“¡Cuánto duele crecer, cuán hondo es
el dolor de alzarse en puntillas y observar con temblores de angustia,
esa cosa tremenda, que es la vida del hombre!”
“La Víspera del Hombre”, René Marqués
Víctor encendía su “fillie” de marihuana, lo acercaba a su boca y, con cada inhalación sentía cómo escapaba de su realidad. Día, tarde y noche, el pasto le provocaba la nota ideal para sentirse libre del mundo que le rodeaba. Ya, a sus 15 años, Víctor tenía la libertad que le daban su madre y su abuela, con las que vivía. Una autonomía que le permitía salir de su hogar a la hora que desease y rodearse con los amigos que le ofrecían y le vendían la yerba.
Cuando los efectos del pasto ya no eran suficientes como para ignorar los gritos que su abuela le repite desde que tenía memoria, “tú no sirves, tú no vas a ser nada en la vida porque eres igual a tu padre”, comenzó a mezclar el pasto con el alcohol. La quemazón de la bebida en la garganta no le agradaba mucho, pero igual “era una esquiva más”. A sus 18 años de vida, en pleno abandono de la adolescencia, la mezcla no le bastaba para escaparse de sí mismo, así que decidió embarcarse en el viaje que le proporcionaba la heroína y el crack mezclados con la marihuana y el alcohol.
Víctor conseguía las drogas con aquéllos que se llamaban sus amigos, y le vendían, en el punto, lo que él deseara, incluyendo medicamentos controlados como el Vasotec, utilizado para bajar la presión arterial. Toda la droga que corría por sus venas le hacía sentirse fuera de sí, en una burbuja que le permitía enajenarse de su familia, de los amigos que le aconsejaban que dejara el vicio y del abandono del padre que nunca ha conocido.
Ahora, con tan sólo 22 años, la mirada asustada y tímida de Víctor se pierde entre el suelo y las paredes del Hospital San Juan Capestrano Parcial de Carolina. En ese lugar, ha logrado seguir reflexionando sobre su vida, las razones por las cuales se hundió en las drogas y el porqué su padre le abandonó cuando era un niño. De él sólo conoce que reside en alguna parte de Nueva York y algún detalle que su abuela materna le ha contado.
“Yo nunca lo pude conocer a él, era lo que me decían y lo que me decían era lo que me decía ella [su abuela materna]. Nadie me decía algo positivo de él; sólo eran cosas negativas. Puedo entender que fue porque se fue y no volvió al lado de nosotros; ahora, puedo entender que sea eso. Pero más allá de eso, mi abuela se ocupaba de hacerme sentir como si yo fuera él. Después, fue mi mamá, en cierto modo, al no atendernos como debía y también me mencionaba mucho a mi padre, como si fuera un desgraciado, como si no valiera nada, y pues, siempre se mantenían afirmando que yo era como él y yo no lo conocía”, pausa unos breves segundos y su rostro se vuelve triste: “Me chocaba mucho, y ya a cierta edad busqué la manera de esquivar eso y me alejé de mi familia”.
Antes de iniciar su tratamiento en el hospital, los días de Víctor se volvían lentos y desesperantes cuando no consumía drogas. Se enajenaba de sus hermanos, familia y estudios universitarios, los cuales abandonó, al poco tiempo de haberlos iniciado, por no poder concentrarse. Poco a poco, se refugiaba en la nota que le proporcionaban las drogas. Todo su alrededor le “apestaba”: sus amigos, su madre, su abuela y su propia vida. Entre el vaivén de cada viaje, optó por ceder su libertad y la pasión por la música y la literatura, la cual sólo podía disfrutar cuando fumaba un “fillie”. Así, se fue atando a aquello que le esclavizaba pero por instantes le hacía sentirse en paz y libre de dolor.
“Era como sacar el dolor de mi alma con otro dolor. Así yo lo sentía y mi mente se aislaba y así lo hacía. Uno se ciega y es doloroso pensarlo ahora”, reflexiona Víctor, a quien su mirada asustada y su cuerpo delgado le hacen ver como un niño frágil al que se debe proteger de sí mismo.
Víctor no sabe a ciencia cierta cuántas veces ha intentado salirse del vicio e ingresar a un programa de desintoxicación, pero recuerda con claridad cómo llegó al Hospital San Juan Capestrano, de Trujillo Alto. Estaba pasando por un proceso de “detox” en el Hospital Panamericano, en donde le administraban medicamentos y suero que le servían para limpiar su sistema de las drogas a las que es adicto. Allí, estuvo diez días, hasta que su médico le refirió al Parcial de Carolina del Hospital San Juan Capestrano, donde recibió terapias grupales de carácter ambulatorio, por espacio de cinco días.
Víctor no se sentía cómodo con las terapias. Sentía que no encajaba y que su historia no se relacionaba con la de los pacientes del Parcial Carolina.
“Entendí que ese ambiente en el que se estaban dando las charlas era más dirigido hacia gente que tenía que ver con el trabajo, y como que no era la pieza mía, porque yo no encajaba con lo que ellos hablaban. Hablé con el doctor y le dije que quería que me hospitalizaran en el Capestrano de Trujillo Alto, porque entendía que allí me iba a encontrar con personas que pasaban por lo mismo que yo”, recuerda mientras esconde sus manos en el enorme abrigo que le calienta.
Su petición fue concedida, pero el día antes de ingresar al hospital Víctor intentó suicidarse ingiriendo de 20 a 22 píldoras de Vasotec. El atentado provocó que su presión arterial bajara y que estuviera a punto de morir. Pero su madre lo encontró, en el hogar que ambos comparten, y alcanzó a llamar a una ambulancia para que le atendieran. Él sólo quería morir y escapar del vicio al que había sucumbido.
“Yo lo hice a propósito, pero no me morí. Tenía la presión casi a punto de muerte, me dijeron que estaba vivo de milagro”, relata al recordar los momentos en que estuvo en el Hospital, donde le sometieron a un lavado del estómago, y al hacerlo su mirada oscura se clava en el suelo.
A pesar de la experiencia, Víctor continuaba con sus deseos suicidas, y una vez fue dado de alta de sala de emergencias, para, inmediatamente, ingresar al Hospital San Juan de Capestrano, escondió entre su ropa 20 pastillas de Varsotec adicionales para volver a intentar suicidarse, dentro de la institución siquiátrica. No obstante, en el registro rutinario que el Hospital realiza a todos sus pacientes que serán admitidos, el personal encontró los medicamentos, lo que logró detener las intenciones de Víctor.
Pero el deseo latente de autoinfligirse daño seguía en el joven, y en la ansiedad de romper en frío y no tener las drogas a las que era adicto, logró esconder un pequeño objeto punzante en su abrigo, con el cual se cortó en repetidas ocasiones en el Hospital. Al cortarse, Víctor lograba canalizar el coraje y el dolor que le producía estar rompiendo el frío de las drogas, hasta que su doctora se percató de las heridas que él tenía en sus brazos.
“La doctora me preguntaba el porqué me cortaba y yo le decía. Ella me preguntaba y me decía: ‘¿Tiene alguna validez? Ahora mismo no has resuelto nada, estás aquí y no te vas a ir’. Y así, poco a poco, ella fue trabajando conmigo en su forma. Acho, me trató súper bien y entendí ciertas cosas por las cuales yo cometía ciertos hechos”, explica con voz baja, casi en susurros, lo que, en ocasiones hace difícil poder entenderle.
Luego de su estadía en el Hospital Capestrano, Víctor fue referido, nuevamente, a una hospitalización ambulatoria en el Parcial de Carolina, lugar en donde lleva tres días de los siete que debe permanecer. Allí, ha recibido tanto terapia grupal como individual, así como prescripciones para medicamentos que le ayudan a sobrellevar su ansiedad por las drogas. Los fármacos le son administrados por su madre, quien teme una recaída de su hijo.
“Yo la entiendo, obviamente. Está un poco desconfiada por cosas pasadas, que yo había recaído. Yo mismo se lo he pedido [a su madre], más que por mi tranquilidad, por la tranquilidad de ella”, dice reflexionando sobre sus palabras, mientras lanza un pequeño suspiro apenas perceptible, y asegura que la ha perdonado a ella por su lejanía cuando él era niño y a su abuela por los maltratos emocionales.
Con voz sutil y esquivando todo contacto a los ojos con otras personas, Víctor asegura sentirse bien, “con los pies bastante puestos en la tierra” y dispuesto a enfocarse en su rehabilitación. Cada instante de esta nueva etapa de su vida trata de hacer todo aquello que le llenaba antes de que su vida girara en torno a un vicio, como su guitarra y los libros que apila en su habitación. Ahora, se deja llevar a otro mundo por los acordes de la música “lounge” que escucha en su cuarto, mientras lee algo de Descartes o de Immanuel Kant. De éste último, le hizo volar el pensamiento, una cita que reza: “No necesariamente tenemos que pasar las cosas para aprender de ellas”.
“Llegó un momento en mi vida que yo le decía a mamá que uno viene a esta tierra a hacer feliz a otros o para uno sentirse bien. Y yo estoy haciendo eso, buscando la manera de hacerme sentir bien, claro sin hacerme daño. En estos momentos, siento motivación de alcanzar cosas que dejé atrás por estar en el uso de sustancias o por no querer pensar en la realidad. Eso es algo bien malo no querer pensar en la realidad, es como querer aislarte de todo, pero, ahora, me siento bien. Quiero ser capaz de hacerme un hombre en todo el sentido de la palabra y terminar los estudios. Pero, primordialmente, sentirme bien conmigo mismo y sintiéndome así voy a poder recuperar esas cosas que antes ni tan siquiera motivación tenía hacia ellas”, dice y sobre la mirada de niño frágil se cruza el destello de un hombre que empieza a nacer.
*Los nombres de los entrevistados fueron cambiados para proteger su identidad.
*La autora es periodista y Redactora de Informción en la Oficina de Comunicaciones en el Recinto de Río Piedras de la UPR. Estas crónicas forman parte del proecto de tesis de González Nieves para su proyecto de tesis, presentado recientemente en la Escuela de Comunicación de la UPR. Diálogo publicará cada una de estas crónicas en edicción especial cada miércoles en estas sección.
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