Gregorio Carrasquillo Ramos, “don Goyo”, ha vivido sus 72 años de vida al lado del mar, en una tierra que siempre ha sentido y querido como suya. Quizás no en el exclusivo sentido de “privacidad” que otorga un título de propiedad, sino en uno más amplio, solidario y difícil de entender; el derecho universal a la tierra. Cercado por edificios y bloques de viviendas deshabitadas, don Goyo lucha por no dejarse botar del terruño que lo vio nacer. De esa inmensa playa de Loíza que recorría a sus anchas cuando era niño, lo han ido empujando hasta un pequeñísimo recuadro a donde la brisa marina llega con dificultad, y que ni siquiera le pertenece. “De la mitad del palo para allá es de los edificios, y de la mitad para acá es del Municipio” nos dice refiriéndose a la minúscula área en donde “le permiten” convivir con su esposa, su mamá y algunos de sus hijos y nietos. “Hoy en día vivimos como apretados, encerrados por muros, asustados; somos tres familias viviendo en la misma casa”. Su madre, doña Aurora Ramos, nació allí, en Loíza, hace 105 años. Igualmente su abuela, quien murió en esas mismas playas a los 113 años, como también su bisabuela y su tatarabuela. Toda una longeva estirpe que ha atestiguado la brutal imposición de la “civilización” occidental sobre tradiciones y saberes milenarios. “Ella contaba que por los abusos de los españoles a las mujeres solas que quedaban en casa cuando sus maridos salían a trabajar, es que se ligó la raza”; nos dice don Goyo acerca de los relatos de su abuela Paula. Y aunque a él no le tocó vivir esa clase de agravios, si ha sido víctima de otro tipo de atropellos “más modernos”. Arremetidas sostenidas de grandes intereses privados y corporativos han buscado, desde hace varios años, desahuciarlo a él, como a su comunidad, de una tierra que han habitado ancestralmente. Sin embargo, al parecer no siempre fue así; “a esto yo le llamaba el área olvidada porque ni los políticos entraban… yo quisiera que volviera esa época”, suspira y susurra nuestro entrevistado. Y es que años atrás el desarrollismo no asomaba como una amenaza para la comunidad. Tal vez por eso los vecinos de Tocones, en Loíza, nunca se preocuparon por buscar la titulación de una tierra que no necesitaba de dueños y permanecieron, sin percatarse, en calidad agregados; una antigua figura jurídica que data de la época de la esclavitud y que no le da más derechos al ocupante de la tierra que el de trabajarla. “Yo caminaba por donde quería, iba para la playa y recorría todo esto; ahora si uno se mete por ahí le dicen que le van a disparar, que por allí ahora no se puede pasar porque esto ya tiene dueño”, se lamenta don Goyo mientras baja la mirada, quizás intimidado por el fantasma de Adolfina Villanueva, aquella vecina de su comunidad quien en 1980 fue brutalmente baleada mientras, como agregada, defendía su permanencia en el predio donde residía. Tocones es uno de los múltiples casos en donde el arcaico entramado jurídico y la falta de voluntad política, han permitido que la falta de titularidad sobre la tierra sea aprovechada por intereses corporativos para desplazar a sus centenarios habitantes. Y mientras el desarrollismo avanza, don Goyo sigue sonriente en su silencioso aguante. Muchas veces ha hecho “borrón y cuenta nueva”. Como cuando le incendiaron su casa y perdió los ahorros de 23 años de trabajo en Obras Públicas; o como cuando su residencia fue violentada y él, junto a su familia, fueron agredidos por la Policía tras una confusión de domicilio. Al fin y al cabo siempre queda la esperanza. Con el nuevo cuatrienio, una vez más espera que tanto sus legisladores como su gobernante le ayuden a recuperar ese derecho históricamente ganado; el de vivir tranquilo, con su familia, en la que felizmente era una tierra olvidada.