El escritor uruguayo Eduardo Galeano en su escrito titulado “La maldición blanca” recuerda que Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, patriota de la libertad y, también, dueño de esclavos, advirtió que “de Haití provenía el mal ejemplo”. Y añadió que habría que “confinar la peste en esa isla”. Como si se tratase de un mal de ojo, ese pueblo redefine con hechos-y más angustia- la palabra desgracia. Esta nación en ruinas siempre ha estado derrumbada. Su tierra no da frutos. Sus líderes gobiernan para la riqueza. (Para la de los menos que quieren mucho). Y en adición, el mundo, como continuamente sucede con lo que “apesta”, los aleja. Construye murallas para aislar a los siempre aislados. Ya no basta con la ignorancia del humano, ahora también la Naturaleza se ensaña con la pobreza. Desde huracanes hasta temblores sacuden y golpean sin piedad, sin contemplación a nuestros vecinos. Se le introduce el dedo en la llaga de una herida -honda- que nunca logra cicatrizar. Como si no fuera suficiente con lo que nos cuenta su historia. Como si no fuera suficiente con el dolor de barriga que provoca el hambre, la miseria, la violencia y la corrupción. De Haití, el país más pobre del hemisferio, se transmiten, y se transmitirán, momentos que mojan los ojos del solidario. Puerto Príncipe deja de ser puerto. Ahora es un cementerio. Duele su gente. Duele la muerte. Duele lo que queda. Es decir, nada. Eso podrían pensar los menos sensibles, los que no ven esperanzas. Tanto escombro lo impide. Pero yo, que prefiero ser optimista, me atrevo a decir que queda todo. Allí se respira -aún- vida, la que junto a los cadáveres implora auxilio. Es un pueblo al que salvar. Al que dar la mano. Las dos. Las tres. Las cuatro. Las de todos. No vale tan sólo con aflojar la chequera. Con abrir espacios aéreos peleados. Es hora de compromiso real. Es hora de humanidad.