El 1953 se inició repleto de buenos augurios para Luis Muñoz Marín. Durante el año anterior, su Partido Popular Democrático arrasó en las elecciones generales, se inauguró el Estado Libre Asociado – que en la mente del fallecido líder constituía la cristalización histórica del autonomismo puertorriqueño – y se aceleró la industrialización del país, bajo el programa Operación Manos a la Obra. El destino parecía sonreírle a quien se consideraba el elegido por la historia para resolver los seculares problemas isleños del coloniaje político, la pobreza económica y la desigualdad social. Pero Muñoz, a fines del 1953, en un pueblo de la isla, ve algo que le perturba hondamente, como si fuese un presagio ominoso para el protagonista de una tragedia griega. Se trata de un humilde local de ventas y consumo de licor que su dueño había nombrado “Agapito’s Bar”. No era un caso único; era más bien ejemplo de una moda en boga: titular en inglés de establecimientos comerciales. Muñoz decide atajar esa incipiente costumbre. Se cree el Convocado para dirigir a su pueblo en una tarea quizás más compleja y difícil que erradicar el coloniaje, la pobreza o la desigualdad: proteger el idioma del pueblo puertorriqueño y así resguardar su cultura. Aprovecha la invitación de la Asociación de Maestros, para concluir su asamblea anual, el 29 de diciembre de 1953, con un discurso magno titulado “La personalidad puertorriqueña y el Estado Libre Asociado”. Muñoz arremete contra lo que percibe como una seria amenaza a la integridad lingüística y cultural del país. “En un pueblo de la isla vi un establecimiento rotulado Agapito’s Bar.” Lo que parece algo nimio lo percibe el Patriarca como una señal de menosprecio al idioma y la cultura de Puerto Rico. “¿Por qué tú hiciste eso Agapito… Es que te sientes mejor diciéndolo en idioma que no es el tuyo? Y si desprecias tu lengua, ¿no te estás hasta cierto punto despreciando a ti mismo?” Muñoz censura el uso de títulos en inglés “en un pueblo cuyo vernáculo es el español”. No escatima ejemplos: “Así vemos los ‘Auto Supplies’, los ‘Beauty Parlors’, los ‘Drugs’, los ‘Barber Shops’… el galimatías parte inglés y parte español…” Consciente de que su auditorio se compone sobre todo de maestros y maestras, los regaña por permitir que se les llame “Mister y Miss y Missis”. Percibe en ello una reliquia colonial. “¿No indica un sentido colonialmente absurdo de que eso de mandar y enseñar es atributo de personas cuyo idioma materno no es el español?” No es asunto trivial para el ex gobernador. “El idioma es la respiración del espíritu”, reitera. Está en juego la cultura autóctona de los puertorriqueños, su particular personalidad de pueblo. El peligro, que Muñoz atribuye más a la inercia de los boricuas (su carácter pasivo, de “manganzón’) que a la posible alevosía imperial de los Estados Unidos, es que los puertorriqueños terminen hablando “en un papiamento – o sea, en una mezcla de lenguas superficial y empobrecida.” ¡Iluso Patriarca, que no percibe que al declarar esa guerra ya la tenía perdida! Cree que bastaba su palabra de mando, censura y convocación para atajar esa continua interferencia lingüística del inglés. Si algo caracteriza hoy la práctica del comercio puertorriqueño es titular sus empresas, grandes o pequeñas, en inglés, aunque quienes las administren sean incapaces de conversar coherentemente en esa lengua. Pero, más aún, ¿cuántos puertorriqueños al referirse a un evento, persona u objeto agradable o atractivo lo califican de “nice”, o, de ser desagradable, de “nasty”? ¿Cuántos, al contestar el teléfono dicen “hello” y al despedirse “bye”? ¿Se habrá acaso realizado el gran temor de Muñoz de convertirnos en “semilingües en dos idiomas”? Pero esa no es la única derrota que se presagia en ese célebre discurso. Muñoz ubica su defensa del idioma español en el contexto más amplio de su visión sobre la modernización de Puerto Rico mediante la inversión masiva de capital estadounidense. Percibe el riesgo que conlleva y lo plantea abiertamente. “¿Se puede… motivar la actividad económica con incentivo de ganancia y preservar una actitud esencialmente creadora, un pensar que no sea predominantemente adquisitivo?” En otras palabras, ¿cómo propiciar el desarrollo económico capitalista, motivado por fines de lucro, sin generar una personalidad de pueblo en la que predomine, como valores prioritarios, el afán de ganancia, sin que, en palabras de Muñoz, “la motivación adquisitiva se convierta en arquetipo de la cultura…”?
Muñoz esboza una utopía de un pueblo moderado y austero en sus hábitos de consumo, libre del agobio de la miseria, pero también de codicias excesivas. Lo hace justo en el momento en que el desarrollo económico del país promueve, mediante un caleidoscopio interminable de atractivos estímulos propagandísticos, la desmesura en la adquisición de bienes de toda índole. Es una batalla que el Primer Gobernador sabe que será ardua, pero que asume confiado en su vocación de argonauta conductor de su pueblo. El verbo del líder ungido contra la propaganda mercantilista. Es la segunda gran batalla a perder que se asoma en su discurso. Muñoz ha seleccionado su audiencia: el magisterio. Lo hace guiado por la idea, típica de su casta, del magisterio como el custodio privilegiado de la formación cultural. El salón de clases es el aula del espíritu; es ahí, piensa Muñoz, donde se cultiva el idioma y el espíritu de un pueblo. Es, claro está, una encomienda delegada. Muñoz encomienda a maestros y maestras a participar en su tarea suprema de proteger la lengua y la cultura asediadas. ¡Iluso Muñoz! Lo hace en vísperas de que los nuevos medios visuales de comunicación -la televisión y el cine- con su seductora aureola de la cultura popular estadounidense, disputasen airosamente al salón de clases el papel de tutoría cultural. Hay en el discurso de Muñoz una agónica ambigüedad. Se perfila en una lucha que enfrenta confiado en su caudal de victorias políticas. Es su momento cumbre, la apoteosis de su liderato político. Se siente el Elegido. Pero también, entre líneas, pueden percibirse matices de una incipiente conciencia sobre la vulnerabilidad de su apostolado: promover el desarrollo económico capitalista y norteamericano, fomentando, al mismo tiempo, una cultura puertorriqueña no adquisitiva ni consumista, sin afanes de lucro, esmerada “en ser el pueblo que mejor español hable en América.” Magno dilema trágico para el Sísifo antillano… Son amargas derrotas que flagelaron el alma del Patriarca, como bien ilustra el retrato que de Muñoz pintase, en 1977, Francisco Rodón. Refleja una mirada cargada de hondas tristezas. Muñoz mismo lo confesó: “El cuadro captó la impresión de una fase de mi vida en la que, rememorando el pasado, me apesadumbra no haber podido hacer o no haber sabido hacer mucho más de lo que he hecho.” Quizás sea acertado el juicio de Edgardo Rodríguez Juliá, en su magistral oblicuo e irónico homenaje a Muñoz, “Las tribulaciones de Jonás” (1981): “En el fondo de este hombre había una tragedia, y ésta era también la de su pueblo.”