Él me dice que no podía despegar sus ojos de la mirada exenta de cejas que lo observaba desde el retrovisor. De los ojos grandes color avellana cercados por la oscuridad de una piel africana. Me dice que mientras el taxista le hablaba de las bondades de haber llegado a América, él no podía dejar de preguntarse en qué lugar se originaba el acento espeso que lo alcanzaba (Aj-meri-caj, Aj-meri-caj). Me dice que la primera vez que habló, desde haber aterrizado en Atlanta, lo hizo mucho más cortante de lo que deseaba, interrumpiendo al hombre con un: United States, you mean? El taxista—sobre su hombro hay una placa que lo identifica, se llama Engidaye, número de licencia 03092—le pregunta que a qué se refiere. Mi amigo, arrepentido de su desliz, le dice que no se preocupe, que lo disculpe. El taxista le sonríe y él le devuelve la sonrisa y le pregunta que de dónde proviene, preparándose para una conversación ya ensayada en su cabeza. Me cuenta que durante el vuelo estaba sentado contra la pared de plástico del avión, en una de esas filas que quedan entre ventanas. Por lo cual, su acceso a estas dependía de los caprichos de la persona que estaba sentada frente a él, o la que estaba detrás. Cuando el avión sobrevolaba la isla, quiso asomarse una última vez. No como algo automático o instintivo, me aclara. Todo lo contrario. Quería obligarse a sentir algo, ver si lo golpeaba alguna emoción lo suficientemente literaria como para nombrarla añoranza. Sin embargo, cuando se inclinó hacia el vidrio, el estadounidense que se sentaba frente a él cerró la ventana de un golpe, tras una queja de su esposa. Me dice que el sonido que nació del acto fue seco, como el de la guillotina que descabeza a Mel Gibson en Braveheart. Asimismo, cuando se acercaban para aterrizar en el Hartsfield International Airport en Atlanta, empujó su asiento hacia atrás, en contra de las órdenes de las azafatas. Para remendar el daño anterior, quería ver, a través del vidrio del chamaquito puertorriqueño que se sentaba detrás, su llegada a los Estados Unidos de América. Pero le prohibieron la vista con el mismo sonido de descabezamiento. No escondió su disgusto y le disparó una mirada hostil a su vecino, que la sostuvo por medio segundo, antes de regresar su mirada a su Nintendo DS. ¿Entiendes?, él me pregunta. Le digo que no. Menea su cabeza de lado a lado y dice: me hice inmigrante a ciegas, sin tan siquiera poder mirar de dónde partía, ni hacia dónde llegaba. Antes de retornar a la historia del taxi, mi amigo mira por la ventana del apartamento, observando a uno de sus muchos vecinos asiáticos bajándose de su auto. Sólo entonces continúa: Engidaye es de Etiopía. Tiene tres hijos y una esposa. Llegó hace seis años. Su hijo mayor fue contratado recientemente, tras graduarse de Georgia Tech, por una gran compañía y tiene un sueldo inicial de casi cincuenta mil dólares. Su hija es estudiante de medicina. Engidaye suministró estos dos datos con una gran sonrisa, dice. Hablan de otras cosas, me asegura, y me las promete para una futura columna. Le parece más importante decirme que perdieron de camino al apartamento donde viviría. Que durante todo el camino se seguía asomando a la mirada en el retrovisor. Le pregunto que por qué, que qué tenía la mirada, y él tira de sus hombros, sin saber cómo explicarlo exactamente. Antes de dar con su destino final, Engidaye detuvo el taxi al lado de un banco en construcción. Dos hombres con caras cubiertas—para evitar una insolación—pulían la brea del estacionamiento con unos grandes rollos. El taxista lanzó un vistazo expedito por su vidrio y le dijo a mi amigo que le inquiriese a ellos por direcciones. Él salió del auto, preguntándose por qué tenía que bajarse él, si en una ocasión anterior fue Engidaye que lo hizo. No te confundas, me dice, no me molestó tanto. Para ese momento llevaban hablando treinta minutos y habían tejido un leve lazo de aprecio. Se bajó del auto y en su inglés de inmigrante le preguntó a los hombres si lo que quedaba detrás del banco era el ‘leasing office’. Uno de los hombres se quitó los paños de su rostro y le respondió en español, “Es un poco más abajo, manito, a la izquierda”. Una vez en el auto, sonrió, sintiendo algo en el pecho. Una chispa de comprensión, quizás. Miró por el vidrio al obrero mejicano—que levantaba una mano en despedida—y notó un parecido entre su mirada sudada y la mirada calva de taxista. No le pareció fuera de personaje que, aún con la mayor parte de su rostro cubierto, Engidaye supiese con anterioridad que el hombre era, también, un inmigrante. El autor es graduado de periodismo y literatura de la Universidad de Puerto Rico.