Llegó de la mano de Homero Pumarol, quien, con una caneca terciada en la cintura, le abría paso hacia la barra de la mítica Casa de Teatro en Santo Domingo. Allí estaba el hombre; ese que se empinaba a pedir un ron con tónica era el mismísimo Terror. Ataviado para la noche tropical (shorts, camiseta sin mangas y chancletas) entre tanto Boss y Prada, se bebió dos tragos, masculló algo a los músicos del perico ripiao que amenizaba la noche, echó una ojeada a la fauna que poblaba el lugar indiferente a su presencia y al poco rato pidió a su compinche que lo llevara de vuelta al colmadón de Ciudad Nueva que le servía de oficina y madriguera. De allí lo sacaron días atrás para llevarlo al hospital en donde murió, como Lennon, un 8 de diciembre. Lo de morir, tratándose de Luis Días (1952-2009), es casi un contrasentido. Terror estuvo muerto, motu propio, desde 1970, cuando salió de su campo en Bonao para “buscársela” en la capital, en ese Santo Domingo de la supuesta transición hacia la democracia, el Santo Domingo de la posdictadura, posinvasión, posguerra civil. Le costó poco darse cuenta de que los relatos de sangre del trujillismo eran poca cosa al lado de la miseria y la represión rampantes en la sociedad dominicana bajo la presidencia de Balaguer. Desde entonces asumió una existencia extramuros, se labró un recinto hermético desde el cual salía de vez en vez con su guitarra a denunciar atropellos, a criticar la impunidad y la persecución política, a gritar con su voz ronca el abandono de esa mayoría hambrienta que mordía el polvo de los barrios, a hacer lo que le viniera en gana al margen de la doxa y la supervivenvia complaciente y timorata. En ese vagar subversivo de los 70 conoció espíritus afines. Con Dagoberto Tejada integró el grupo Convite, referencia ineludible a la hora de hablar del folclor dominicano. Con esta agrupación participaría en el mítico Festival de la Nueva Canción Siete Días con el Pueblo, celebrado en Santo Domingo en 1974, y compartiría tarima con una nómina de artistas en la que se contaba a Silvio Rodríguez, Los Guaraguao, Mercedes Sosa, Ana Belén y los puertorriqueños Lucecita Benítez, Danny Rivera y Antonio Cabán Vale (El Topo). Después vino la primera estancia en Nueva York, muy breve, y sus experimentos de fusión (pioneros en el rock dominicano) musical a la cabeza del grupo Transporte Urbano, toda una institución a la que incluso bandas recientes, como Rita Indiana y Los Misterios, miran como barómetro. La década del ochenta marcó la etapa de mayor efervescencia creativa en la trayectoria de Luis Días. Su afán por indagar en el acervo musical campesino, iniciado en los años de Convite y tan importante para el rescate de ritmos olvidados como la mangulina y el priprí; su atención a la bachata, muy anterior a Juan Luis Guerra y a la época de internacionalización del género; su mano caliente para la composición, a la que merengueros encumbrados deben parte de su fama: Sergio Vargas (“Marola”), Fernando Villalona (“Baile en la calle”) y Dioni Fernández (“El guardia del Arsenal”), entre otros; todo ello explotó a un tiempo en esos años 80 de la desaparición de la clase media, del recrudecimiento de la emigración, de los primeros atisbos de neoliberalismo de línea dura en el país. La narradora dominicana Aurora Arias ha plasmado en sus cuentos esa faceta modélica de Terror para la juventud de ese entonces y de ahora, pero Álex Guerrero, artista dominicano que compartió con Luis Días ese segundo período suyo en Nueva York en los 90, es quien mejor la ha descrito cuando afirma que Terror “es la banda sonora de nuestra generación”. Terror, el eterno forastero del Santo Domingo de la pompa y el boato… Ahora que su desaparición física genera panegíricos hasta del presidente, espero que no le pongan el nombre de Luis Días a ninguna calle. Terror se revolcaría en su tumba y le saldría a los funcionarios como un “bacá”. Fender en mano, por supuesto. *Néstor Rodríguez es profesor de Literatura en la Universidad de Toronto.