Debe ser porque soy hijo de una madre divorciada, la razón por la cual me enviaron a buscar trabajo desde que tenía 16 años. Unos tres meses estuve vendiendo enciclopedias para niños. De comisión sólo gané unos $65.00, los gasté en un par de tenis, y la familia de Caguas que me compró la colección, liderada por un gruero y su esposa que tenía un beauty parlor en la marquesina, me permitió correr la flamante motora de su hijo mayor. Era obvio que mis destrezas como vendedor no eran las mejores por lo que mi padre me recomendó con un amigo accionista de una cadena de supermercados. Mi carrera laboral comenzó como bagger. Salía caminando del colegio donde estudiaba, en la frontera con Guaynabo, y cuyo nombre tiene ecos del lugar donde nació Jesús. Al sonar el timbre, me cambiaba la polo colegial por una blanca camiseta de botones de manga corta y una corbata negra. Creo que era el único alumno del colegio que trabajaba. No sé si estaba orgulloso de mi suerte. Ya llevaba una semana en el trabajo cuando una tarde armé una jodedera con mis colegas por un letrero mal escrito sobre una máquina de cigarrillos que leía: “No silbe”. Frankie, el asistente del gerente del súper, vino a regañarnos pues estábamos de vacilón y las doñitas impacientes esperaban por alguien que le empacara su compra. Nadie le prestó atención. Blas, el gerente, se acercó para ver qué sucedía. Al ver el letrero su carcajada de panadero italiano se quedó con la tienda. – “Ave María, qué bruto! ¿quién escribió eso, Mickey, fuiste tú?”-, le preguntó a uno de mis panas quien trabajaba en la sección de frutas y vegetales y tenía el aspecto de un luchador samoano. –“Fui yo”-, respondió Frankie entre dientes. Blas río aún más. -“Mira, deja eso que tú lo que sabes es contar chavos. Arnaldo, tú que eres poeta y todo lo compones, vuelve a escribir el letrero ese. Voy a fumarme un cigarrillo”- nos comandó conteniendo la carcajada Desde ese momento fui el poeta del supermercado. Nunca supe cómo Blas averiguó que yo había redactado un par de versos incoherentes, destinados a una chica flaca e inspirados en una canción de rock de un grupo australiano, pero dejó establecido para todos que yo era un experto en el rapeo. Muchos fueron los carniceros que pasaron por mi sección con tarjetas llenas de rosas y atardeceres para que les escribiera versos a sus novias y esposas. Jamás tendré un público tan asiduo. Hasta comencé a cobrar. Ya era todo un trovador al detal cuando mi amigo Ian me comenzó a dar pon hasta el súper. Ahorrarme la caminata no era gran cosa, sino mi llegada. Atónitos quedaban mis colegas de trabajo, en su mayoría de la escuela Gabriela Mistral y el Colegio Bautista de Puerto Nuevo, cuando me bajaba de una de las máquinas del papá de Ian. En una ocasión un Porshe 928 acaparó la conversación por más de tres horas. Pero un viernes en la tarde llegué en el armatroste mayor: un Maserati. Preso del asombro quedó Blas, quien al momento de mi arribo se tomaba una pausa y se bebía un café mientras le echaba un vistazo a la acción en el estacionamiento. – “Oye, ¿y ese aparato? Tú como que estudias en un colegio y debes ser educado, vamos a hablar…”- me dijo curioso. Fue él quien me contrató, pero ni siquiera miró mi resumé de un cuarto de página, por lo que no habíamos cruzado ni una palabra desde que comencé en el puesto. -“Ponte a este chamaco de bagger, bienvenido…”- le ordenó a Frankie sin mirarme, al tiempo que desenfundaba su mazo de llaves y salía raudo rumbo al almacén para atender un asunto. Frankie odiaba a Blas, quien tenía unos cincuenta años y le faltaban cinco para jubilarse, hecho que le impedía a su súbdito ascender y convertirse en un joven supervisor antes de los cuarenta para lucir bien en el Mazda Miata convertible que deseaba. Nos fuimos a la trastienda para hablar. Aquel fue mi primer job meeting. -“Ya he escuchado que tú hasta poeta eres. Voy a hacer una cosa, tú vete con Mickey a la sección de frutas y vegetales. Allí necesito a gente joven que hablen y traten bien a los clientes porque Teste ya se me está poniendo chocho y lo único que hace es supervisar, pelear con las clientas y no quiere echarse al hombro las cajas de vegetales”. -“Pero si yo no sé nada de vegetales”- contesté tímido. -“Ya, pero tienes buen gusto y eres educado. Necesito chulería con los clientes que ya un par de quejas me han puesto caliente con la oficina central”- me advirtió serio, con la misma parsimonia que seguramente utilizaba con su hijo adolescente para que botara la basura en su casa. Al día siguiente me puse mi delantal verde y comencé a trabajar con las verduras. Teste me tenía de abuso. Me daba una lista y me enviaba a la nevera a a a buscar lo necesario para abastecer la sección: 2 sacos de repollo, limpios 3 cajas de lechugas, limpias 2 sacos de yautía lila, limpias 2 de yautía amarilla, limpias Pelar las yautías era divertido, lo que no era entretenido eran las cucarachas saltarinas que acechaban al menor movimiento de la estiba de tubérculos. Decenas de ellas, diminutas y desorientadas, como si de repente gritaran “¡ey!, quién prendió esa luz, espérate un momento, vamos a organizarnos”. Las lechugas son un asco. Llegan en cajas empacadas Dios sabe cuándo en somewhere in Indiana y el proceso de descongelamiento en la aduana boricua las transforma en una melcocha verdosa que hay que limpiar para volverlas a colocar en sus bolsas individuales. Apestan. Hay que ser un manatí de acuario o iguana hambrienta para mandarse ese pasto podrido. Pero era con el repollo que yo me sentía machetero. La sensación de picarlos era extraña, una mezcla de suavidad y resistencia que deben experimentar los caníbales cuando pican un buen muslito. Iba a la carnicería y les robaba los cuchillos más filosos, de matarife, a los carniceros y combatía el tedio lanzando los repollos hacia arriba y clavándolos en mi lanza. ¡Chas!, y cuando caía el repollo un verso se me venía a la mente. Este podía ser bueno para Benny, de la sección de lacteos. Su esposa no quiere dejarle ver a su hija y me pidió unos versillos sobre el amor de padre y madre hacia sus hijos. El viejo truco de usar a los hijos para reformar las relaciones desechas. Pero mis versos funcionaban. Benny me recibió con un abrazo una noche que hice el turno de cierre. Esperó a que volviera de mi hora de comida y casi me besa entre lágrimas. Gracias, fue lo único que pudo decirme y me puso un billete de veinte en el bolsillo derecho de la camisa. Tony trabajaba como asistente de carnicería. Una jevita de quince le había roto el corazón, pero bastaron dos o tres de mis haikus, tailor made, para traerla a sus brazos de nuevo: Corto la grasa, seco la sangre son tus labios carmines la caricia que extraña mi piel o Cadáveres vacunos inhumano frío de la nevera soy un becerro camino al matadero A pesar de mi éxito no estaba preparado para lo que me vendría. Terminaría enamorado de una chica. Y sucedió así. Estaba organizando la última tanda de yautías amarillas cuando en el reflejo del espejo vi unas sandalias que se arrastraban disimulando cansancio. -“¡Ay!, si alguien me diera pon para San Juan, con las ganas que tengo de darme una cerveza”-, dijo una voz melosa. Esa es Milena. Llenita, blanca, de ojos azules, pelo rizado negro. Vivía en una cooperativa de vivienda y estudiaba en University Gardens. Su madre era divorciada y criaba a su hermana menor, Lisa, mas nunca estaba en casa, y sí tras las pingas fugaces de cuanto macharrán troquero habita esta ciudad de mierda. -“Vamos, yo te llevo”-, respondí con el pecho henchido y el cuchillo erguido en mano como si de un two handed sword se tratara. -“Dale”-, me dijo ella dándome un besito sonoro en la boca que selló mi embelesamiento, mi fin. Salimos veloces del súper, cada cual por su lado. Su novio que también trabajaba allí ni cuenta se dio. Terminamos en el Basking Robbin de Cinearte (qué Dios lo tenga en la gloria), en Hato Rey, San Juan y las birras podían esperar. Allí saboreamos helados de café, mi favorito, y china, su predilecto. Comenzó el cursi ritual de déjame probar el tuyo que yo te dejaré probar del mío. Vámonos que tengo frío, me dijo ella, terminamos en el carro. Penetramos al Colt Champ del 1981 que mi padre me había regalado cortesía de mi abuelo. Con sus caballitos de calcomanía a cada costado, radio Clarion que sólo se encendía a golpetazos y airecito criollo instalado en Cool Auto Service. Milena comenzó a amasar mi guevo con una maestría inédita. Ya había tenido mis noviecitas de agarraita de tetita, deito y casquetín, pero esto era otra cosa. Sentía que el alma se me desgarraba por el tranco, que se me partía como cuerda de Stradivarius. Los besos no eran de telenovela, sino de gente grande, de verdura… Aproveché y zampé el índice hacia su molusco umbroso, mojadito y tierno como una ensalada de calamares japoneses, más oloroso a violetas francesas y pacholí. -“Mi mai está en un treining de trabajo en Miami”- sugerí; “tengo una camita bien chévere en casa con musiquita y to’…”. Como salió aquello de mi boca, aún es un misterio para mí. Repito, era ducho en el rapeito de bolero Keep on loving you del colegio, pero esto de ser machazo que se lleva la jeva a la cama era algo nuevo para mí. Parece que de algo me sirvió sentarme con mi tía Josefa para ver cómo Salvador Pineda seducía a Sully Díaz (qué rica estaba cuando hacía el wet t-shirt del openning) en Coralito. Entramos a casa y casi derribamos la puerta en un ritual a lo recién casados. Le arranque el brassiere y descubrí sus tetas gorditas y repletas de contentura, listas para que me las comiera, ella se esmeraba en mi cabezón y me repetía lo rico que olía mi cintura. Como yo era virgen, ella, diestra manejaba el asunto con soltura. Me llevaba. -“Ahora vas a sentir lo rico de verdad, ven, ven”-, me repitió una y otra vez, en cuatro, sus nalgas turgentes listas para el clave, mientras se daba deo con sus ojos fijos en la vista: los viejos caobos que destruiría la furia de Hugo el año próximo se bamboleaban ante la brisa marítima que entra al apartamento de la calle México. Pero no encontraba el roto. Mucha película porno en Levittown con Junior, mucha casqueta mañana, tarde y noche, pero nacarilón, no daba con el bejuco en el panochón. -“Tranquilo, vamos así”-, susurro para calmarme, colocándose en la posición de misionero. Entonces la penetré. Ella gimió. Del saque lo primero que pensé fue: “¿y esto es? una casqueta es mejor…”. Pero comencé a remenearme y ella aplanaba mi vientre con su nalgaje. Ahí comenzó la fiesta. Súbito apareció el Ron Jeremy que todos llevamos dentro. La agarré por los tobillos, le hice el ángel descuartizado, la puse al borde de la cama y practicamos el cabrito en precipicio. Ella se viró y me obligó a ponerme de pie, encaramándoseme encima como si corriera uno de esos caballitos taciturnos de supermercado que por una peseta te lleva a la cabalgada del oeste vía la mecánica de alguna empresa de feria de West Virginia. Y los besos. Intercambiábamos órganos por la boca, su lengua fue mía y la mía siempre suya se perdía en la fortaleza de sus bembas carnosas. ¡Qué rico es chichar! Pasaron cuatro días con sus noches y tabla iba y tabla venía. Mamá me llamaba desde la ciudad del sol y yo respondía que todo bien, estudiando mucho, tranquila que ya soy grande, “llego más temprano que cuando tú me llevas al colegio”. Todo era mentira. Llegaba a la escuela, pasaba por el paredón de las monjas que tomaban la asistencia y antes de la primera clase, me iba al baño de las nenas y me fugaba por una ventana de escape contra incendios. Ya tenía mi ropa de civil bajo el puto uniforme de los penny loafers. Encendía al Champ y pasaba por Milena. El resto del día: chichábamos. La penúltima tarde que estuvimos juntos no me funcionaba el aparato cuando lo intentábamos para el segundo round. Mamada y seguía caído, casqueta y aún seco, más flacido que un plátanillo maduro de los tristes tropiques. Y como el sexo no me funcionaba, eché mano del arma predilecta: la poesía. Ganarás la luz de León Felipe, parecía el autor perfecto para la ocasión: un poco de anarquía utópica, postguerra civil podía solucionar el entuerto: Firme, erguido, sereno, con la lengua en silencio, los ojos en sus cuencas y en su lugar los huesos. O Un hacha que cae siempre, siempre, siempre, implacable y sin descanso… y mi favorito en aquel entonces, ameritaba: PIEDRA DE SAL Tú estabas dormida como el agua que duerme en la alberca … y yo llegué a ti como llega hasta el agua que duerme la piedra. Turbé tu remanso y en ondas de amor te quebraste como en ondas el agua que duerme se quiebra cuando llega a turbar su remanso dormida la piedra. Piedra fui para ti, piedra soy y piedra quiero ser, pero piedra blanda de sal que al llegar a ti se disuelva y en tu cuerpo se quede y sea como una levadura de tu carne y como el hierro de la sangre en tus venas. Y en tu alma deje una sed infinita de amarlo todo … y una sed de belleza insaciable … eterna … -“Deja ese viejo ahí y léeme algo tuyo”-, me advirtió Milena. Salí veloz a mi cajón secreto y busqué los versos que nunca le entregué a los carniceros. Le leí un ejemplo. Ella no se inmutó. -“Me imagino que está bonito, yo de esas jodiendas no entiendo”-, me cortó franca. Abajo se me vino el mundo. La flacidez de mi ego era directamente proporcional al pasme de mi talanco despistado. Al día siguiente, me excusé en el colegio y me fui al doctor. Muy preocupado estaba con que no pudiera satisfacer a la jeva. Ahora que me estrenaba, carajo, cómo puede pasarme algo así, y solo en casa, me cago en diez. Entré al despacho del doctor Candelas y le conté mi ordalía. -“Doctor, es que…ehhh. Tengo problemas sexuales”-, comencé. -“Sexuales, cómo?”-, inquirió él extrañado al verme joven y saludable. -“Pues es que tengo una novia…” -“Ujum”-, decía sin dejar de anotar en mi récord médico. -“Y estamos muy enamorados, y estábamos metiendo mano y eyaculé pero … no tuve una erección”-, dije, técnico, como si estuviera en la clase de biología, lo que me dio cierta distancia de mi mismo. Me comencé a ver como un objeto de estudio, cual sapo disecado en laboratorio. -“Te viniste pero no se te paró”-, me bajó el médico a tierra. -“No, sí, se me paró, pero fue la segunda vez que lo hacíamos en ese día y no funcionó”. -“Oye, ¿y tú cuantos años tienes, 16, 17?” -“16 para 17”. -“Ajá, ¿y haces tus tres comidas?” -“Seguro, y meriendo a veces”. -“¿Usas drogas, pastillas, coca, ácido, bebes alcohol?” -“No”-, ahí mentí piadosamente, y es que en realidad era un buenazo, a parte de los pases bucales de perico que le robaba al Mickey para aliviarme las infecciones de garganta que me ponían las amígdalas como dos ciruelas, ni un motito me había fumao, eso llegó con el envejecimiento. -“¿Ni un motito? Ay, bendito nene, a la edad tuya yo estaba arrebatao la mitad del día”-, me confesó el doctor con una risa estentórea. -“Pues… no”-, respondí casi susurrante. -“Y ella, ¿te gusta, es linda, estás enamorado?”-, continúo. -“Mucho, la amo doctor”- dije sin reparar en esa cursilería que él me dejó pasar seguramente por piedad. -“¿Estás deprimido?”-, insistió. -“Para nada, nunca había estado tan feliz”-, asentí mondao de la risa. -“¿Oye, y ven acá, cuántas veces ustedes lo hacen al día?” -“Pues, cuatro o cinco, el otro día nos tiramos como seis polvos”-, me sorprendí afirmando como bar tender de Puerto Nuevo. -“Cuatro o cinco, seis…¿y cuántos días llevan ustedes en esa rutina?” -“Como cuatro o cinco”. Su carcajada fue tan poderosa que hasta la secretaria llamó por el intercomunicador del teléfono para cerciorarse de que todo andaba bien. -“Ay, ay, no sigas, que me meo…es que uno ve cosas, mira mijo, tú estás bien, lo que tienes es un desgaste físico cabrón, qué tú te crees brodel, que ese bicho es un juguete; caballo, dale descanso”-, me instruyó mientras me tomaba los signos vitales. -“Mira, tómate estas vitaminas, no metas mano hoy y si acaso mañana, en la tarde, si es que no aguantas más, le someten al mambo, pero descansa. Te aseguro que eso va a volver como tubo de Warrior, tú viste esa película? No, tú eras muy chiquito, bueno, la cosa es descanso…Si tienes algún problema me llamas”- concluyó y arrancó la receta firmada y me la entregó. Seguí su consejo. Dos días más tarde volvíamos a la carga. Contra la nevera, sobre la estufa, en el balcón ante la mirada de los finches impertinentes y las vecinas chismosas, encima del inodoro, bañándonos de pie, con mis nalgas contra la pared de espejos. Así se chicha, como si no hubiera mañana, tarde, día, noche y hasta en los sueños. Sin embargo mi Milena no dejaba a su jevo: un catcher de seis pies con siete pulgadas, cuerpo de toro y rostro de bucéfalo. Parecía un armario. El tipo está grande. Pana del Mickey. Tomás, que así se llamaba el tarambano, gustaba del perico y la joda dura pisada con Heineken. Salían de vez en cuando en las tardes y en más de una ocasión atrapé a mi Milena aplicándole esas mamadas móviles que sólo ella sabía dirigir mientras uno se afanaba como conductor. En una ocasión casi me descarrilo por el puente que lleva a Plaza Las Américas de tan rico que estaba el fellatio. Pero ahora estaba amargándome la existencia y mis poemas dirvaban hacia un Milena mía, ya sé que no lo eres. Como el pobre de De Diego, quien según las malas lenguas, lloró el abandono de Laura debido al desproporcionado palmo de su traqueto, que dicen rajaba a la fina jevita de alabastro. Me consumían los celos y la depresión. Ya mi madre había regresado de su entrenamiento de trabajo en Miami y le conté lo que me sucedía. -“¡Pero qué bueno!”-, se alegró- “si mi nene está enamorado, qué lindo, mira, ¿y están metiendo mano?”-, me preguntó a boca de jarro, pues teníamos confianza. -“Si, pero…” -“¿Y por qué estás triste, si ya tienes tu jevita?…¡ah! acuérdame comprarte condones, ¿no estás metiendo mano a guiro pelao, verdad? Mira que te dan ñañaras, eso sería lo mejor, puedes cojer un sida; mira, Dios te bendiga”-, musitó asustada y persignándose. -“Nada, lo que pasa es que ella tiene novio y me dijo que lo iba a dejar…” -“¿Qué tiene novio, pero tú eres loco? ¿Y si ese muchacho se entera?”. Ya él lo sabía. Una noche nos tocó juntos hacer el cierre. Al catcher lo pusieron a mapear, pues podía manejar el más descomunal mapo, y mientras limpiaba mi sección iba y venía por mi lado, cada vez respirando con más ahínco, como un Yeti furibundo. Estaba de espaldas pelando yautías, otra vez, cuando el tipo me tocó en la espalda con el cabo del mapo. -“Oye, ¿tú eres?…”-, dijo. -“¿Qué te pasa?”-, le atajé su pregunta con otra, mirándolo fijamente a los ojos sin soltar el puñal para destripar becerros que usaba. El hombre se cagó. -“Suave taino”-, me respondió alejándose y mapeando tembloroso en zig-zag, como nos había enseñado el bueno de Blas. – “Déjala”-, fue el consejo de mamá. “Te puedes meter en un lío feo, además ya vendrán otras, estás comenzando”-, me repetía. “Deja que llegues a la universidad”-, insistía. -“Sí, pero es que yo…”-, murmuré lloroso. Y como ella no soportaba verme más lloroso, un sábado organizó un almuerzo en casa. Me dio el coaching necesario y me instruyó en cómo dejar a una mujer, asunto que ella dominaba, pues salía con tanto trogolodita embustero que acababa dejándola, por lo cual al final terminó conociendo sus mañas. Tras el rico ritual de la lasaña criolla con ensalada, vinito para ella y jugo de uva para nosotros, Milena y yo nos fuimos al cuarto. Le dije todo. Ella me aseguró que no podía dejar aquel hombre, que se moriría de celos, que me aplastaría, que la perseguiría, que le diera tiempo. Pero mi paciencia se había agotado. Le entregué un largo poema, mi mejor rima hasta entonces y le dije que no más. Ella se echó a llorar sin consuelo. Yo hice lo mismo. Nos abrazamos y besamos entre mocos y caricias. Milena se levantó de pronto, dio un portazo y salió de mi cuarto, dio otro portazón y estaba fuera de mi casa sin ni siquiera despedirse de mi madre. Me parece verla irse para siempre. Corrí de mi cuarto al balcón. La vi abordar su Corolla gris y acelerar calle México abajo. Me quedé con los brazos como dos péndulos amorfos, recostado de la baranda del balcón. Y la lloré cual niño que observa cómo el viento se lleva su chiringa, perdiéndose en el horizonte. Un mes más tarde renuncié a mi trabajo, y así terminó mi vida como poeta de supermercado. Nunca más volví a escribir.