Ay, pero qué tapón. No me digas que todos van al mismo sitio. Sí, todos van pa’llá. No te preocupes, mami, no te tienes que estacionar. Déjame ahí en la esquina. Cuando llegué al Jardín Botánico y Cultural de Caguas el pasado sábado, la fila estaba tan abarrotada como la calle que daba al lugar y que los visitantes utilizaron como estacionamiento. Mientras los madrugadores salían cargando plantas o vasitos de leche que repartían en una de las carpas, los que nos levantamos tarde esperábamos bajo un sol que quemaba para poder comprar los boletos. Algunos se quejaban del calor y otros luchaban contra él con mantecados o piraguas. Frente a mí, una muchacha le enseñaba a su novio estadounidense cómo decir it’s hot. “Ha-ce ca-lor” “Hacey calowr” “Ha-CE ca-LORRRR. You’ve gotta roll the r!” Igual que todos los demás aburridos, miraba a mi alrededor. A mi izquierda había un camión con tres cerditos alegres que anunciaban la actividad: “Agrópolis: La Feria del País. 17/abril-3/mayo”. Al frente, una cascada artificial que me invitaba a zambullirme. A la derecha, muchas carpas, muchas plantas, mucha gente. Llegué, luego de aproximadamente media hora, a la boletería y al entrar en el Jardín me di cuenta de que había demasiado para ver. Todavía no había terminado la piragua que mi hermano me compró, así que comencé por dar una vuelta, acompañada por la plena que sonaba desde la tarima, y mirar superficialmente lo que había: artesanías, animales, plantas y comida. Al lado izquierdo estaban las artesanías y las plantas. Había cuadros, accesorios y ropa (llamó mi atención una camisa que decía amor en muchos idiomas), todo lo que se puede encontrar en las ferias de artesanía. Más adelante, estaba la sección más verde y colorida de todas, gracias a las flores diversas que vendían. Colada entre esas carpas estaba una donde vendían un chimichurri, que me dieron para probar y sabía delicioso, y una variedad de dulces típicos.
Caminé un poco más y pasé por el lado del escenario. “La gallina turuleca ha puesto un huevo, ha puesto dos, ha puesto tres”, cantaba el grupo, reviviendo memorias de mi niñez, mientras me encontraba frente a una intersección. Una flecha me indicaba ambiguamente que hacia la izquierda había “aves”. Otra me invitaba a seguir “La Ruta del Sabor”. Aunque la segunda me atraía mucho más, decidí tomar la ruta de las plumas. Allí, encontré gallos grandísimos, patos y otros pájaros cuyos nombres desconozco. Pero lo más que me gustó no fueron los plumíferos, sino que por primera vez en mi vida vi bueyes, que arrastraban una carreta llena de niños. Eran gigantescos, de un color marrón claro que combinaba perfectamente con el Jardín. Quería tocarlos, pero por temor me conformé con mirarlos. Admirados los miembros de reino animal, ahora, por fin, podía comer. No tenía que mirar para saber que había llegado, pues el olor delataba la sección del sabor. Había demasiada variedad; probablemente casi todos los platos puertorriqueños, además de pizzas y hot dogs. ¿Cómo escoger entre las arañitas rellenas del chef David y la morcillas de otro kiosko? Preferí algo que nunca había comido, las arañitas rellenas de carne de cerdo, cubiertas con mayoketchup, complemento perfecto para cualquier comida hecha de plátanos, con agua de coco para bajarlas.
Me senté con mi hermano en la grama, frente a un lago artificial. Al otro lado, niños disfrutaban de un carrusel y otras machinas cuyos nombres ya he olvidado desde mi niñez. Nuevamente, cantaba un grupo, esta vez bomba. Una mujer y un hombre elevados en zancos bailaban con un ritmo que muchos jamás podremos igualar aun con los pies firmemente plantados sobre la tierra. En un momento dado, el bailarín perdió su balance, grupos de gente corrieron hacia él, se levantó rápidamente y siguió moviendo las caderas al son de la música. Entrada la tarde comenzaron a caer gotas de agua. Unas poquitas al principio, pero fue apretando. Los preparados abrieron sus sombrillas, otros dejaron que el agua los cubriera y los demás corrimos hasta la entrada, donde esperábamos que todavía quedara espacio para refugiarnos. Con mi coco en la mano, esperé a que mi madre llegara, mientras la gente, sin miedo a la lluvia, seguía llegando, lista para gozar. Agrópolis nos remonta a un pasado en donde el verde prevalecía, y animales como bueyes y gallos eran parte del diario vivir, un pasado que deberíamos tratar de emular más a menudo. Allí no había televisores, computadoras ni videojuegos. Sólo había música, comida, animales y conversación. Por unas horas disfrutamos de la belleza natural de la Isla y nos divertimos con sus tradiciones, sin necesidad de ver los últimos comentarios en Facebook o verificar los correos electrónicos.