Mi primer retiro, a los doce años, fue una experiencia inolvidable. La mera idea de irse de retiro para fortalecer la espiritualidad de una persona era completamente ajena a mí. Yo era una nueva estudiante en una escuela protestante, la hija de una ex católica convertida en atea militante y un luterano no practicante. A veces iba a la iglesia católica con mi abuelo, y las mejores partes eran cuando me dejaban poner la ofrenda en la canasta, y sobre todo después de misa cuando íbamos a casa de mi abuelo y me servían churros con chocolate caliente. También me gustaba rezar el Padre Nuestro y el Ave María, que eran las únicas partes que me sabía. El resto del tiempo me quedaba parada y callada mientras la iglesia se deshacía en murmullos. Mi mamá siempre servía mero en escabeche los Viernes Santos. Nunca entendí por qué teníamos que comer pescado ese día. Cuando pregunté me dijeron que los católicos no comían pescado en Viernes Santo. Eso me confundió aún más porque yo sabía que mi mamá odiaba la religión católica con pasión. Antes de este retiro, mis experiencias con las religiones protestantes habían sido más esporádicas, limitadas mayormente a la escuelita bíblica que una vecina al final de la calle (la que cogía cupones pero tenía un Volvo en la marquesina) celebraba los fines de semana cuando yo era chiquita. Me gustaba la escuelita bíblica porque íbamos todos los nenes de la calle, y porque nos servían Tang y galletitas Social Tea. Ah, y nos enseñaron una cancioncita que me gustaba cantar: En la escuelita bíblica yo aprendí que Jesucristo murió en la cruz… Llegamos al centro de retiro y de pronto la multitud de chicos y chicas se derramó afuera de las guaguas. Corrimos hacia los edificios donde pasaríamos la noche para soltar nuestros bultos e irnos a explorar los terrenos. Una voz de ultratumba nos dio la bienvenida a través del sistema de altoparlantes, recitando las reglas del fin de semana junto a varias amonestaciones preventivas. Hubo algunos que inmediatamente buscaron el mejor lugar para esconderse y hacer todas esas cosas que la voz del altoparlante decía que eran pecado. Mi mejor amiga se apestilló con el “bad boy” de la clase. Un grupo de rebeldes se fueron a la parte más espesa del bosque a fumar quién sabe qué. Otros encontraron un árbol de algarroba y se pusieron a jugar gallitos, apostando dinero. Yo no tenía dinero para apostar, pero me encantaba jugar gallitos, así que me uní al público. Sospecho que tuvimos mucho tiempo libre en nuestras manos porque recuerdo caminar sola por los terrenos del lugar de retiro. Mis mejores recuerdos están ligados a la frondosidad de la flora que nos rodeaba, la belleza de los flamboyanes que inspiraban paz e invitaban a la contemplación, tanto interna como externa. Mis experiencias con los humanos, por otro lado, fueron tensas y provocaron gran confusión. Una noche hicimos una fogata, y en medio de la sesión de cantar coritos a alguien le dio un síncope, empezó a aullar y de momento todos estábamos agarrados de manos orando mientras dos o tres empezaron a sacarle el demonio de adentro al poseído. Nos advirtieron que teníamos que tener fortaleza en nuestra fe o el demonio se nos metería adentro a cualquiera de nosotros. Tan pronto se calmó la cosa, rompí el círculo y me fui huyendo hacia el dormitorio. Pero en el cuarto común me topé con un exorcismo un poco más íntimo. Mayrim, una compañera de salón hogar, estaba sentada frente al tocador en pleno trance, los ojos fijos en su reflejo en el espejo. Sus lágrimas mezclándose con el delineador que tan cuidadosamente se había puesto hacía un par de horas, manchando de negro sus mejillas. Detrás de Mayrim, de pie y con las manos sobre sus hombros estaba Nelly, sus ojos cerrados y orando a mil palabras por segundo. Había una tercera chica en el cuarto, quien me echó del cuarto y cerró la puerta en mi cara. Al otro día me explicó que lo hizo para protegerme del demonio porque yo era vulnerable. Nos tocó ir a un servicio el último día. No recuerdo el nombre del predicador ni su cara, excepto su frente. Tenía la frente grande y brillosa, lo cual parece ser un requisito para ser predicador. Vestía una chaqueta en ese bendito calor que los abanicos de techo no atenuaban. La mitad del estudiantado estaba cabeceando. Era después de almuerzo y estábamos adormecidos por el calor y las barrigas llenas. No sé cómo el hombre podía bregar con esas condiciones y tener tanta energía. Pasé la mitad del servicio mirando por la ventana hacia afuera, imaginando que estaba sentada debajo de un árbol, sintiendo la brisa sobre la piel. De pronto algo me hizo aterizar: había llegado el momento de orar por los enfermos. Llamaron al frente a todos aquellos que deseaban que el poder de Dios los sanara. Yo había escuchado de parapléjicos que caminaron, de ciegos que recobraron la vista. Todo por obra de Dios. Yo no creo todo lo que me dicen, ¿pero y si era cierto? Dudé por un segundo, pensando en qué diría mi mamá si me viera en esos momentos. Mamá me dejaba ir a la iglesia con mi abuelo y asistir a la escuelita bíblica, pero siempre encontraba la forma de reiterar que Dios no existía. Al final decidí unirme a la fila de compañeros de escuela que se estaba formando rápidamente. No tenía nada que perder. Sufría de infecciones recurrentes en las vías urinarias, así que cualificaba para estar de pie. El hombre revoloteaba de persona a persona como una abeja buscando néctar, dando un pequeño brinco al pasar de enfermo a enfermo. Les ponía las manos encima, invocaba el poder del Señor y los declaraba curados. Los tocados lloraban y gemían, algunos más que otros. Había quienes caían de rodillas sollozando de gozo y alabando a Dios. A medida que el predicador se acercaba más y más a mi lugar, los gemidos, sollozos e invocaciones crecían en intensidad. Se me pusieron los nervios de punta y la piel de gallina cuando le llegó el turno a Karla, en línea delante de mí, quien empezó a llorar y a alabar a Dios incluso antes de que el hombre orara por ella. Cerré los ojos y sentí la presencia del predicador. Recité para mis adentros: yo quiero creer, Señor, yo quiero creer, yo quiero creer. El hombre puso tres dedos sobre mi frente y entonó una letanía rápida en alta voz. Un poco de su saliva me cayó en la nariz y me dio asco, pero no me atreví a limpiarme porque me pareció de muy malos modales interrumpir al hombre en medio de su faena. Esperé y esperé por las señales de que estaba ante la presencia de Dios y su obra, pero no sentí nada. No hubo éxtasis, no hubo lágrimas ni frenesí. No sentí un corrientazo por mi venas. Lo único que sentí fue la presión de los dedos del predicador sobre mi frente, cada vez más y más fuerte. El hombre practicamente me estaba empujando. Era obvio que quería que yo me arrodillara como los demás y como yo no obedecía, subió la voz y redobló sus esfuerzos. A estas alturas, yo estaba molesta con las insistencias del tipo y empecé a empujar para atrás. Ya estaba bueno de tanto embeleco. Déjeme quieta. ¿Que no se da cuenta que Dios me saltó en la línea de los milagros? El hombre era terco y no se daba por vencido. La batalla habrá durado medio minuto más, hasta que abrí los ojos, moví la cabeza de lado y lo miré directo a los ojos. Sostuvo mi mirada por un momento, pero al final lo que vio le hizo quitarme la mano de encima y moverse hacia la próxima persona en línea. Ella estaba lista para su visita. Al tocarla cayó al suelo y empezó a sacudirse violentamente a la vez que gritaba incoherencias a toda voz. El predicador también gritaba, empuñando su biblia. El resto de la congregación comenzó a aglutinarse en torno a la chica con el demonio por dentro. Yo escapé antes de que el círculo de murmullos me sofocara y me aventuré afuera de la capilla, buscando la sombra de un árbol. La autora es egresada del Departamento de Historia de la Universidad de Puerto Rico