Nunca fui muy fan de Los Jetson. Recuerdo haber tenido una intuición precoz de que eran unos Picapiedra reformulados, poco originales (y aunque veía más a los Picapiedra, tampoco eran mis favoritos). Luego vi un comediante que observaba la ausencia de gente no-blanca tanto en el pasado como en el futuro de la humanidad, en la visión del estudio de animación Hanna-Barbera, y me tuvo más sentido aún mi desinterés—pero si me dejo llevar por esa línea de pensamiento, no hubiera visto ningún muñequito en mi niñez durante los años 80, salvo a los dos o tres episodios de los Peanuts en que saliera el negrito Franklin, o las piernotas prietas de la mucama de Tom & Jerry. O sea que por falta de identificación racial, no era. Mirando atrás ahora, pienso que los Jetson se me quedaban cortos más bien porque esa visión del futuro no me asentaba, en la que en realidad no había mucha diferencia, salvo, quizás, los carros voladores—los cuales estoy esperando todavía; ¿o acaso no estamos ya en el futuro? Y es que, como toda ciencia ficción futurística, los Jetson brindaban un vistazo, no tanto al futuro, sino más bien al presente de su creación. Y ese presente, la vida cotidiana de los años 50 y 60 en EEUU, me era foráneo, por razones obvias. Lo que sí me engatusaba de la serie, sin embargo, era la omnipresencia de artefactos robóticos (me parece que desde ya prefería ver una mucama de inteligencia artificial como la Jetson, que una Aunt Jemima estereotipada como la que regañaba al gato Tom). Hay algo de los robots que encantan, ¿no? Por ende su presencia obligatoria en toda visión del futuro, desde Terminator hasta Futurama. En nuestro momento actual, en que ya hay, de paso, mucamas robóticas producidas por la Honda, y hasta brazos mecánicos que pichean y batean un juego de pelota casi a la perfección, el robot es, no obstante, algo lejano aún; aunque cada vez menos, suponemos—como los carros voladores. Creo que por eso nos enamoran: apelan a una fantasía intrínseca de nuestra posibilidad creativa; de forjar, cual Dios, vidas, aunque sean artificiales. Esta fantasía parece nutrirse cada vez más de la premonición de que la inteligencia artificial se acerque, peligrosa sino enternecedoramente, a la inteligencia humana; como si el colmo fuera que no se pueda distinguir entre el robot y el humano. Piensen A.I., la serie Matrix (programa de computadora = robot, para los efectos), la última Terminator, hasta Wall-E. Me parece que detrás de esto hay varias fantasías operando: 1. De manera narcisista, que lo que podamos crear nosotros sea tan ‘perfecto’ como nosotros, sino más aún; 2. Paradójicamente en conjunto con la (1), que esta creación ‘proto-perfecta’ en efecto sea un mero sueño, algo inasequible en principio, alejando así aún más ese futuro imaginario y dejándonos inmersos en el presente de la ficción—o si prefieres, la ficción de nuestro presente. Ningún medio de entretenimiento se salva de esta fantasía: hasta la música se vuelve cada vez más robótica. Ejemplo perfecto: la ubicuidad del efecto ‘Auto Tune’, la imitación computarizada del ‘phase vocoder’ de antaño, descendiente del ‘talk box’ que hiciera famoso Roger Troutman (chequeen la última Wax Poetics para aprender más sobre la interesantísima historia de este cantante y el tubito de plástico que distinguiera su voz). Si aún no sabes de qué hablo, piensa en el efecto uber-digital de la voz en cualquier canción del cantante de R&B T-Pain, el disco entero de 808s & Heartbreaks de Kanye West, u hoy por hoy, de casi cualquier cantante de reggaetón—y hablando claro, de cualquier género musical, desde baladas hasta country. El propósito del efecto es corregir momentos desafinados, tanto en grabación como en shows en vivo, para que tu cantante favorito suene mejor hasta de lo que en realidad es—de nuevo, el sueño de la perfección. El resultado final, para mis oídos, es la enajenación del cantante: su voz se vuelve fría, lejana, artificial… robótica. Esto puede exacerbar con eficacia un efecto, como lo lograra Kanye en su disco 808s: la desilusión en las canciones de Kanye se siente más punzante gracias al Auto Tune; T-Pain, por su parte, se ha convertido como en el robot ameno: el Auto Tune lo hace sonar casi como una máquina de diversión, un juego de arcade del futuro. Empero, ya fuera divertido o descorazonado, el cantante no suena humano, sino como un ser humanoide de un mañana a la vez lejano y cercano que se colara en nuestro presente para traernos un mensaje. Para mí es curioso que el Auto-Tune se hiciera tan popular durante la era de George W. Bush, como si de alguna forma los cantantes quisieran transportarse al futuro, de que YA. Igual de curioso es que Jay-Z lanzara en plena época de Obama una canción titulada ‘D.O.A. (Death of Auto Tune)’, en la que hace un llamado a que se dejen ya de usar el efecto y vuelvan a las raíces de hacer buena música, para hoy. Yo, acá, estoy trabajando un disco que quiero titular Mañana, y en el cual el tema que reina es la incertidumbre. Pero si algo brilla por su ausencia, es el Auto Tune; en mi mañana, el carro volador yo lo doy por sentado, y montado en él le pasaré por el lado al penthouse en las nubes en el que vive una familia de tez oscura y de apellido latino (no ‘Jetson’), escuchando música por un cantante que cante como cante, sin artificios digitalizantes—ya fuera el cantante robot o no.