La Carta Democrática de la Organización de Estados Americanos (OEA), subscrita por los estados miembros de la Organización, establece no sólo el derecho de los pueblos de las Américas a vivir en democracia, sino la obligación de los estados miembros de emprender medidas para restablecer la institucionalidad democrática en el caso de que ésta se vea interrumpida en alguno de los estados miembros. El desenlace del golpe de estado de junio de 2009 en la República de Honduras, por medio del cual se derrocó al presidente constitucional de Honduras Manuel Zelaya, plantea dudas serias sobre la capacidad de la comunidad interamericana (América del Norte, América Latina, y el Caribe) y de la OEA para confrontar una alteración del orden institucional democrático en los estados de la región. Tras un inicio prometedor en el cual la OEA, la Organización de Naciones Unidas (ONU), la Unión Europea y toda la comunidad internacional rechazaron el golpe de estado, impusieron sanciones y exigieron al gobierno de facto la reinstalación del presidente constitucional Manuel Zelaya, la situación político-jurídica en Honduras ha terminado en un anticlímax. Esto lo evidencia el hecho de que se ha permitido y aprobado la celebración de elecciones ilegítimas en noviembre de 2009, las cuales concluyeron con la victoria del candidato del Partido Nacional, Porfirio Lobo, “presidente” a cuyo gobierno ya han reconocido Estados Unidos, Costa Rica, Perú, Colombia y Panamá. La mayoría de los estados de las Américas, dirigidos por Brasil y Argentina, se niegan a reconocer el “resultado electoral” ya que consideran que establecería un precedente peligroso al legitimar un golpe de estado como mecanismo para derrocar a un presidente constitucional e institucionalizar la injerencia de los militares en los asuntos políticos y civiles. Sin embargo, el reconocimiento del gobierno de Lobo por parte de un grupo de estados de las Américas rompe el consenso internacional que pudo haber presionado a las autoridades de facto de Honduras a realizar mayores concesiones para restaurar la institucionalidad democrática en dicho país y, en consecuencia, salvaguardar la permanencia de la democracia en las Américas. La tolerancia de tan sólo un golpe de estado en la región establece un precedente peligroso y potencialmente demoledor para una región donde históricamente la institucionalidad democrática y el cumplimiento de los derechos humanos han sido frágiles en extremo. La emisión de un salvoconducto por parte de Porfirio Lobo a Manuel Zelaya en enero de 2010 para que éste se exiliase en República Dominicana y lograr así que abandonase Honduras, abre un camino de incertidumbre para la región. A esto se une también el acuerdo firmado con este país para que el presidente Leonel Fernández acogiese y escoltase a Zelaya hacia su nuevo país de residencia; así como la firma en enero de 2010 de un decreto otorgando amnistía a los militares, políticos y jueces quienes fueron cómplices o quienes participaron del golpe bajo la justificación de logara la “reconciliación nacional”. La comunidad interamericana no se ha mostrado eficaz en la defensa de sus propios intereses, ni en su necesidad imperativa de protegerse de los golpes e injerencias militares. Sin embargo, se proyecta a sí misma como una región donde, a pesar de la retórica, las instituciones y tratados para promover la “democracia” y la “Cartas Democráticas”, todavía los fantasmas del pasado no están del todo muertos y penden amenazantes sobre pseudo-democracias frágiles. Estados Unidos también sale mal parado como dirigente regional ya que continúa, a pesar de un inicio prometedor del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, cumpliendo una función ambivalente en la defensa de la democracia, en la cual el contenido real de dicho concepto siempre termina subordinado a intereses geoestratégicos. Es más sorprendente aún tratándose de una administración estadounidense que se proyecta internacionalmente como liberal y de la cual se esperaría una respuesta contundente contra los agravios militaristas contra la democracia en el continente. Esta política vuelve a generar dudas sobre las intenciones de Estados Unidos a nivel internacional. Muestra escasa preparación de la administración Obama para lidiar con situaciones de crisis política en América Latina. Además, empaña los esfuerzos del actual presidente estadounidense por reparar la imagen de Estados Unidos, tan deteriorada por las políticas de la Administración Bush. El autor del texto es profesor de Ciencias Políticas del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez.