Obviamente, mi nómina es en alguna medida arbitraria y a todas luces incompleta. Hay narradores consagrados que siguen en actividad pero no han producido de manera especialmente significativa en la última década: Fogwill, Abelardo Castillo, Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso, Alberto Fuguet, etc. Hay otros muchos que siguen destacando y que de seguro entrarían con justicia en la lista de muchos otros comentaristas (o en una lista mía en otro momento), como el gran Joao Gilberto Noll, Mario Bellatín, Rodrigo Fresán, Jorge Volpi, Guillermo Martínez, Pablo de Santis, Alonso Cueto, Fernando Ampuero, Edgardo Rivera Martínez, Laura Restrepo, Mayra Santos Febres, Iván Thays. Y hay algunos escritores fundamentales cuya mejor producción en la década ha sido ensayística: Juan Villoro, Ricardo Piglia, por ejemplo. Pero decidí quedarme con solamente diez, y esa barrera me limitó a enumerar los siguientes nombres: 1. Roberto Bolaño (Chile). A los libros que publicó en vida se han sumado los póstumos, y la lista continuará expandiéndose pronto con la aparición de El Tercer Reich. Bolaño ha sido la leyenda dominante en América Latina durante el paso al siglo veintiuno. Todos parecen admirarlo, aunque unos lo demuestren con afecto, otros por efecto y unos más con afectación. En la década venidera comenzará a despejarse la incógnita de su influencia real sobre las nuevas generaciones: hasta ahora parece que lo central de su influjo fueran los rasgos menos cruciales de su obra; falta ver cómo marca 2666 a la producción literaria de lengua española en los años futuros. 2. Rodrigo Rey Rosa (Guatemala). El mejor novelista centroamericano de hoy, hijo adoptivo del gran Paul Bowles, y a quien, como bien dijo hace unos días Iván Thays, los guatemaltecos suelen ningunear por considerarlo “poco guatemalteco”, es el más constante productor de novelas y cuentos de gran nivel en la región, un autor consistente, personal, cuyas ficciones considerables fluctúan entre la fábula íntima y la discusión social. Rey Rosas, a inspiración de sus ídolos anglosajones, ha elegido un nicho difícil: la disciplina del lenguaje escueto para decir historias complejas y largamente polisémicas. 3. Mario Vargas Llosa (Perú). Con La fiesta del chivo y Travesuras de la niña mala, Vargas Llosa aseguró que su biografía literaria abarque también la primera década del siguiente milenio. La primera es una revisión libertaria (a ratos casi anarquista) del tema del dictador y el autoritarismo, que él mismo había abordado de manera sui generis en Conversación en La Catedral casi cuatro décadas antes. La segunda es, por lo menos, la mejor saga de amor de la literatura peruana. 4. Rubem Fonseca (Brasil). Aunque sus cuentos más emblemáticos fueron publicados en las décadas de los setenta y ochenta, y sus novelas cruciales en la de los noventa (incluyendo la imprescindible Agosto), los cinco libros de narrativa que ha producido Fonseca en la última década, y las numerosas traducciones al español, lo han convertido en uno de los más leídos autores de América Latina. Fonseca tendría ya bastante con ser la nave insignia del realismo sucio en la región (el padre de los Guillermo Fadanelli y los Pedro Juan Gutiérrez), pero lo cierto es que sus libros suelen ir más allá: son las locaciones de una inteligente reflexión sobre la ética de la calle y la moral de la desesperanza urbana. 5. Diamela Eltit (Chile). La siempre oscura, siempre difícil, siempre intelectual Diamela Eltit, dedicó parte de la década a una renacida afición por el experimento y la imagen, pero también se dio el tiempo para publicar tres libros, y el último de ellos, Jamás el fuego nunca, es una interesante narración sobre la decadencia de las utopías rebeldes, de la izquierda regional, de los sueños revolucionarios y la estructura sobre la que debieron apoyarse en el mundo real. 6. Edmundo Paz Soldán (Bolivia). Si alguien ha tomado para sí la responsabilidad de introducir la narrativa latinoamericana en el mundo de la tecnología y la solución de continuidad postmoderna entre lo real y lo virtual, sin alejarse mucho del realismo de aliento político que define a buena parte de nuestra tradición, ese es el cochambambino Edmundo Paz Soldán. Habiendo pasado la mitad de su vida en los Estados Unidos, Edmundo también es un puente peculiar en las relaciones entre el universo anglosajón y las letras hispanas: su posición académica ha empezado a otorgarle cierta centralidad en su relación con las generaciones más jóvenes de escritores que migran al norte o a España (que ya las hay). 7. Junot Díaz (República Dominicana). Con solamente dos libros, Junot Díaz (junto a escritores como la cubana Achy Obejas) ha desplazado a autores como Óscar Hijuelos o Rosario Ferré de los lugares centrales en esa complicada tierra de nadie que es la literatura latina en los Estados Unidos. Su Drown es una colección de cuentos más o menos ubicables dentro de la tradición de las minorias hispanas en Norteamérica; su The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, en cambio, es un complejo esfuerzo de reinscripción de una tradición caribeña –la del humor barroco de Cabrera Infante o Luis Rafael Sánchez– en la lengua inglesa. 8. Antonio José Ponte (Cuba). Habiendo publicado lo mejor de su obra a partir del año 2000, el matancero Ponte es probablemente el mayor hallazgo literario de América Latina en el nuevo milenio, y solamente la irregularidad de nuestra crítica inmediata y la dificultad relativa de la obra del cubano pueden explicar el hecho de que ese reconocimiento no sea unánime. Un arte de hacer ruinas o El libro perdido de los origenistas, con toda su sutil belleza, son el mejor anuncio para La fiesta vigilada, sin duda una de las cuatro o cinco mejores novelas aparecidas en los últimos diez años en español. 9. Mario Levrero (Uruguay). Leí a Levrero casi completo en las tres semanas anteriores a su muerte, en el 2004, guiado por una breve alusión de José Miguel Oviedo, cuando pocos fuera de Uruguay reconocían su interés. En los años siguientes, aparecieron Ya que estamos, los dos volúmenes de Irrupciones, Los carros de fuego y su masiva anti-narración La novela luminosa. Más importante que ello: el irónico desentierro postmortem de sus libros les devolvió a los lectores hispanohablantes la maravilla de la trilogía involuntaria (1970-1982): La ciudad, El lugar y París, una novela simplemente insólita y maravillosa. Hoy, Levrero es un nombre familiar y debería mantenerse así. 10. César Aira (Argentina). Es posible que sus mejores novelas (Cómo me hice monja o Ema, la cautiva) sean, varias de ellas, las que escribió antes de la década pasada, pero no cabe duda de que los primeros años del nuevo siglo han hecho de César Aira la más improbable niña de los ojos tanto de la crítica como del lector común en el mundo hispano. Heredero de Lamborghini, de Wilcock, de Copi y los demas raros del Río de la Plata, Aira ha convertido lo insólito en mainstream y lo enajenado en producto de consumo casi popular. Este texto fue publicado en el blog Puente Aéreo de Gustavo Faverón. Para acceder al blog visite: http://puenteareo1.blogspot.com/