Hace 37 años, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, bajo el manto del derecho a la privacidad, reconoció como derecho fundamental el que las mujeres podamos decidir si queremos o no interrumpir un embarazo. Roe v. Wade (1973), sin lugar a dudas, significó y aún significa el mayor triunfo jurídico de las mujeres de Estados Unidos y del que nos hemos beneficiado las mujeres puertorriqueñas. Sin embargo, y a pesar de que ya van casi cuatro décadas desde el reconocimiento de tal derecho, el aborto continúa siendo un tabú, las historias de las mujeres que han abortado son silenciadas, y el espacio retórico ha sido casi completamente ocupado por las corrientes fundamentalistas que utilizan la religión como justificación para subordinar a las mujeres. Nos quieren meter los rosarios en los ovarios, sin intentar siquiera entender los procesos que llevan a una mujer no sólo a abortar sino también a embarazarse. En ese aspecto, cabe aquí referir a las críticas que feministas como Catherine MacKinnon (en Feminism Unmodified) han manifestado al raciocinio detrás de Roe v. Wade, en cuanto a que si el derecho al aborto se reivindica únicamente como parte de las prácticas privadas e íntimas de las mujeres, se puede tener como resultado el que se invisibilicen las dinámicas políticas que se dan dentro de determinadas prácticas sexuales, las cuales muchas veces se ven seriamente afectadas por los roles de género, tales como la negativa de muchos hombres a utilizar condones como método anticonceptivo. Así, el aborto –visto desde lo privado- se convierte en un acto aislado que nada dice del acto previo (la relación sexual) que condujo a un embarazo no deseado. Es ante ese panorama que me parece necesario actualizar la máxima feminista de que lo personal es político, en el contexto particular de los abortos. Hace falta fortalecer los lazos de solidaridad, empatía y comprensión con las mujeres que han abortado, escuchar sus historias e incentivarlas a hacerlas públicas. Así, conoceremos a la adolescente que se embarazó porque con el condón no se sentía igual, según su novio; a la mujer casada a quien su esposo le prohibió operarse para evitar los hijos; también conoceríamos a las mujeres abusadas sexualmente. Todas ellas son nuestras hermanas, y debemos validar sus historias. Esto último no busca poner sobre los hombros de las mujeres que han abortado la carga de visibilizar su decisión, a costa del rechazo de cierto sector de la sociedad. Más bien, es una invitación a las feministas del país a que no nos recostemos ni nos limitemos a los confines de lo “legalmente” permitido y dejemos de hacer el trabajo político necesario para que las decisiones de las mujeres sean respetadas, tanto y tanto, que las mujeres que se practican un aborto puedan expresarlo libremente sin temor a represalias. El terrible asesinato del Dr. George Tilley motivó a que cientos de mujeres que vieron sus vidas directamente impactadas por el trabajo de Tilley salieran a la calle, acudieron a los medios para contar sus historias. Historias de mujeres fuertes, valerosas, que tomaron lo que ellas describen como la mejor decisión de sus vidas. Sus voces fueron escuchadas y reconocidas, y lograron evidenciar la crueldad e injusticias sobre la que muchas veces se levanta el supuesto movimiento pro vida. Así, no debemos bajar la guardia. Cada cierto tiempo, algún legislador puertorriqueño se inventa peores maneras para reglamentar a las clínicas de aborto, congresistas estadounidenses entorpecen el fácil acceso de las mujeres pobres al aborto y, en general, los fundamentalistas utilizan un discurso de odio en contra de las mujeres que abortan y en contra de los y las profesionales de salud que brindan tal servicio. Nos corresponde, entonces, a nosotras velar por ser las autoras de nuestras propias historias, sin intervención indebida del Estado ni de nuestras parejas, ni de una sociedad aún machista. Después de todo, la historia de nuestra emancipación la escribiremos nosotras. Nadie más. La autora es abogada