Hace seis días, saltaron la verja de mi casa. A eso de las tres y pico de la madrugada, violaron nuestra privacidad. Manosearon los alrededores. Cargaron consigo una camisa con olor a nosotros, unas herramientas de patio y, sobre todo, se apropiaron de un invaluable botín: la tranquilidad. Desde entonces, las noches han sido distintas. Se revisan más de tres veces las puertas. Se dejan los perros sueltos. Se esconde el -relativo- lujo. Hasta mi hermana duerme con un marrón bajo su cama. Y yo compré “pepper spray”. La violencia modifica la cotidianidad. El miedo, la inseguridad provoca que vivamos enjaulados. Casi presos de uno mismo. Con reparos en el obrar. Con alerta y suspicacia hacia cualquier movida extraña. Con duda en la mirada del otro. No hay confianza. Para que constara en ese sistema de registro anacrónico que lleva la Policía de Puerto Rico, hice una querella por escalamiento. Es que pensando en los demás, a veces hay que dejarse anotar, formar parte de la estadística. No me sorprendió que tuviera que llamar a tres cuarteles e incluso al 9-1-1 para por fin dar con el que cubre el área por donde resido. Los uniformados “slash” recepcionistas se pasaban la papa caliente, como que conmigo no es la cosa. Gracias a mis habilidades para preguntar, conocí que esa noche sólo había una patrulla de vigilancia para cubrir el sector, una zona constantemente golpeada por la criminalidad. “Off the record” me dijeron que no hay personal, que se les otorgaron vacaciones (navideñas) a más de la mitad de los oficiales. Como si la delincuencia también recesara. Esta información la confirmé en dos ocasiones, la primera por teléfono y la segunda cuando los policías llegaron a tomarme los datos en una libreta Jean Book y con un bolígrafo barato, ¡vaya modernidad! Cuando la desgracia roza tu hombro, duele con más fuerza. Entonces uno corrobora que la cosa está mala.