce.
Cuando entró, en medio de vítores y aplausos de los partidarios y ante la presencia de los periodistas, no fue fácil ver en Juan Dalmau el desenlace lánguido de que, por tercera vez desde las elecciones del 2004, el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP) estaba condenado a perder su franquicia electoral. Pero había buenas nuevas, y la esperanza destilaba hasta en el verde de las paredes.
Dalmau celebró la derrota de la condición territorial actual en la primera pregunta de la consulta plebiscitaria. También, la certeza de que María de Lourdes Santiago entraría nuevamente al Senado –devolviéndole al partido la representatividad perdida en la legislatura desde el 2008– añadía alegría al ambiente mortuorio que imperaba desde tempranas horas de la noche.
Llegaron a mi mente las expectativas que tenían todos en la sede antes de la conferencia de prensa. Con un treinta por ciento de los colegios electorales escrutados, el candidato obtenía un 2.22 por ciento de los votos. Solo faltaba 0.78 para mantener viva la franquicia electoral, que ha ido desvaneciéndose en los últimos años como una criatura famélica que depende del suero de un ideal.
Sin embargo, a medida que pasaban a cuentagotas los minutos, las horas y los colegios electorales escrutados, el porcentaje para el candidato se estancó en un mortal 2.53.
Ya con un cincuenta por ciento de las unidades electorales contabilizadas, la tendencia era clara: el candidato no obtendría más votos. Perderían la franquicia aún cuando lograban un escaño en el Senado, lo que era motivo de celebración junto a la victoria del ‘No’ en la papeleta gris.
A las diez y veinte, entró el candidato para dar la cara ante el país y reconocer los resultados. En ese momento, reafirmó su compromiso inmortal de que “aquí no vamos a dar un paso atrás hasta que logremos la victoria final que será la libertad de nuestra patria”. Fue en ese instante cuando rompí la imparcialidad periodística y pensé que todavía hay esperanza.
El escrito formó parte de una cobertura especial para el curso INFP 4001 de la Escuela de Comunicación de la UPR, Recinto de Río Piedras, impartido por la profesora Lourdes Lugo.