Un jarrón de color azulado se destaca desde hace un par de días entre las plantas de nuestro jardín, a catorce pisos de altura. Aún no tenemos una idea clara de qué vamos a hacer con las cenizas de mis abuelos. Por el momento, están cobijadas entre los helechos y la sombra de una estirada yagruma que sobresale más allá del muro del balcón. Mi madre logró –después de apelar a varias amistades y de estimular materialmente a los funcionarios indicados– cremar a sus padres que yacían en un panteón público del Cementerio de Colón. Terminada la acción del fuego, el resultado fue a parar al interior de un recipiente de barro al que se le nota –en cada centímetro– que contiene los restos de una persona.
Dentro del ánfora están Ana y Eliseo, los dos abuelos junto a los que nací y crecí en una cuartería de Centro Habana. Ella lavaba y planchaba para la calle, él trabajaba en el ferrocarril y fumaba su pipa frente a las dos curiosas niñas que éramos mi hermana y yo. Semianalfabetos los dos, habían levantado una pequeña familia a golpe de batea y jabón, de pico y pala sobre la línea del tren. Ambos exhibían esa mezcla de genio y autoridad que nos hacía quererlos y temerles. Tenían sangre asturiana y canaria, quizás por eso a “Papán” le deleitaban los guateques campesinos y a Ana en el barrio todos la apodaban “la gallega”. Sus máximas posesiones eran un escaparate y una cama de caoba y la vitrina con copas que nunca pudimos usar porque eran sólo para adornar la diminuta sala-comedor-dormitorio.
El abuelo murió el mismo año del éxodo del Mariel. Su corazón estaba acolchado en la grasa de los chicharrones de cerdo que tanto le gustaban. Se fue en paz y dejó a Ana bajo su nueva condición de viuda, al menos durante cinco años. La partida de ella fue mucho más triste: estaba sentada en la silla equivocada en la cafetería El Lluera, cuando un par de borrachos entró tirando botellas y una la alcanzó en la frente. La etapa de tener abuelos se nos acabó pronto. Adiós a las malcriadeces, a las medias remendadas por unas manos diestras y a la leche tibia llevada hasta la cama. En todo este tiempo nunca fui a ver sus tumbas, para que el granito gris no reemplazara los recuerdos que tenía de ellos. Hoy –testarudamente– han retornado junto a mí, en un pequeño jarrón tan sencillo y efímero como sus propias vidas.
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