La labor institucional sobre nuestra producción cultural consta usualmente de un número reducido de individuos que se responsabilizan de su gestión. Es tan dramática la poca agilidad de los mismos que podría dar la impresión de que la misión, dirección e infraestructura del proyecto institucional necesita algo más que supervisión.
Hay que entender de primera mano que, a diferencia de muchas otras ciudades y países dónde se han ido generando proyectos de política cultural, Puerto Rico está en lista de los que todavía no tienen uno. Peor aún, la maquinaria estatal no contempla a la producción cultural como parte esencial del tejido social. Pero la responsabilidad no es sólo de los directores e individuos detrás de la estructura institucional. Es también la responsabilidad de nosotros los artistas y espectadores hacer lo posible por incidir en las políticas de funcionamiento de estos espacios. No es sólo el derecho a quejarnos lo que asegura la “democracia”, es el deber de participar e involucrarse lo que distingue una actitud pasiva de una postura activa y dispuesta.
Me refiero a la autogestión como responsabilidad de aquellos que identificamos la precariedad funcional de la institución. Si le dejamos el camino libre a los que claramente dejan de hacer su trabajo, no podemos esperar que decidan asumirlo. Esta autogestión puede comprender desde proyectos enfocados en desarrollar una maquinaria alterna a la existente, hasta movidas para hacer modificaciones programáticas dentro de las instituciones.
Sin embargo, uno de los problemas de estas iniciativas suele ser la falta de continuidad. Me parece que esto ocurre ya que todavía no hemos dado con el modelo ni la dinámica que nos permita crear proyectos a largo plazo que sean autosostenibles y consecuentes.
Por otra parte, al mercado lo que le importa es la capacidad que tenga “x” cosa de ser vendible. Esta actitud muchas veces termina por sustituir y opacar, tanto la labor como la responsabilidad institucional de mostrar y discutir proyectos que escapan a los intereses del mercado pero que su contenido tiene pertinencia política y cultural. Esto también incide en la visibilidad y posibilidad de alcance de los artistas y gestores que trabajan fuera de los marcos definidos por el mercado. Las circunstancias exigen que nos organicemos; no para luchar en contra de la corriente principal, sino para trabajar en la construcción de estrategias concretas que nos permitan construir proyectos culturales fuera de estos marcos. La idea no es trabajar en contra de la hegemonía del mercado o el inmovilismo institucional, más bien nuestra labor debe estar enfocada en poder aportar modelos alternos de funcionamiento.
Entonces nos queda por preguntar: ¿Seguirá definiendo el mercado el campo de gestión de la institución? ¿Por qué deben corresponderse en agendas proyectos que esencialmente deberían atender misiones diferentes? ¿Qué pasa y a dónde va todo lo que sucede al margen del mercado y la institución?
El autor es artista y gestor
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