La relación entre la violencia y los medios no es tema nuevo de reflexión. Durante la larga hegemonía de las teorías funcionalistas de comunicación que resaltaban los efectos absorbentes de los medios, las gratificaciones personales y los mensajes unilaterales, se destacaron interpretaciones que postulaban que los medios podían ser conductos o detonadores de mayores niveles de violencia personal y colectiva dada su potencialidad para provocar efectos de emulación, modelaje, sensibilización y otros fenómenos que afectan comportamientos y caracteres. Las causas célebres que legitimaron estas explicaciones han sido ampliamente documentadas. Entre otras, se encuentra el caso de la transmisión radiofónica realizada por OrsonWellesen 1938 de la obra de H.G.Well, La guerra de los mundos, que todavía se utiliza como ejemplo de cómo los medios pueden empujar a conductas límites, en este caso de terror por su verosimilitud respecto a situaciones ya experimentadas o que se encuentran en el ámbito de lo posible, aunque no necesariamente de lo probable, como una invasión por los marcianos. Desde la persuasión política, podemos remitirnos a los documentales de Leni Riefenstahl durante el ascenso del nazismo y que, para algunos críticos, enaltecen el belicismo, el autoritarismo y los regímenes totalitarios o a anuncios ya arquetípicos en las campañas electorales de Estados Unidos en los que se manejan representaciones y narrativas de violencia en afán de sesgar la conducta de los electores. Más directamente vinculados a los debates sobre comportamientos “indeseados” promovidos por los medios, según los sistemas normativos y disciplinarios gubernamentales o eclesiásticos, se encuentran los reglamentos de censura cinematográfica como el célebre Código Hays de 1934 en Estados Unidos que reglamentaba las escenas de alcoba porque las consideraba estimulantes a la promiscuidad, y, en tiempos más recientes, los casos judiciales que involucran a adolescentes incursos en conductas delictivas extremas en los que se ha utilizado la defensa de que los imputados estaban impulsados por producciones violentas, sea discográficas, fílmicas, televisivas o, más recientemente, en la forma de videojuegos. Simultáneamente, desde una visión más pedagógica, aún se insiste en la capacidad de los medios para inculcar buenas costumbres, espíritu cívico, ampliación de la esfera de la opinión pública, con su consecuente disminución de la alternativa de la violencia como manera de dirimir diferencias. En este enfoque, la violencia juega el papel distintivo de aquello a lo que no se quiere regresar (anti-modernidad, atraso o primitivismo) y los productos mediáticos depurados y moralizantes serían una especie de extensión del salón de clases, la familia y otras instituciones “civilizadoras”. Es claro que ambos enfoques, que gozan todavía de cabal salud, comparten una misma visión de base sobre la unilateralidad de los medios en la que se minimizan por un lado las operaciones que llevan a cabo los espectadores, las audiencias, los lectores de los medios y por el otro las mediaciones y los contextos específicos que operan en el acto de recepción. Jesús Martín Barbero y otros estudiosos de las comunicaciones han puntualizado que el fenómeno de la recepción es uno que remite a una factorización múltiple. Cuando ocurre, entran en juego numerosos procesos de significación, entre los cuales se encuentran los repertorios culturales y biográficos de los receptores, las circunstancias o contextos de la recepción, y las secuencias y naturaleza de la programación. Es decir, aunque se puedan identificar prototipos de audiencia, y -en esto el marketing comercial y publicitario han sentado las pautas- no pueden derivarse de esas construcciones efectos automáticos o responsabilidades achacadas a los medios exclusivamente por pecados o redenciones sociales o individuales. Por supuesto, en tanto la cultura contemporánea se organiza de manera creciente por los marcos narrativos y formales que nos proporcionan los medios, se debe anticipar una intervención más protagónica de los mismos en cómo entendemos y validamos la violencia en los mapas personales y colectivos. Los códigos globales de oferta: el imperio mediático contraataca Si bien las más recientes perspectivas antropológicas, lingüísticas y socioculturales de la comunicación nos permiten rebasar las explicaciones más simplistas sobre apropiación de formatos y contenidos mediáticos, la economía política de las comunicaciones nos advierte sobre lógicas que van contra el grano de una mayor autonomía de los receptores. El período de fertilidad mediática propiciado por la revolución tecnológica – el Internet y la digitalización, especialmente- se dio a la par de los reajustes neoliberales que dieron paso a una mayor concentración en la propiedad de los medios “mainstream” que son los consumidos por la mayor parte de la población global. Dentro de este escenario de mayor concentración en los conglomerados de comunicación, se acentúa la tendencia de los medios en privilegiar ciertos comportamientos, interpretaciones y repertorios redundantes de imágenes y contenidos. En parrillas radiales, televisivas o de prensa, con un grado mínimo de diversidad de oferta y contrapesos analíticos, se da por sentado que los formatos y contenidos dominantes son los legítimos desde la óptica de costo-beneficio. Si las ofertas más diversificadas y la pluralidad tecnológica tienen la potencialidad de democratizar el espectro de contenidos y fórmulas y un mayor nivel de juego por parte de los espectadores, lectores y oyentes, la concentración estimula la estandarización de las opciones de forma tal que las producciones y los consumos se igualan a través de las franjas sociales, culturales, nacionales, etc. En las últimos dos décadas, la interactividad y los formatos vinculados a la fórmula del talk show han acaparado las ofertas y creado unos patrones de producción y recepción reiterativos destinados a las grandes masas de usuarios que la digitalización permite. El escenario sinóptico, es decir, todo el mundo vigila y puede acceder a todo el mundo gracias a las tecnologías, ha creado una ilusión sin cualificaciones de participación y autonomía del receptor. Sin embargo, nos damos cuenta de que, paradójicamente, en la medida en que ocurre la dispersión y multiplicación de lugares de enunciación, espectáculo y actividad mediática, aumentan también las lógicas reduccionistas que desembocan en un número discreto de prototipos y lenguajes. Esto ha sido particularmente obvio en el caso de Puerto Rico. Tanto la radio como la televisión locales e incluso la prensa escrita exhiben muy poca diversidad en sus formatos. La raya programática se tira en un común denominador de poca densidad de información, de análisis trivial y con escasa polifonía. De ahí que muchos sectores hayan emigrado en el caso de la televisión a la oferta de cable que si bien experimenta las mismas pulsiones de estandarización de la señal abierta exhibe aún una oferta más amplia. En el caso de la prensa escrita, se percibe en sectores crecientes un mayor uso de la plataforma de Internet aunque se recurra a las versiones digitales de lo local más que en el caso de la televisión. Esto deja a la radio con una mayor presencia localista, con menor competencia informática y por ello con mayor penetración a lo largo de todo el espectro social. La ubicuidad de la radio y la clonación de los formatos especiales en las estaciones de mayor audiencia en el cuadrante AM, generan un efecto cultural significativo. Hay varios factores que concurren en la contundencia radial. El elemento informativo se maneja con cortes muy rápidos a manera de titulares. Muchas veces el locutor o locutora dramatiza y editorializa los contenidos que tienden a privilegiar el crimen, el escándalo político, el chisme farandulero. Se le confiere poca atención a los eventos internacionales, a la cultura, a las noticas no conflictivas. Hay poca noción de servicio público y no se incluyen por lo general campañas de comportamiento cívico. Cuando no se ocupa el tiempo en anuncios, se bombardea al oyente con auto-promociones, muchas de ellas protagonizadas por cápsulas de programas de entrevistas u opinión con alto contenido morboso y sensacionalista. Las estaciones 24 horas llenan sus espacios diurnos con programas de contenido político que, en muchos casos, responden a alineaciones partidistas claras con lo cual se motiva sólo a las audiencias de convencidos. La redundancia en las intervenciones del público y de las audiencias es un freno a los manejos críticos e induce a la complacencia en sus conductores. La ausencia cada vez más creciente de voces independientes es un fenómeno presente también en la prensa escrita. Aunque no acusa el mismo nivel de sesgo partidista, la tendencia de los tres periódicos principales – El Nuevo Día, Primera Hora y El Vocero- es a parecerse más en cuanto a su elenco y tratamiento noticioso, en la ausencia significativa de análisis independiente, en el relego de información internacional, en preferir las notas de entretenimiento a las de cultura en proporción sustancial y en la falta de buenas plumas de opinión. El escenario es cada vez más insularista con manejos localistas sin contextualización idónea. Con respecto a la televisión, el fenómeno más relevante es la merma en el espacio dedicado a los noticiarios y a programas de análisis de lo contemporáneo. La versión disminuida que hoy es la norma de los noticiarios descansa fundamentalmente en ofrecer las mismas noticias locales que ya la radio ha reiterado hasta la saciedad durante el ciclo noticiosos con visuales que añaden poco a la cobertura. Se adhieren muchos de los reportajes a la técnica del paparazzi de estar a la caza de reacciones y prácticamente no se producen piezas investigativas. Durante el período que cubrió el proyecto, se constató una atención desmedida a las notas rojas y a las notas políticas. Las coberturas, en la mayor parte de los casos, son predecibles y en las mismas el periodista se refugia muchas veces en la iteración del visual con un copy de poca calidad que no añade prácticamente nada a la función informativa. La cabeza de hidra de la violencia en los medios puertorriqueños Con este cuadro más restringido de opciones en la oferta mediática, el factor de la violencia se torna clave. La violencia en contenidos y formas es un activo barato, susceptible de sensacionalización y con la capacidad de atraer audiencias sin la necesidad de invertir mucho en producción o peritajes. Es una vieja lección aprendida de los padres fundadores de la prensa amarilla hacia fines del siglo 19 que “declaraban” guerras con trucajes fotográficos y titulares hipertrofiados. Tiene la violencia la importante ventaja de detonar terrores, fatalismos y obsesiones que son ancestrales y que permiten un encuadre (framing) en términos de reconocimiento y apropiación más unidimensional. Es, por tanto, un dispositivo de control social importante. Al igual que las telenovelas, los programas de auto-ayuda y los reportajes sobre celebridades, coadyuva a simplificar las explicaciones y las respuestas. Quizás sea propio que nos preguntemos como lo hizo Susan Sontag a propósito de las matanzas étnicas. ¿Qué causa lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos? ¿Quiénes somos responsables? ¿Es excusable? ¿Ha sido inevitable? ¿Hay algún estado de situación que hemos aceptado hasta ahora que debe ser cuestionado? No creo entrar en una frecuencia hiperbólica al trasladar las oportunas e incisivas preguntas de la malograda fotógrafa y ensayista a una reflexión sobre la violencia mediática en Puerto Rico. Espero que concuerden conmigo en que hay un fondo común de apremios éticos que nos obligan, no importa la escala de las acciones, sean genocidios o estridencias y maledicencias radiales, a una ponderación sobre lo que está bien y lo que está mal, sea en términos de ciudadanía o de oficio. Atisbar en lo banal aquello que hay de trágico, de desastre ético, de inhibición de la razón o de truculencia de los sentimientos. Quizás lo importante sea que, una vez comprendidas o planteadas las razones, podamos superar la banalidad del desencanto así como también la banal changuería del consumidor, la superficialidad de la denuncia por la estridencia misma y el cinismo de la superioridad moral esgrimida por políticos, comentaristas improvisados, comunicadores fatigados y simultáneamente perezosos. Al conjugar violencia con medios en Puerto Rico, la primera tendencia es a pensar en la cobertura que hacen los medios de los hechos violentos que acontecen en el país y, en menor grado, de los que acontecen, cuando alcanzan grados de espectacularización global, en otras latitudes. Ciertamente, las estadísticas del crimen en Puerto Rico muestran niveles alarmantes. El número de asesinatos anuales es uno de los más altos dentro de la jurisdicción norteamericana, casi siempre vinculados al narcotráfico. También, se testimonia en las últimas décadas un crecimiento en los crímenes de género, en las instancias de violencia doméstica y en la perpetración de violencia sobre infantes. El abultamiento del periodismo de nota roja se hizo más evidente en la década de los 1990 y coincidió con los discursos de ley y orden que acompañaron en Puerto Rico y mucho del mundo a proyectos políticos de corte neoliberal. Desde un registro incendiario, se elaboraron atmósferas de amenazas al acecho de vidas y propiedades a través de titulares, distribución de espacios periodísticos, ubicuidad de cámaras televisivas y micrófonos radiales en la famosa “escena del crimen”. También se patentizaron formas de enunciación escrita, oral y visual para narrar delitos, perpetradores y víctimas. Pienso que las llamadas “políticas de mano dura” que puso en acción la administración del gobierno neo-liberal de Pedro Rosselló (1992-2000) fueron a la vez detonadores y consecuencias del privilegio del crimen en los escenarios mediáticos. Se creó una complicidad tácita entre los espacios y agentes de la comunicación y las políticas públicas y prácticas del gobierno que intensificaron la criminalización de poblaciones y territorios. Este enmarcado social no fue óbice para que esas mismas poblaciones y territorios se convirtieran en clientelas preferentes de políticos y partidos, especialmente del Partido Nuevo Progresista que contó con respaldos multitudinarios a lo largo de toda la década. El crimen paga y los medios, con muy pocas excepciones, incorporaron las semánticas típicas de la crónica alarmista con niveles altos de estereotipación social, determinismo y cobertura fatalistas. Un saldo terrible lo constituyo la sexualización sin matices de la mujer como víctima pero a la vez como incitadora de violencia. Si bien la cobertura creciente de los delitos de violencia doméstica debe haber abonado a mayores niveles de concienciación en víctimas actuales opuestos de abaratamiento en el tratamiento de la mujer y su factorización en el “box score” del crimen en Puerto Rico. Por otro lado, la popularización del discurso del crimen en las prácticas mediáticas y la sexualización de las coberturas se dio en simultáneo al aumento de temáticas y formatos asociados a la farándula, con la llamada prensa del corazón, los reality shows televisivos y los talk shows en radio y televisión. Particularmente en los talk shows y en cierta programación dedicada a la chismología, se recurre a dispositivos de representación de corte populista en los que se incentiva, como parte de su gramática de entretenimiento, la violencia en los vocabularios, situaciones límite de morbo, cuasi-pornografía y se adopta el escarnio, el rumor y la descalificación como “epistemologías” que dan cuenta de la realidad. El fenómeno no es para nada privativo de Puerto Rico y ha sido estudiado por destacados pensadores de las comunicaciones, entre ellos el español Gonzalo Abril y el colombiano Omar Rincón. En su modalidad local, destaca el personaje mediático de La Comay que conduce el programa Super Exclusivo de lunes a viernes en un prominente canal local con altos niveles de audiencia desde hace muchos años. La protagonista del programa lleva por nombre La Comay, apócope de comadre, una identidad pre-política y pre-moderna insertada en el engranaje de pactos de la gran familia puertorriqueña. La Comay es un hombre disfrazado, vestido con brillo y color barroco de mujer, labios grotescos que dominan una cara coronada por un pelo alborotado, imposible de domeñar. Su gestualidad como mujer bochinchera, excesiva, gritona, remite a nociones persistentes de la mujer como exceso insumiso que abundan tanto en los imaginarios letrados (se encuentran de manera conspicua en algunos de los textos del sociólogo del siglo 19 Salvador Brau) como en los imaginarios populares (por ejemplo, los disfraces de las antiquísimas fiestas de Santiago en Loíza Aldea). Lo que comenzó como un programa de chismes de farándula, se ha tornado en una operación de desmantelamiento del espacio público que fuera configurado por la modernización política y la conversión de sus remanentes en un espacio intermedio, algo así como una vecindad virtual, donde lo íntimo se publicita, donde lo privado se infringe y se convierte en comidilla de todos, donde lo cívico siempre está bajo escrutinio y escarnio. En La Comay todo se puede “ventear” y destapar. ¿Qué se “ventea” en La Comay? Se desnudan fundamentalmente los cuerpos políticos -partidos, instituciones, clase política- para ofrecerlos a la mofa espectacular, morfados en pasiones desaforadas, lapsus freudianos, trabalenguas, orientaciones sexuales reprimidas, subastas femeninas, racializaciones sin recato, doble sentido. La Comay apunta, desde sus códigos de producción como desde códigos de reconocimiento de sus audiencias, a una cierta descomposición del proyecto de modernización cívica que tuvo lugar en Puerto Rico durante una porción considerable del siglo XX. Uso la palabra descomposición en Puerto Rico en un sentido parecido al de desgajar, es decir, un proceso que significa a la misma vez la destrucción de algo y su clarificación, desenrollarlo para intentar descubrir sus límites y fugas inscritas. Hay un valor importante en La Comay, no necesariamente el que toman en cuenta sus anunciantes. No quiero, por tanto, ver en La Comay un chivo expiatorio ,la figura acuñada por el antropólogo René Girard que tiene como efecto hermenéutico el reducir lo complejo y enrarecido a una cifra simple. Estamos, me parece a mí, ante un proceso acelerado de reformulación cultural hegemónica en el que se han creado complicidades efectivas entre la clase política, los medios de comunicación en su calidad de oficiantes culturales y una mayoría social de espectadores y consumidores en torno a un proyecto moderno con avanzada esclerosis. Al interior de ese proceso y como su partícula más significativa se distingue un uso descarnado de la violencia en el que se trastocan los mundos públicos, los privados y los íntimos desde el voyeurismo y el morbo. ¿Quién es ese pueblo de Puerto Rico que sustenta la interpelación de La Comay? ¿Es el mismo que legitima el discurso del gobernante de turno, el anuncio de pinturas en el cine, el triunfo en Miss Universe o un “análisis” radial? Hace tres años, la llegada de Miss Universe 2006 Zuleyka Rivera a Puerto Rico desató, mucho más que su elección, pasiones encendidas, para hablar en lenguaje telenovelero. Entraron en el debate alcaldes, sicólogos, politólogos, comentaristas de la farándula y los nuevos híbridos de la radio y la televisión: los comentaristas cuya naturaleza mediática es lo ilimitado y lo cacofónico. Como toda especie, la de los analistas radiales muestra genes similares y genes discordantes. Los hay que hilan fino, producto de sabidurías y lecturas, de dominio del lenguaje y de sus varios registros. Esos son los menos. Los hay hiperlenguados que piensan que mientras más griten y menos miramientos tengan disimulan mejor sus improvisaciones, su vagancia intelectual y su falta de imaginación. Los hay destemplados pero no con la irreverencia que puede estimular la crítica sino blandiendo el efecto terror, propio del poder en tanto signo obsceno. Los hay, también, los que “en puertorriqueño” se hacen los graciosos y quieren poner una pica en Flandes, acudiendo al ridículo y la mofa. Los hay, finalmente, que se ubican con prepotencia e ignorancia (la peor de las combinaciones) en un reino de la transparencia desde donde linchan al resto de los mortales. He ahí un decisivo nivel de violencia no atada necesariamente a las estadísticas del crimen pero violencia de todos modos, la que se produce por el achatamiento de la capacidad crítica, por la trivialidad del análisis, por el descuido y la irresponsabilidad en la producción de opinión pública. Se atenta contra la inteligencia y el sentido común; se atenta contra el decoro al no abrirnos a la consideración, primero, y luego al conocimiento del otro; se atenta contra la prudencia socrática de admitir la ignorancia como plataforma para conocer. Es la violencia mediática que no necesita de un hecho de sangre para desplegarse. Pues bien, en momentos en que se armaba una gran fiesta barroca de recibimiento a la reina de belleza, sobre la cual podemos labrar opiniones y disidencias, uno de estos analistas de la radio se refirió a Zuleyka como “La Pájara”, una descualificación profunda. La Pájara despoja de nombre propio, despersonaliza y, como sabemos por los trabajos que se han hecho sobre la esclavitud, el despojo del nombre acompaña la negación de la persona y la afirmación de la mercancía. Independientemente de que podamos hacer crítica de los concursos de belleza y de su ademán mercantilista, la desnominación no es una crítica a las estructuras del sistema. Se refocila, por el contrario, en una persona que no condensa el poder que se cuestiona. Es como si depositáramos en el esclavo desnominado nuestra indignación por la esclavitud. Por otro lado, “La Pájara” remite a una biologización de la mujer, a su naturalización y por ende, desculturación. Fuera de la cultura, fuera del lenguaje, la mujer es puro cuerpo. “La Pájara” constituye una reducción pornográfica de la identidad femenina – la mujer centrada en su genitalia, inmovilizada por los límites de su sexo. El operativo metonímico – la parte por el todo- referencia a una vulnerabilidad, a una herida abierta, a una sospecha siempre larvada de la mujer como prostituta, como “mala mujer”. Movida y movedora de instintos, esta reducción naturalista subyace a mucha de la crónica roja del crimen, a mucha de la crónica farandulera y a mucha de la crónica política. Secuela en la consideración del talante, de las aptitudes para ejercer y mantener cargos, en la selección de las tomas fotográficas. En el caso de los homosexuales a los que se les suele denominar como “pájaro” o “pajarraco” se da una adscripción paralela al mismo bestiario. Se podrá argüir que “La Pájara” fue un lapsus linguae, de seguro lo fue. No obstante, desde Freud sabemos que los lapsus no son meros errores casuales, son un deslizamiento, un resbalón que pone de manifiesto contenidos del inconciente. Revela algo que es extraño al sistema de signos comunicable pero que muestra el ‘verdadero’ revés de la realidad que no enunciamos correctamente. Ahora bien, el lapsus debe obligar a hacernos preguntas. En este caso: ¿Por qué ese sustrato de violencia simbólica contra la mujer que se detona a la menor provocación y que convoca tantas asociaciones deshumanizantes? Hoy en día, las guerras, los asesinatos, las hambrunas africanas, los muertos en la guerra narco son ejemplos vívidos, incuestionables de violencia. Lo extremoso de estas situaciones puede, sin embargo, obnubilar sus sedes más opacas. Fernando Picó, nuestro estimado historiador, le sigue su rastro largo y múltiple en Puerto Rico en su discurso de investidura como Humanista del Año 2004. Una de las valiosas derivaciones de su lección magistral es la siguiente: Al preguntarnos cómo educar para la paz en una sociedad donde la violencia ha formado parte intrínseca de nuestra formación como pueblo, poco adelantamos si ignoramos su presencia en nuestro pasado y en nuestro entorno. No siempre va a tomar la forma de un crimen pavoroso. Al igual que el historiador, creo que la violencia es una estructura fundante, por ejemplo, de nuestra vertiginosa modernización en la segunda mitad del siglo 20. Se manifestó entonces en los éxodos de campo a ciudad, en la emigración a Estados Unidos y en las soluciones de urbanismo que le dimos a nuestros pueblos y ciudades. Hoy, la veo enquistada en una cultura de la confrontación que valora o naturaliza estructuras de conflicto desde las oposiciones binarias; que requiere de sistemas tripartitos de representación ideológica en programas de opinión para dar la apariencia de objetividad y balance cuando lo que se hace es estimular el desencuentro que convierte el soneo de la salsa o las letras del reggaetón en experiencias de “tiraera”, en lugar de ocasiones festivas, de goce del cuerpo y del alma. Veo a esa cultura de la adversarialidad organizando la oferta mediática e imponiendo la ógica de la guerra y de las rayas en la arena. Gran parte de la parrilla radial AM, de la parrilla FM y de la programación televisiva se ha convertido en un gran depósito de violencia simbólica en Puerto Rico. En el mapa mediático, la violencia simbólica hacia la mujer parece dolorosamente confirmar los derroteros violentos de la cultura contemporánea puertorriqueña. Hoy por hoy, los criterios de rentabilidad de las empresas mediáticas convergen con la liviandad de la clase política y con la pasividad o quizás fatalismo de muchas de las audiencias. De ahí que la radio sobre todo se haya convertido en un escenario sancionado por las audiencias que se organizan o bien por el tribalismo político o bien por su aceptación –en clave activa o pasiva- de la grosería y el abaratamiento de personas e ideas. Es así porque no sólo en Puerto Rico sino en gran parte del mundo, la contemporaneidad se organiza, se interpreta y se comunica desde las gramáticas mediáticas. Ahora bien, son gramáticas poderosas pero no omnipotentes ni invulnerables. Si bien son capaces de formatear identidades e imaginarios, no operan en una sola dirección. Como en todo proceso de hegemonía cultural, se tienen que negociar consensos, se pueden fijar límites éticos y se pueden ejercer derechos de resistencia. Cuando los productores y rentistas de estos programas vienen con el argumento que “eso” es lo que el pueblo quiere, tenemos razón en cuestionarles que parten de una profunda minusvaloración de ese pueblo a quien dicen servir. Pero igualmente debemos cuestionarnos los ciudadanos que nos sentimos ofendidos, por qué no hacemos sentir nuestra ira. ¿Por qué no nos hacemos visibles precisamente en la zona que los constituye, es decir, ante los anunciantes? Después de todo, se trata del lugar de mayor vulnerabilidad para un mercado en fiera competencia. Creemos que la academia y los medios juegan un papel fundamental en la aportación de una perspectiva crítica para analizar e incidir en la consideración de la temática de la violencia en Puerto Rico. Por tal razón consideramos significativo este proyecto de colaboración entre la Escuela de Comunicación, Radio Universidad, la ASPPRO y la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades. No nos animó al realizar este proyecto el deseo de dictar reglas exactas para un “buen” ejercicio del periodismo escrito, radial o televisivo. Lo que hemos querido articular es un espacio en el que los comunicadores y los académicos reflexionen sobre sus prácticas y aporten desde sus experiencias y saberes al debate ineludible sobre la violencia en Puerto Rico y el papel de los medios en entender la problemática e inscribir nociones éticas, de buena convivencia y de cultura de paz en sus productos y oficios. Tampoco, nos asignamos, los participantes en el proyecto, la representación de la sociedad o la capacidad de solucionar sus problemáticas. Se trata de un ejercicio discreto pero a medios son organizadores privilegiados de comportamientos, opiniones, identidades, mapas y experiencias de vida. El volumen acoge el producto de una investigación realizada entre 2005 y 2008 y en la que participaron como investigadores, estudiantes adscritos al Centro de Investigación en Comunicación de la Escuela de Comunicación de la Universidad de PuertoRico. A Cristina Guzmán Apellániz, Laura Limbert, José Orlando Sued, Lourdes E. Hernández, Jorge Gutiérrez, Carlos E. Cataño, Michael Ruopoli y en una etapa final, Eduardo Andrade Gress, corresponde pues el tesón y el empeño en traer a feliz término el proyecto. Son todos ellos prueba de que se hace sólida investigación en la Universidad de Puerto Rico. Gracias al personal de la Escuela de Comunicación, especialmente Vilma Laureano y Ángel Feliciano, por su apoyo en la administración del mismo y a Radio Universidad por su colaboración en las entrevistas radiales a los periodistas y que son fuente de primer orden para las reflexiones en torno al tema de la violencia simbólica en los medios. Los periodistas participantes, entre ellos varios que son también profesores, nos brindaron valiosos y honestos testimonios sobre el oficio del periodismo desde una práctica inmersa en transformaciones no siempre deseadas. Nuestro reconocimiento a la Asociación Puertorriqueña de Periodistas y su entonces presidente Oscar J. Serrano por su colaboración desde los momentos iniciales. Y el agradecimiento de todos los involucrados a la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades, solidaria siempre con la aventura del saber en nuestro país, que subvencionó este proyecto. *En un acuerdo entre el Centro de Investigación en Comunicación de la UPR en Río Piedras; Diálogo publicará cada semana la serie de ensayos que componen el texto Violencia Mediática: Los periodistas y la Universidad conversan; guía que analiza los contenidos violentos en los medios de comunicación local e internacional. Publicación que forma parte de una iniciativa de la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades en conjunto con la Escuela de Comunicación.