“Favor mantener esta puerta cerrada”, lee el letrero en la gran puerta amarilla que no hace mucho para amortiguar el sonido del choque de las bolitas de ping-pong contra la mesa, los azotes de los palos de billar y las voces de estudiantes relajando adentro. Desde afuera, es obvia la atmósfera de ocio que el salón encierra. Es la Sala de Juegos dentro del Centro de Estudiantes de la Universidad de Puerto Rico, Recinto Río Piedras. Allí, Roger López, estudiante de tercer año de la Facultad de Ciencias Sociales, y sus amigos hacen cita diaria para jugar al dominó. Son las nueve de la mañana y como todos los días, el grupo de amigos lleva ya más de media hora en plena competencia. “Nosotros venimos aquí todos los días y llegamos antes del mediodía y nos quedamos hasta la tarde,” dice Roger mientras coloca una ficha en la superficie áspera de la mesa de madera. Según los compañeros de juego, éste es su “despeje”, su manera de relajarse de las presiones universitarias. Sin embargo, para Roger es más que eso; es una pasión. Se podría decir que Roger come, respira y vive los dominós, ya que prácticamente reside en este rincón de la universidad. “Yo tomo 15 créditos y cojo clases martes y jueves de siete a diez de la mañana. Cuando salgo, vengo aquí y me quedo…”, dice Roger. Las horas que permanece en el salón, se asemejan a las del alumno que nunca se ausenta, siempre estudia y se esmera por aprobar un curso. Entre risas con sus compañeros, Roger asegura que le gustaría escribir una historia de su vida. Su amigo y compañero de juego, Alberto Vélez, estudiante de tercer año de la Facultad de Educación, expresa con aire burlón que ese cuento probablemente tendría “diez páginas sólo del dominó”. Esto no está muy lejos de la verdad, ya que Roger propone que la introducción de su libro lea: “Cuando yo nací, mi madre me dejó caer en la mesa de dominó”.
Aunque un partido de dominó es tradicionalmente silencioso, éste no es el caso entre estos jugadores. Su bullicio reta a los azotes de las raquetas de tenis de mesa y a la algarabía de los jugadores de billar. Reinan los insultos, las bromas y los chistes, todos al son de un potpurrí de canciones como “¡Que alguien me diga!”, de Gilberto Santa Rosa, alternando con una gama de las palabras que nos enseñan a no decir. Ojos y bocas abiertos por sorpresa, caras tensas, sonrisas de júbilo y miradas disimuladas acompañan al sonido de las fichas en la mesa y presentan un comentario silencioso del estatus del juego. Presente está el grito de alegría que acompaña cuando se gana una mano, y el sabor amargo de quien está perdiendo. Esta última expresión es en Roger muy similar a la del estudiante que reprueba el examen que determina si aprueba o no el curso. Así sigue la dinámica hasta después del mediodía, cuando el fuerte olor a “Whoppers” y a pizza del “food-court” vecino a la sala de juegos, les despierta el hambre y les recuerda que todavía no han comido. Roger y sus amigos abandonan la sala hasta el próximo día cuando la mesa de dominó tome su asistencia diaria. Al juego, no se pueden ausentar porque el dominó es un sexto curso en sus matrículas.