“Hearing voices telling me
that I should get some sleep, because tomorrow might be good for something. I'm just a little unwell, I know, right now you can't tell , but stay awhile and maybe then you'll see a different side of me.
(…) I'm just a little impaired, I know, right now you don't care
but soon enough you're gonna think of me, and how I used to be”.
-“Unwell”, Rob Thomas-
El clima húmedo del día lo provoca el fuerte sol de las 2:00 de la tarde y una llovizna pasajera que hace que la carretera expida vapor. Aún así, Roberto viste camisa de mangas largas y pantalón poliéster. Su cabello blanco está bien acicalado, y los espejuelos no logran ocultar una mirada despreocupada y altiva.
A su salida de la sala de reuniones, donde minutos antes tomaba una terapia grupal, se despide de sus compañeros. A algunos, les da un apretón de manos y una palmada en la espalda; a otros, les sonríe. Sin pensarlo, se sienta en uno de los tantos asientos disponibles en el vestíbulo, mientras sus compañeros salen del Hospital San Juan Capestrano, Parcial de Bayamón. Allí, Roberto recuesta un poco su cuerpo y cruza los brazos con aire de jefe indio que se dispone a dar una orden. Su vestimenta, sus zapatos marrones brillados y su rostro no pertenecen a ese lugar, en donde todos de los que se habían despedido de él minutos antes cargaban con miradas tristes, perdidas y vacías.
Roberto irradia la altivez del hombre de empresas que solía ser, cuando hace dos años manejaba su negocio propio de exportaciones. Su trabajo le requería viajar constantemente e interactuar con personas de distintos países, en especial de Latinoamérica. Desde la Isla, exportaba e importaba papel de Venezuela, que era utilizado para hacer bolsas en una empresa a la cual él le distribuía. También mercadeaba zapatos y carbonato de calcio, entre otros productos. En la actualidad, como si se tratase de otra persona la que rige su vida, dedica sus días a ir a la playa, visitar a sus hijas o ir al parque, y sustituyó los libros de finanzas por los de automotivación.
“Me gusta estar activo, pero, por la misma condición, no puedo; no estoy haciendo nada”, dice con voz tosca y cortante, el hombre de 51 años. De este poco más de medio siglo de vida, Roberto ha tenido que lidiar por 22 años con un trastorno de bipolaridad que le ha impedido continuar con sus negocios y que desde hace dos años le ha llevado a depender económicamente del Seguro Social. Había logrado mantener a raya la enfermedad con la ayuda de medicamentos y tratamientos psiquiátricos.
“Tuve una recaída”, suelta las palabras con voz sombría. “Hace tres semanas”, añade después de una breve pausa. Como si se tratara de un proceso rutinario al cerrar un trato de negocios, Roberto cuenta con tranquilidad cómo recayó su salud, luego de bajar la dosis de sus medicamentos y mezclarlos con bebidas alcohólicas.
“Ahí fue que, dentro de la situación que yo tenía en ese momento, estaba sicótico y pensaba que la gente me quería hacer daño y todas esas cosas, y antes de que pasara, quería yo mismo liquidarme”, dice, al recordar cómo unas voces en su mente le acosaban haciéndole creer que las personas a su alrededor, entre ellos amigos y familiares, le atacarían.
Tres días antes de su intento suicida, Roberto buscaba descifrar las palabras que escuchaba de las voces en su cabeza, y para “tratar de seguir oyendo”, procuraba no encender el radio y bajar el volumen del televisor. “Y eso fue un error, porque son voces que no existen; eso es una cosa que está en el aire, que no existe”, dice mientras su mirada se mantiene fija en la pared frente a él. “Me decían cosas y, a lo último, me decían que me tenía que suicidar”, cuenta y su semblante comienza a serenarse y deja de ser tosco, pero sus ojos siguen clavados en la pared de la sala de espera.
La realidad de estar solo en el hogar que fuera de su madre, y en donde suele reunirse toda su familia los fines de semana, la desesperación y el miedo que le arropó tras escuchar voces que le incitaban a terminar con su vida, antes de que otra persona lo hiciera, lo llevaron a autoinfligirse heridas.
“Con una navaja y con un cuchillo de cocina, me corté aquí en el cuello y varias heridas en el estómago. Yo no sentí paz, era como en contra de mi voluntad que lo estaba haciendo”, asegura mientras dobla un poco el cuello de su camisa y muestra una cicatriz, de unas cuatro pulgadas, que le atraviesa la mitad del cogote.
Roberto recuerda cómo la herida, no lo suficientemente profunda, le abría su piel, y sentía cómo su vida se desvanecía y junto a ella, desaparecieron las voces en su cabeza que le incitaron a suicidarse. Durante ese silencio, asegura que un amigo, extrañado por no saber de él hacía unos días, llamó a su puerta. Roberto no contestó al llamado de inmediato, y, cuando decidió hablar, respondió con un escueto: “No puedo salir”. Ante esta respuesta, su amigo sospechó, y procuró buscar a uno de los dos hermanos de Roberto.
Lo próximo que el ex empresario recuerda es haber estado en la sala de emergencias de un hospital en Guaynabo, de donde fue transferido al Centro Médico. Una vez se recuperó de sus heridas, fue hospitalizado en el San Juan Capestrano. Al ser dado de alta, inició, inmediatamente, su tratamiento en el Parcial de Bayamón.
“La he pasado mal. Me siento… ¿cómo le digo? mal, mal en términos de que…como avergonzado de haber hecho una cosa como ésa, por una tontería, ¿me entiende? Mi familia está bien preocupada, y no solamente ahora, sino en el momento ese que me encontraron allí que yo estaba…”. Roberto guarda silencio por unos segundos, tal si quisiera analizar cada palabra antes de pronunciarla. Cuando finalmente abre sus labios, su mirada deja de estar fija en la pared de la sala, y sus pupilas marrones se dilatan detrás del lente de los espejuelos cuadrados. “Eso fue un desastre y entonces todavía están bien preocupados con la situación”, asegura el hombre que también cuenta con cinco hermanas y dos hijas de 22 y 23 años.
Durante su noveno día en el parcial, de los diez que debe de estar allí, a Roberto le sobran las ganas de salir y de tratar de volver a la rutina de ir al cine o leer algún libro, ritos apacibles que contrastan con la manera activa en la que solía estar sumergido en sus negocios. Por lo pronto, procura seguir con su tratamiento “y con la esperanza siempre de que la situación cambie”.
“Tú sabes, porque yo cojo el Seguro Social y eso, pues, a mí no me gusta. Yo no soy persona de eso, ¿entiendes? Yo tengo la esperanza de que las cosas cambien. Yo llevo ya, como te dije, desde el 1987 en esta situación, pero yo espero que cambien las cosas”, dice, retomando la pose de jefe indio.
Roberto se levanta de su silla y se arregla su ropa. Su paso, decidido y confiado, lo lleva hasta la puerta de salida del Parcial. Con su rostro siempre en alto, sale de la institución armado con una mirada resuelta, incongruente con el estereotipo que se construye de una persona depresiva que ha intentado suicidarse. Roberto no se ve triste, perdido en sus pensamientos o desaliñado. Todos sus gestos, su cuerpo erguido y lleno de orgullo y pisadas firmes gritan que él no pertenece a ese lugar.
*Los nombres de los entrevistados fueron cambiados para proteger su identidad.
*La autora es periodista y Redactora de Informción en la Oficina de Comunicaciones en el Recinto de Río Piedras de la UPR. Estas crónicas forman parte del proecto de tesis de González Nieves para su proyecto de tesis, presentado recientemente en la Escuela de Comunicación de la UPR. Diálogo publicará cada una de estas crónicas en edicción especial cada miércoles en estas sección.