En la historia de Puerto Rico el agua ha sido el más preciado recurso material, y el más funesto elemento destructor. Es la abundancia de agua fresca, de manantiales, quebradas y ríos lo que maravilla a los viajeros que vinieron a América. “Esta isla es muy áspera y montuosa y doblada y de muchos ríos y arroyos de aguas, que por estremos son muy buenas y sanas, por causa que en todos los mas de los arroyos se a hallado y halla oro”, dice la “Memoria de Melgarejo”. Es la abundancia del agua que induce a la siembra de la caña de azúcar, la que brinda abundantes pastos a la ganadería, la que facilita la fundación de pueblos y posibilita el desperdigamiento humano por la cordillera. Pero el agua ha sido también elemento destructor, durante los huracanes, con sus consiguientes inundaciones: San Ciriaco, que llevó al Río Grande de Arecibo hasta la plaza de la Villa del Capitán Correa; San Felipe y San Ciprián; lluvias como aquellas de las “inundaciones de Ferré” en el 1970; los torrentes de Eloisa, que llevaron al deslizamiento de Mameyes en Ponce en el 1985; las de la víspera de Reyes en Cayey en el 1991, que llevaron al Plata a inundar el expreso. También la historia documenta la falta de agua: la famosa sequía de los 1840, que culminó en 1847, y que llevó a la desesperación a las gentes de la costa sur y del noroeste; la sequía de los 1960, que selló la suerte de la agricultura en Puerto Rico, y las sequías recurrentes que provocan los racionamientos. Asimismo, está el agua emponzoñada, como la de la terrible epidemia del cólera morbo en 1855 y 1856, o la que provocó tantos casos de tifoidea en la década de 1910, o el agua fósil que se contaminó por los desperdicios industriales en los 1970. Está el agua que ahoga todos los años en ríos y lagunas a jóvenes nadadores, y el agua que se desperdicia por salideros y tuberías rotas, y el agua domada, invisibilizada, de las antiguas quebradas que corren por urbanizaciones que no quieren saber de ellas. Pero de todas ellas la más maravillosa es el agua de la pluma, que liberó a centenares de miles de niños y niñas de subir y bajar con latas de agua en la cabeza, dos y tres veces al día. El sistema de acueductos que pacientemente, metódicamente, dotó a cada barrio de Puerto Rico de un acueducto rural, de tubería propia, e hizo tanto para que desapareciera la bilharzia y se redujera la enteritis en la Isla. Por agua desembarcó Colón en 1493, y sucesivas flotas españolas se detuvieron en La Aguada para obtener el precioso líquido después de la larga travesía desde Sevilla. Por agua vinieron los ingleses que el capitán Correa enfrentó al comienzo de la Guerra de la Sucesión Española. Aguadilla desplazó la Aguada como cabecera de distrito judicial en la década de 1830 por tener mejor puerto y por tener los barcos de vapor menor necesidad de hacer aguadas. Y Aguas Claras fue el nombre original del término municipal que eventualmente conoceríamos como Aguas Buenas. Echarle agua a la sopa, aguar la fiesta, no me dio ni un vaso de agua, padrinos de agua de un bebé antes de su bautismo en la iglesia, candidaturas de agua y agua-guagua son algunas de las expresiones del léxico puertorriqueño. Y el relativamente reciente “¡Agua!” para comunicar la llegada de la policía a un vecindario nos recuerda del siempre ambiguo sentido del vocablo. El autor es profesor en el Departamento de Historia de la UPR, Río Piedras. Este texto fue publicado en la edición de marzo-abril de Diálogo. Para ver la versión en PDF del periódico, pulse aquí .