Contar una historia harto conocida se convierte en un ejercicio de proeza narrativa, donde el trayecto del cuento cobra un rol protagónico a la emoción que ofrece la incertidumbre. Cuando se trata de contar una de las historias más adoradas de los últimos cuatro siglos, el trabajo se convierte doblemente dificultoso. El director Joaquín Octavio en su más reciente producción, Hamlet, busca contar de manera innovadora la tragedia clásica del principe danés, la puesta en escena del sufrimiento de los personajes al ser parte de una obra imperecedera e inmortal como lo es el clásico de Shakespeare.
Entrar a la Sala Experimental Carlos Marichal del Centro de Bellas Artes de Santurce no fue, como yo inicialmente me esperaba, transportarme al castillo danés que serviría de sede de las traiciones, crímenes y visiones paranormales de los protagonistas de la obra. Al contrario, fui recibido por un arenero, así como donde juegan los niños, con los personajes congelados en tiempo y espacio. Esta caja de arena serviría como el único escenario que se usa durante toda la obra; la simpleza será característica de la puesta en escena.
No me debió tomar de sorpresa entonces no escuchar que "algo está podrido en Dinamarca". Ciertamente, no estamos en Dinamarca. No se está claro dónde estamos, aunque el hablar de los personajes divulgan que posiblemente sea un sitio de días un poco más calurosos que los ofrece Copenhaguen: "…no tengo los cojones pa' acabar de suicidarme", grita un Hamlet desamparado. Los personajes ni siquiera son las versiones carnales de los mismos sino que son fantasmas condenados a repetir su misma historia por el resto de la eternidad. La arena y el polvo del escenario, diseñado por José Luis Gutiérrez, aumenta la sensación de que estamos viendo espectros manifestándose en escena, aunque dicha sensación viene con el precio de tener que ponerse una mascarilla médica al entrar al teatro.
El personaje titular es protagonizado por la destacada actriz puertorriqueña Blanca Lissette Cruz, que logra manejar el arco de alguien que va del borde de la demencia hasta su miseria eventual. Cruz expone la vorágine de sentimientos y pensamientos oscuros que plagan a Hamlet mientras trata de lidiar tanto con el envenenamiento de su padre como con el amor imposible que siente por Ofelia. El hecho de que es una mujer quien interpreta el personaje de Hamlet no carece de significación; es tanto un saludo irónico a los tiempos de Shakespeare cuando se hacía exactamente lo opuesto, como lo es un llamado a reconocer a Hamlet como un personaje que ya a este punto ha sido interpretado de tantas maneras distintas que prácticamente es viable en cualquier corporeidad.
Sin embargo, fue el actor José Eugenio Hernández quien se destacó en una obra ya cargada de sólidos desempeños. Hernández logró personificar todo lo que Claudio debería ser: detestable y autoritario, y a la vez, físico y libidinoso. Su voz dictatorial suplementaba su completa dominancia sobre el personaje de Gertrudis (Kisha Tikina Burgos), siempre sumisa al punto de ser odiosa pero finalmente redimible.
La música, también manejada por Joaquín Octavio, será la clave que nos guiará por las diferentes ondas de la obra. Desde las melodías estilo película western que ponen durante la coronación de Claudio hasta la instrumentación melancólica que nos agarra de la mano durante los últimos segundos de vida de Ofelia, la música busca llenar los vacíos que existen con la falta de accesorios y con la simplicidad del escenario. Adicionalmente, Mario Roche es agradablemente entrometido como Polonio, Lidy Paoli es leal como Laertes y Horacio, y Mariana Monclova es inocente como Ofelia. Carlos Ferrer redondea el elenco con su participación como el sepulturero y el espectro del padre de Hamlet.
El enfoque de la obra es diferente e inusual pero funciona. El final trágico de la familia real no es redimido, como es de costubre, por el esperanzador personaje de Fortimbrás. El estado permanece en un limbo desesperado, tal vez un reflejo del ambiente sociopolítico de hoy día, tal vez no. Hamlet le pide a Horacio que no se quite la vida; que cuente la historia del príncipe oscuro que logró vengar la muerte de su padre a un costo inimaginable. Horacio acude y prontamente es congelado en el tiempo, dándole espacio a que el sepulturero−personaje que a pesar de servir de alivio cómico por la gran parte de la obra, es el único que parece estar consciente de la maldición de la inmortalidad de los personajes−reflexione sobre la condena que les ha sobrevenido a los personajes por el mero hecho de ser protagonistas en una de las historias más queridas y reconocidas. Lo que para ellos es la laboriosa tarea de narrar un cuento universal, para nosotros es un placer.