La escritora mexicana Elena Poniatowska recibió ayer el Premio Miguel de Cervantes de las Letras Españolas en la Universidad Complutense de Alcalá de Henares (Madrid, España), un galardón que otorga anualmente el Ministerio de Cultura de España a algún autor en lengua española.
La galardonada fue escritora huésped en Diálogo por lo que a manera de celebración y homenaje rescatamos a continuación esta reflexión sobre la poesía publicada en nuestra edición de diciembre de 1999.
¿Puede vivirse sin la poesía? ¿Qué es lo que nos da la poesía? Recuerdo que cuando llegué a México sin saber español, después de memorizar las estrofas del himno nacional, el poema que aprendí y jamás olvido fue uno de la primera etapa de Rubén Darío cuando vivía en Nicaragua: “Qué alegre y fresca la mañanita,/ me agarra el aire por la nariz,/ los perros ladran/ un niño grita/ y una muchacha gorda y bonita/ sobre una piedra muele maíz/”. El final sobre todo me parecía glorioso: “Y la patrona, bate que bate/ me regocija con ilusión/ de una gran taza de chocolate/ que ha de pasarme por el gaznate/ con las tostadas y el requesón/”. Era un deleite, la recitaba yo al empezar el día y resultaba igual de encantatoria que el Padre nuestro que también aprendí en español en una versión semi-indígena gracias a una nana que venía del campo: “Padre nuestro que estás en los cielos, tú cuidas las vacas y yo los becerros”.
Muy pronto encontré que había un poema para cada segundo del día, para cada sentimiento, para cada ocasión, para cada lágrima. Cuando me enamoré vino Carlos Pellicer con su “Que se cierre esta puerta que no me deja estar a solas con tus besos/ Que se cierre esa puerta/ por donde campo/ sol y rosas quieren vernos/” y fue él quien me convenció de que “aquí no pasan cosas de mayor trancendencia/ que las rosas”. Recuerdo cómo me escandalizó a los dieciocho años leer que Octavio Paz veía al sexo de su mujer como un horno donde se fabrican las hostias. En ese mismo año encontré debajo de la cama El tomo de Veinte poemas de amor y una canción desesperada que mi hermana se fusilaba uno a uno y completitos para enamorar a un muchacho alto y distraído: “Oye, tus cartas de amor son buenísimas, las firmaría el propio Neruda”. “¿Tú crees?” interrogó Kitzia poniendo cara de beatitud. A los veinte años llené cuadernos y cuadernos de poesía copiados de aquí y allá quizá con la esperanza de llegar alguna vez a escribir. A los diecinueve años, me acorraló un hombre feo, malo y desgarbado (en contra de uno que otro brioso corcel) simplemente porque me dijo que bajo mi lengua había un panal de leche y miel y mis pechos eran dos mellizos de gacela y me inició en el Cantar de los cantares. Para la etapa proletaria que todos padecemos, la de los mítines públicos y las reuniones clandestinas y super-fervorosas, Enrique González Rojo y Mario Benedetti fueron los indicados. Enrique alegaba en su “La clase obrera va al paraíso”: “Una vez me enamoré de una trotskista./ Me gustaba estar con ella/ porque me hablaba de Marx,/ de Engels, de Lenin/ y, desde luego de León Davidovich./ Pero, más que nada,/ porque estaba en verdad como quería./ Tenía las piernas más hermosas de todo el/ movimiento comunista mexicano./ Sus senos me invitaban/ a mantener con ellos actitudes/ fraccionales./ Las caderas, que eran pequeñas, redondas,/ trazadas por no sé qué geometría lujuriosa,/ hacían ese movimiento binario/ que forma cataclismos en las calles populosas./ Un día, cuando/ me platicaba que:/ “Lenin había visto con lucidez/ que la época de los dos poderes llegaban a su fin”, yo le tomé la mano;/ ella continuó:/ “pero el problema es básico/ era la concientización de los soviets”./ Yo no despegaba los ojos de sus senos./ Un botón de audacia -meditaba-/ y me vuelvo un hombre rico/ Y ella proseguía: / “había que reforzar el papel de la / vanguardia”./ No me pude contener/ y la estreché a mi cuerpo,/ con la boca de cada poro mío/ buscando otros iguales en su carne./ Y ella: “Lenin había previsto que…/ Y yo ataqué el botón de su camisa/ y me puse a jugar con la blancura./ Y mi trotskista con la voz excitada;/ “los mencheviques estaban/ en minoría ya en los consejos”/. Y yo, con decisión,/ le fui subiendo poco a poco la falda/ como quien deja de hablarle de usted a un ángel,/ Se hizo un silencio/ Un silencio para disfrutar/ del pequeño burgués abrazo que abre/ la toma del poder por el orgasmo.” Mario Benedetti me dio la idea de lo que podría ser un amor proletario y subterráneo.”(…)porque tú siempre existes dondequiera/ pero existes mejor donde te quiero/ porque tu boca es sangre/ y tienes frío/ tengo que amarte amor/ tengo que amarte/ aunque esta herida duela como dos/ aunque te busque y no te encuentre/ y aunque/ la noche pase y yo te tengo/ y no./”
Creí que mis hijos serían poetas desde la más tierna infancia sobre todo después de que leí “Write me a poem baby” y cuando Felipe (a quien no le gustaba la escuela ni por equivocación) regresó un medio día con la cara roja de entusiasmo y me anunció desde la altura de sus seis añitos: “Mami, te voy a recitar un poema”, tuve que detenerme de algún mueble para no caerme de la emoción. El que no lograba aprenderse el Padrenuestro iba a recitarme un poema “Ándale hijo” –le dije- el corazón acelerado y el poema no se hizo esperar. “El pedo es un aire ligero” –gritó Felipe, “que sale por un agujero/ anunciando la llegada/ de su amiga, la cagada”/. Siguió en la misma tesitura y unos cuantos días más tarde había memorizado casi toda La Picardía Mexicana, el único libro que ha desaparecido de la biblioteca dos veces. Gabriel Zaid habría de reconciliarme con Felipe cuando encontré su poema “Arma Blanca” que dice así : “En medio de la fiesta, desenvainas/ el desenfado de tu cuerpo/. En el medio del silencio te desarma/ desaforadamente un pedo./ Como si Dios hablara para darte/ una extraña hermosura,/ otra desnudez/”.
Tan poderosa es la poesía que a lo largo de los años se convierte en el reloj interno de quinceañeras a sesentones. ¿Quién no memorizó alguna vez uen nuestro continente: “Margarita está linda la mar”? Cuando lloré mucho (porque las mujeres lloramos mucho), vino López Velarde con el consuelo de su “Fuensanta, dame todas las lágrimas del mar ,/ mis ojos están secos/ y siento unas inmensas ganas de llorar”./ La poesía es una buena compañera de viaje. Nunca he podido ver por la ventanilla de un avión sin repetirme a Neruda: “Los países se tienden junto a los ríos/ buscan el suave pecho, los labios del planeta/” y ya para aterrizar en la ciudad de México, recito en voz baja “Alta traición” de José Emilio Pacheco que me reconcilia con la dilatada monstruosidad de esta mancha urbana que ha hecho de México D.F. la ciudad más grande del mundo: “No amo mi patria./ Su fulgor abstracto/ es inasible./ Pero (aunque suene mal) /daría la vida/ por diez lugares suyos,/ cierta gente,/ puertos, bosques de pinos,/ fortalezas,/ una ciudad deshecha,/ gris, monstruosa,/ varias figuras de su historia,/ montañas/-y tres o cuatro ríos./”
Cuando alrededor del fuego y del recuerdo vienen a sentarse frente a las chimeneas a contemplar las llamas Emily Dickinson, Shelley, Keats, Blake, Lord Byron, St. John Perse, Péguy y Jacques Prevert, Rosario Castellanos y Jaime Sabines me invade un inmenso bienestar y sé que la vida tiene sentido y ha sido bueno vivirla. Los poetas son mis ángeles tutelares, los testigos de que me he quedado tarde demasiado joven. Regresa en la noche, Sor Juana Inés de la Cruz, un fenómeno que apareció en el Siglo XVII y sigue siéndolo en el XX. Cubre tres siglos y es aún el mayor poeta mexicano según Octavio Paz. Después de Sor Juana, nuestro continente se cubre de poetisas que lloran su desamor y se comparan al sauce que ve huir agua al borde del río. Todas hablan de su ser mujer, la propia Gabriela Mistral grita: “Un hijo, yo quise tener un hijo tuyo y mío” y antes, en 1910, la uruguaya Delmira Agustini escribió no sé si en En el libro blanco o Cálices vacíos que el único que importa es el hombre y que ella se consideraba un perro a las plantas de su amo (que por cierto la mató). La mexicana Josefina Murillo, la “Alondra del Papaloapan” quien murió de asma a los treinta y ocho años escribió con una cursilería conmovedora: “Amor, dijo la rosa es un perfume,/ amor es un suspiro dijo el céfiro,/ amor dijo la luz es una llama,/ oh cuanto habéis mentido,/ amor es una lágrima./” No cabe duda las mujeres giramos en torno a la palabra amor y somos sauces llorones. Rosario Castellanos lo machacó una y otra vez: “Inclinada a tu orilla/ siento como te alejas/ trémula con un sauce contemplo tu corriente/ formada de cristales transparentes y fríos./ Huyen contigo todas las nítidas imágenes,/ el hondo y alto cielo,/ los astros imantados, la vehemencia/ ingrávida del canto./ Con un afán inútil mis ramas se despliegan/ se tienden como brazos en el aire/ y quieren prolongarse en bandadas de pájaros/ para seguirte a donde va tu cauce./ Eres lo que se mueve, el ansia que camina/ la luz desenvolviéndose, la voz que se desata./ Yo, soy sólo la asfixia quieta de las raíces/ unidas en la tierra tenebrosa y compacta/”.
Somos un continente de poesía. Todo lo resolvemos (o quisiéramos resolverlo) a poemas o a poemazos. México es un país de poetas. “En Chiapas, -decía Juan Rulfso enfurruñado- hay tantos poetas que se pueden barrer con la escoba”. Lo mismo sucede en el Tabasco de Carlos Pellicer y en el de José Carlos Becerra, quien murió a los 34 años cuando su automóvil salió de la carretera en Brindisi, Italia en 1970.
Ahora con la muerte de ese poeta enorme, Rafael Alberti, en la madrugada del jueves, 28 de octubre de 1999, es difícil no pensar en el espacio que ocupa la poesía dentro del gris trajinar de nuestras vidas diarias. ¿Quién puede vivir sin poesía? Ni los banqueros, ni los guerrilleros, ni los líderes sindicales, ni las costureras, ni los choferes de taxi, ni los niños que aprendemos en la escuela a cantar: “Naranja dulce, limón partido/ dame un abrazo que yo te pido”. Radiante, exuberante, seguro de sí mismo porque podía repartir belleza, Rafael Alberti, con su voz impresionante y profunda, dijo su poesía en la calle, en las plazas públicas, en los teatros, a veces solo, a veces acompañado por la actriz Nuria Espert. Alberti era la voz que escuchaban todos, la de Marinero en tierra. Por cierto que para los niños, Rafael Alberti es totalmente comprensible porque juega con la poesía, le hizo un poema a su perro “Niebla” y otro a una dulce vaca que se llamaba “Georgina”. Contó: “Este perro me lo regaló Pablo Neruda porque lo encontró una noche de niebla en Madrid y tenía la pata rota. Neruda no tenía azotea en su casa y lo trajo a la mía y ese perro se pasó conmigo toda la guerra hasta la caída del Castellón de las Armas. Era impresionante durante la guerra y los bombardeos, la cantidad de perros perdidos en la calle porque la gente se iba escapando de Madrid en automóviles, en carretas, como fuera. No había sitio para los perros y los dejaban abandonados. Se les veía corriendo completamente desorientados entre las ruinas y los escombros de los bombardeos escondiéndose de los soldados y “Niebla”, ese perro mío, mereció un poema que le hice porque es una estampa de todos los perros perdidos de Madrid: “Niebla, tú no comprendes, lo cantan tus orejas/ el tabaco inocente, tonto de tu mirada/ los largos resplandores que por el monte dejas/ al saltar, rayo tierno de brizna despeinada/”.
Lo mismo el poema de la vaca dedicado a Buster Keaton a quien finalmente Alberti le rinde el major de los homenajes. Alberti cuenta que Buster Keaton se había enamorado de una vaca e iba con ella a todas partes, la amaba tanto (aunque no sabía ordeñarla) que estaba dispuesto a morir por ella. Alberti que era muy buen actor representaba su poema con toda clase de gritos desesperados: “(¡Georgina! ¡Georginaaaaa!” ruidos, sonidos y aspavientes. Mugía y pataleaba. Al final preguntaba: “ ¿Eres una dulce niña o eres una verdadera vaca?/ Mi corazón siempre me dijo que eras una verdadera vaca./ Tu papá, que eras una dulce niña,/ Mi corazón que eras una verdadera vaca/ Una dulce niña/ Una verdadera vaca,/ Una niña,/ Una vaca,/ ¿Una niña o una vaca?/ O ¿una niña y una vaca? Yo nunca supe nada./ Adiós Georgina./” (¡Pum!) Y Alberti apretaba el gatillo de una pistola que tenía muy a la mano y se daba un balazo en la sien espantando y haciendo reír a todos.
Alberti amó mucho a los cómicos hoy convertidos en filósofos: Buster Keaton, el gordo y el flaco Stan Laurel y Oliver Hardy y vio todas sus películas. Alguna vez dijo de sí mismo: “Yo era un tonto y lo que he visto/ me ha hecho dos tontos”.
Marcado por su época, Alberti fue un hombre bueno que hizo todo porque le dieran su lugar a nuestro guatemalteco Miguel Ángel Asturias injustamente relegado. En cierta forma, Asturias le debe a Alberti su Premio Nobel. Dice Hugo Gutiérrez Vega, otro poeta mexicano, que Alberti batalló mucho más por su amigo de lo que batallaba por ayudarse a sí mismo. Su generosidad fue tan intensa como la luz que emanaba de sus poemas.
Como lo asienta José Emilio Pacheco, Rafael Alberti vivió en carne propia el siglo más sangriento de la historia, pero también él y algunos otros poetas lograron hacer de nuestro fracaso político y social un triunfo poético. Por obra de Alberti y sus compañeros y sucesores el XX fue el otro Siglo de Oro para la lengua española.
¿Importa la poesía? Más que nunca la poesía es revelación. A mí me explica al mundo. Las novelas, los cuentos son un registro del mundo, una descripción de sus días y sus horas, un instrumento de conocimiento de la realidad, una puerta de acceso a sentimientos y costumbres. Conozco a los países de América Latina a través de sus autores, a Guatemala por Miguel Ángel Asturias y Luis Cardoza y Aragón, a Colombia por Gabriel García Márquez, Darío Jaramillo, Alba Lucía Ángel, a Venezuela por Rómulo Gallegos, a Perú por Mario Vargas Llosa, a Argentina por Borges, Bioy Casares, Ernesto Sábato y Julio Cortázar, a México por Juan Rulfo y Carlos Fuentes, a Estados Unidos por Henry Miller y Norman Mailer, a Paraguay por Augusto Roa Bastos, a Uruguay por Eduardo Galeano, a Cuba por José Lezama Lima y Alejo Carpentier, a Puerto Rico por José Luis González, Luis Rafael Sánchez, Ana Lydia Vega y Rosario Ferré y así sucesivamente, pero es por la poesía que llego a la hora secreta, la de la tregua, la del descanso y ¿por qué no? la del conocimiento.
A muchos la poesía nos ha salvado y nos ha hecho emprender el viaje aunque nunca salgamos de casa. Lo que vale es el viaje, ya lo dijo Cavafis. Nunca he sido tan feliz como en la reuniones en que la poesía se dice en voz alta como es una gran fiesta de la gracia y de la convivencia. Unos recuerdan lo que otros olvidan, se ceden la palabra, se rescatan poetas olvidados y hay quienes conocen a Garcilaso y a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa y a Fray Luis de León, los sonetos de Quevedo y las Soledades de Góngora. Desde luego el más socorrido y el que todos se saben de memoria es García Lorca. Alberti tenía una memoria prodigiosa y decía a Machado, a Miguel Hernández, a Neruda, a Vallejo, a Juan Ramón Jiménez no sólo con una alegría infantil sino con sentido del humor. La poesía debería ser un fenómeno callejero, el pan nuestro de cada día, nuestra noción del día. Debería andar en la boca de todos para poner contenta a la gente. Debería ser moneda de cambio. “Te pago con una poesía” “Dando y dando, mi poema volando”. Posiblemente sea la poesía una de las fuerzas morales del mundo. Con el signo de la gracia, la poesía nos enseña a celebrar la gloria de estar vivos, la gracia confronta las tinieblas, la gracia también nos vuelve líricos y nos enseñan a tomarnos un poco menos en serio. Podemos decir al lado del tabasqueño Carlos Pellicer, el de la voz sonora y las sorpresa ante el esplendor del mundo: “En medio de la dicha de mi vida deténgome a decir que el mundo es bueno por la divina sangre de la herida”.
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La autora, periodista y narradora mexicana, es una de las escritoras más notables de las letras iberoamericanas. Entre sus obras más conocidas se encuentran: La noche de Tlatelolco, en torno a la masacre del 2 de octubre de 1968 acontecida en la ciudad de México; Nada, nadie, sobre el terremoto de 1985 en esa ciudad; Hasta no verte Jesús mío, novela testimonial; Tinísima, novela en torno a la vida de Tina Modotti; Gaby Brimmer, acerca de una joven afectada por parálisis celebral; Diego, te abraza, Quiela, cartas imaginadas de Angelina Beloff a Diego Rivera; De noche vienes, libro de cuentos; Palabras cruzadas y Todo México (3 volúmenes), ambos libros de entrevistas publicadas originalmente en periódicos aztecas; Todo empezó el domingo, crónicas; y Juan Soriano, niño de mil años, biografía.