La goma del taco de aguja quedó insertada entre dos adoquines de la Calle Tetúan. No era la mejor idea pasar por ese lugar un sábado en la noche, pues los olores de la parte de atrás de los restaurantes se impregnaban en la piel como lo hace el olor a cigarrillo en el pelo. La portadora de los zapatos que no son a prueba de adoquines sube hasta la Calle Fortaleza. Allí le acompañan otros pies igualmente ataviados, coronados por micro faldas que en breve ondearán cual banderas en Laser. En medio de los restaurantes del SoFo, se encuentra al arquitecto que a pesar de haber vivido en San Juan y ser capaz de deslumbrarse ante su belleza le cuenta de los años en que en el Viejo San Juan se manufacturó historia. “Estamos acostumbrados al San Juan de postal de turismo, acabadito de pintar. Eso no es una ciudad real y ni hablar de autenticidad”, le dice al oído a la mujer que, en busca de un lugar más sencillo, sube por el Callejón de la Capilla. Una vellonera a su derecha llama la atención. Salsa y reguetón. Baila alguna pieza y anda unos pasos más. Juanra le saluda desde la tarima del Nuyorican. Afuera los bartenders entran y salen y le hacen algún cuento chino a alguna debutante en los jangueos sanjuaneros. Sigue el peregrinaje por la Calle San Francisco. Doña Fela, sonreída, con su abanico y sus gafas trae de regreso la luz del día. No hay modo de verla despeinada. Amaneció y el olor en la Mallorca se torna perturbadoramente delicioso. Mantequilla, harinas y polvo dulce. Magali García Ramis y Maritza Pérez se saludan en medio del café. Más adelante, en La Bombonera, Benicio del Toro lee un periódico, en la mesa de al lado Luis Rafael Sánchez hace lo propio y en la puerta Bob, el deambulante gringo adoptado por muchos residentes, campea por su respeto con una cerveza y un moto al amanecer. ¿Pero qué año es este? Se pregunta la caminante y sigue. En San Juan hay que andar a pie y dejarse andar por él. En la Plaza de Armas sale JLo corriendo vestida de novia. Un traje muy distinto al que vistió Dayanara por esas mismas calles. Las palomas susurran sobre armaduras, abanicos, piratas y espadas. Extrañan a González Padín y a la gente que venía de todas partes a comprar allí. Por la Calle del Cristo baja Don Ricardo Alegría, sale del Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe. Es inevitable pensarlo: ahí va la cultura puertorriqueña. La noche cae como un pestañeo y los zapatos agujita ya están en la mano. Por cada paso un adoquín. La Calle Luna y la Sol muestran piernas a la venta y drogas para combinar. Pasa un celaje. Será otro de los muchos muertos de San Juan. Hay tantos que quizás la ciudad nunca ha dejado de estar hacinada. Una niña cruza a los lejos frente a la obra de Dennis Mario, Hijos de Borinquen. No se le ve el rostro, pero se alcanza a ver lo que lleva en la mano: un pedazo de cráneo con pelo. “¡Lo saqué de la Iglesia San José! ¡Es de Ponce de León!”, grita entusiasmada sin sospechar que años después su madre lo echaría a la basura. Ya por la San Sebastián, Tufiño hace un recorrido. Mira a través de sus cristales acuosos y lo dice: “Para mí las mujeres son como colores que caminan”. Casi llegando arriba se topa la descalza con una pareja de turistas. Decide hacerles una lista de los destinos a visitar. No los entusiasma. Sólo querían bailar salsa y comer mofongo. La Cubanita está abierta. La pareja que la atiende vende salchichas y ron. Todo a la vez y sobre esas losetas que parecen de iglesia de pueblo. Hace calor. Vuelve el día y las calles se llenan de visitantes de las Islas. Han venido en goletas llenos de productos para la venta. En Las Rivera, el cash and carry los locales celebran un cumpleaños. Cruza la calle Doña Juanita con su vestido de tabletas rojo. Tiene 91 años, la energía de 15 y la memoria de dos siglos distintos en el mismo espacio. Huele a mar. Hay que seguir. Frente al tótem, el recuerdo. El sonido de las enfermeras, los bebés recién nacidos y los muertos, siempre los muertos. Ya no está el hospital. A lo lejos se escucha Rubén Blades cantando en La Perla o será que fue de visita al cementerio a ver a su amigo Tite, que descansa con Albizu en cuna de muertos que mira al mar. Se oyen los edificios colapsar. Nadie se inmuta. Todo sigue. La Iglesia San José invita al regreso, una de sus cúpulas revela un fresco de sirenas. La caminante recuerda el mar. Hay que continuar, no vaya a ser que salga un cuerpo exigiendo su pedazo de cráneo con pelo. El Morro a lo lejos. Los cañones cayendo. Los barcos al asecho. La Escuela de Artes Plásticas tiene ahora locos de otro tipo. Del tipo sano, pensaría la caminante, que ya ha ido dejando los retazos de zapatos a medio andar. Al regreso le acompañan los gatos, al filo siempre de los enormes ratones. Calles impecables y otras muy sucias. La mujer camina y se pierde al doblar una esquina. Allá abajo un taxista recogió con un clavo en su zapato el pedazo minúsculo de suela de goma de taco de aguja. Más adelante volverá a caer. Entre medio de otro adoquín. Pero siempre en San Juan.