III En la tarde, cuando la luz del sol era tragada por el horizonte convirtiéndola en gajos de china mandarina, se hallaban en animada reunión el fiscal, el oficial investigador y el filosofo alemán del barrio Buen Consejo. Y no es que el filósofo fuese alemán. Es que su especialidad era un tal Heidegger que proponía entre otras cosas que era necesario plantear de nuevo la pregunta por el sentido del ser. Y es que ese barrio era extraño, de allí salió un Comandante del Ejercito Libertador del nacionalismo de mediados de siglo XX. También un poeta de enternecedora arrogancia que escribía rarísimo, tal como se pronuncia. Para colmo, un economista austriaco, seguramente perdido o desorientado por el vaho de las costas del área norte, habría recalado en la isla y se maravilló con aquel barrio de mala muerte. Lo inmortalizó en un libro que nadie en Buen Consejo ha leído. Ni siquiera hay una callecita que lleve su nombre. Leopold Kohr. Pero volviendo, el asunto es que estaban en La tacita de oro discutiendo el caso de las balas bobas, porque es cosa sabida que en los cafetines se resuelven todos los enigmas. La secretaria carnosa estaba allí, sola en la barra, tomándose una gaseosa. Como que esperando. Armando, camisa planchada como un oficial de la SS, se acerco con galanura. – Hola. ¿Te puedo acompañar?- díjole. – Bueno- contesto ella, sin entusiasmo, pero con cortesía. -¿Cuál es tu nombre? – Aracelis. -Armando. Compartieron las frases comunes y corrientes de romper el hielo. Entonces el filósofo sacó sus armas, metafóricamente hablando. – Tú pareces una actriz de cine- opinó, y se juraría que era sincero. Lo era. Ella parecía una actriz de cine. – ¿Ah, sí?- respingó ella. – Si. Hay una película protagonizada por Paul Newman…- – Cool Hand Luke- interrumpió la chica. El filósofo se sorprendió de la cita filmográfica. Sintió como si lo hubieran descubierto desnudo en medio de la academia aristotélica. – Tú dices la escena en la que Joy Harmon lava un carro mientras los presos hacen trabajos en la carretera y la observan. Es una torturadora. Amo a Joy Harmon- añadió la secre. Armando se pasó una servilleta por los labios. Luego una mano por el cabello engominado. – Antes había hecho una película de ciencia ficción- continuó la mujer. -Village of the Giants, ¿te imaginas? Esa muchacha tan voluptuosa, ¿te fijaste en los muslos que tiene? ¿Y las caderas? Pues en la película mide 30 pies de alto y hasta se coloca a un hombre en el sostén. Como me calienta esa actriz- sentenció. Justo entonces entraron dos caballeros a La tacita de oro. No andaban juntos, pero llegaron a la vez. Uno era el novio de la secretaria. Se acercó a la barra. Besó a la mujer en la mejilla. Saludó al filósofo. Extendió la mano. – Licenciado Carrión, encantado- dijo con voz engolada y aclarando su oficio y su falso sentimiento de encantamiento. – Armando- replicó el filósofo. -Discípulo directo de Diógenes de Sinope- añadió, para confundir al licenciado. El otro caballero era el doctor Muriente. Casualidad. Sería él, dentista de renombre y educador por antonomasia, quien arreglaría la boca del hermano Blas. No lo pondría a cantar de nuevo en el coro de la iglesia, pero al menos le permitiría reírse con las muelas de atrás si fuera necesario. IV La pistola llegó por correo a mediodía, en entrega especial de paquetes. Venía dirigida al fiscal del caso. No traía remitente. El fiscal mandó a buscar al agente de la pesquisa que se encontraba al lado en su ‘alter despacho’ la Tacita de oro disparándole preguntas capciosas al Spinoza de Buen Consejo que le consentía el tenor imbécil del interrogatorio con una sonrisa paternal. –¿En vista de la omnipotencia divina, puede Dios crear una piedra tan grande que no la pueda levantar? preguntó Velázquez. –No creo en Dios, le dijo Armando mirando en derredor suyo, buscando con la mirada oculta tras unas gafas negras Clubmaster algún fondo delirante, como el de la niña del día anterior, la novia del licenciado Carrión, que en otra encarnación debió haber sido perro sarnoso, apedreado y ostraciado, de suerte que en esta vida se le ha concedido esa merced, ese almohadón de emir para sus verijas. Llegó el mozo con el recado del fiscal y ambos, filósofo y detective, salieron camino de la fiscalía a ver cuál era la novedad. –¿Cagó? dijo Velázquez no bien entrar al despacho del fiscal. –En esas anda, recién he hablado con el retén de Loíza. –¿Entonces cuál es la novedad? preguntó el filósofo aconsejado. –Ha llegado un paquete, pesado. Creo que es la pistola. –¿No piensa abrirla? dijo el investigador –¿Y si es una bomba? ripostó el fiscal. –Doctor, explíquele al fiscal aquí la apuesta de Pascal. –No viene al caso, amigo mío, Yo, con el permiso de ambos, me retiro al vestíbulo hasta que se dilucide lo que hay en el paquete, y en diciendo esto se marchó. El fiscal abrió tímidamente el paquete y, viola, la pistola, una Iver & Johnson de calibre .32,vieja, nickelada, sin aparentes rastros de huellas dactilares. –Esta no es, fue con una treintiocho. Acuérdese del balazo de Hernández. –Pudo haber habido dos armas implicadas. Habrá que esperar. –Al mojón de Blas… continúa… *La red social-Facebook- los enreda en un relato detectivesco que escriben a 8 manos: el escritor y profesor Rafael Acevedo, los periodistas Francisco ‘Pancho’ Velázquez e Ismael Torres, y el escritor Juan Carlos Quiñones.
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