Los argumentos de Juan Otero-Garabís en su ensayo “Entrampada”, leído en su página de Facebook, rebasan el perímetro de la situación que piensa, sin borrar la especificidad del mismo. Las posibilidades políticas y éticas que abre este ensayo son variadas porque exponen los males y daños que recorren el espacio civil puertorriqueño. Males y daños que hoy se “atrincheran” con la ocupación policiaca de la Universidad de Puerto Rico.
El cierre, en particular, el entrampamiento, el rancho que metaforiza Juan es un síntoma de la condición policiaca del espacio político puertorriqueño. Condición de vigilancia del perímetro, de protección ciega de las normas discursivas, de cerrazón ante de los modos de decir políticos que pueden aparecer en una sociedad como la puertorriqueña. Lo policíaco de este perímetro no se encuentra en el monopolio de la violencia pública de la uniformada, ni en el desbalance de fuerzas de los contendientes sino en como los términos de la batalla garantizan que las formas de aparecer en la arena política sean siempre las mismas. Esa policía “protege” a los actores, los administra en la medida que regula-silencia las voces que lanzarían dudas o preguntas sobre la “representatividad” de los combatientes.
En la lógica gangsteril el rancho, la cañona o en la lógica de su hermano gemelo, el entrampamiento policíaco, se da por sentado cuán predecible serán las acciones del adversario. El que entrampa telegrafía, casi en cámara lenta, los movimientos de su adversario. Confía que este aparecerá allí. Quien entrampa da por ciertas, conoce la simpleza, ética y política, de las creencias de su oponente, con ellas dispone y hasta decora el escenario donde se llevará a cabo su aniquilamiento. El entrampamiento y el “martirio” del opositor sancionan la cultura de poder de turno.
La policía tiene que salir de la UPR pero hay que luchar para que este “desmantelamiento” de la UPR no se nos aparezca, otra vez, como un asunto de la política gubernamental de algún cuatrienio.
El texto de Juan es una incisión solidaria en el cuerpo de un proyecto universitario en estado crítico. Me entusiasma que su autor sepa que este asunto imanta un más allá y acá de responsabilidades compartidas. Comparto, además, su apreciación en torno a que “el interés del gobierno es perpetuar la violencia y el hostigamiento” y me siento interpelado por las múltiples preguntas que esta situación nos lanza. Como lector, el momento más franco y estremecedoramente obsceno de su ensayo, emerge allí cuando Juan, entre las preguntas que le dirige a la izquierda, al sindicalismo y al independentismo, palpa el silencio del demos puertorriqueño ante la Universidad de Puerto Rico. Su deseo, el de Juan, por cambiar el horizonte de posibilidad de la pregunta de Betances “¿Qué le pasa a los puertorriqueños que no se rebelan” deja que se escuche el silencio de una nada comunitaria ante su universidad:
“Para tratar de contestar esta pregunta, humildemente propongo otra: ¿a cuál revolución se le está pidiendo al pueblo unirse?: ¿Cuál es el proyecto político y social que se pretende? ¿qué proyecto de país se articula detrás del llamado estudiantil en contra de la cuota? ¿el de las uniones que no pudieron ponerse de acuerdo ni siquiera en los puntos de salida de una marcha? ¿el de dirigentes que atropellaron sus uniones en huelgas sumamente cuestionadas por sus matrículas? ¿el de un independentismo débil y de una retórica nacionalista deficiente? ¿o el de un socialismo fragmentado con escaso historial de luchas convincentes?” (Otero-Garabís)
Más que naturalizar o fantasear con el ethos de ese pueblo que no se levanta, quizás habría que relacionarse con la tesitura de sus no-respuestas, de sus silencios, de sus ruidos imposibles. La pregunta betanciana por el no levantamiento del pueblo puertorriqueño ante su situación colonial, puede ser enfilada también hacia el horizonte negativo donde Palés Matos preguntaba por el ethos comunitario puertorriqueño:
“¿Y Puerto Rico? Mi isla ardiente,
para ti todo ha terminado.
En el yermo de un continente,
Puerto Rico, lúgubremente,
bala como cabro estofado.” ("Preludio en boricua")
El silencio o el vacío de esos discursos como el balido contranatural, sinestético del cabro boricua en Palés, anotan el territorio ético donde palpita una potencia e impotencia nuestras. Creo en el poder y en la reverberación política de las imágenes. Siempre son heterogéneos los factores que afectan su recepción y estimulan su uso. Pero que otro intelectual puertorriqueño tenga el coraje de señalar esto (sé que se ha dicho antes, ahora y en otros circuitos) en días cuando un pueblo en el Medio Oriente se galvaniza luego de que un vendedor ambulante, humillado por una policía que lo abofetea en público, se prende en fuego frente a una agencia gubernamental; que una voz pregunte por la catástrofe imaginaria de los proyectos alternativos puertorriqueños en días cuando una plaza multitudinaria truena ante la voluntad gerontocrática de un tirano US sponsored, dice demasiado de la soledad de la UPR, de la condición de su res publica y de la intemperie crítica que ocupan las preguntas inconvenientes de un profesor.
¿De qué sirve triunfar en una huelga, en un paro o hasta en una revolución si los ganadores carecen de un proyecto intelectual y político que haga posible vivir, pensar de otro modo, de un modo que no sea siempre ese abismarse en la misma burundanga? Es más ¿para que pasarle la mano al fracaso, si este no inaugura nuevas formas de elucidar verdades, de hacer justicia? El ensayo de Juan además es consciente del efecto que ya tiene su gesto entre amigos y colegas. Dice: “hay mucho que indagar antes de condenar a quien no actúa del modo esperado. Condenar al que no piensa como uno, puede ser indicio del fracaso del propio discurso y de la propia acción.” Añado que no sólo es indicio, es la certificación misma de la derrota de esos discursos. Es, además (me temo), algo peor, es la remesa política con la que estos sectores aceitan hoy la maquinaria del poder en Puerto Rico.
¿Por qué los “enemigos”, los miembros del partido de oposición no se han movilizado ante la penuria de estos días: la descomposición del orden populista que fundaron? ¿Por qué no “toman” la palabra, por qué de alguna manera se presentan multitudinariamente en la UPR y le dañan el paseo a la policía? ¿Por qué, los vela güiras de cualquier pelambre, ni tan siquiera han querido aprovechar la ocasión para sacarle millaje político a esta situación? ¿Dónde están los enemigos del gobernador, aún esos que dentro su propio partido, añoran desplazarlo? ¿Dónde está esa cristiandad nuestra que tanto poder maneja? ¿Por qué esta situación no se les manifiesta como una oportunidad política para públicamente poner en entredicho esta gobernabilidad? Me temo que el espectáculo de la fuerza de choque vociferando y golpeando estudiantes encuentra aplausos y motivos de jodedera entre la mayoría. Rubén Ríos Ávila ha escrito con lucidez sobre de donde viene el malestar, también podríamos asomarnos al carácter compulsorio del goce y sus continuas administraciones. Con el mandato del goce coincide el silencio que emana de una fantasía destrozada en la UPR.
No solamente suman más lo que están de acuerdo con la intervención policíaca, también se amparan en un ethos nacional apuntalado por quienes lo padecen. Contrario a los estereotipos de los bien pensantes, estos trucutús manejan argumentos y lógicas avaladas por una comunidad que decide. (Siempre podemos polemizar con sus criterios o preguntar si existe tal criterio.) El silencio que rodea la fantasía populista rota es también signo del conservadurismo, de la moronización rampante y hasta del carácter reaccionario del demos boricua. Sus argumentos (pues como se sabe la afasia dice) necesitan ser enfrentados con razonamientos, estéticas, palabras que disientan de las certidumbres y dogmas de esa comunidad. Las consignas, las ritualizaciones del sacrificio o de la superioridad moral o física de algún bando siempre cristalizan lo mismo. Cabe, además, la posibilidad de que haya triunfado la peor de las alternativas o ¿es que necesitamos ir preparando ya las futuras conmemoraciones y vigilias ante los mártires de la UPR? Tanto la retórica patriótica, los refritos de la cultura izquierdista de los años 70’s y 80’s como el espectáculo banal de algún “darse a la comunidad” son parte de esta lógica de sujeción, de moralización cuasi-eclesiástica. No son actos de libertad, ni de transformación. Los movimientos históricos que han triunfado exponiendo sus cuerpos a los abusos y macanazos policíacos sumaban cuerpos, no mermaban el número de sus miembros según pasaban los días. Igual hay situaciones que piden otras respuestas.
En el claustro
No pueden defender hoy la Universidad con efectividad los que en el pasado la despreciaron con su silencio. Poco pueden ayudar los que se echan al lado cuando pide la palabra la cultureta anti-intelectual que la mediocrizó en el aula y en las oficinas administrativas. Digamos, por ahora, que carecen de legitimidad y de imaginación política. Sus reclamos, por ejemplo, anti-autoritaritarios son un chiste de mal gusto. De igual manera, aquellos que han adorado la UPR como a otro miembro de su familia o como si siguiera siendo casa de trascendencias y rituales inmortales, los que de verdad han trabajado con y por ella, poco podrán hacer por ella mientras sigan sosteniendo una concepción panegírica de la misma. Como si la crisis reciente le otorgara a dicha concepción una renovada efectividad que nunca tuvo.
Hoy llegan a darle el tiro de gracia a la UPR y parece que “lo universitario”, que la vigencia incuestionable de este o aquel departamento, de este o aquel programa de repente han sido emboscados con todo su vigor soterrado, palpitantes todavía en la eternidad incomprendida y olvidada de sus logros. Vienen a finiquitar un cuerpo institucional agonizante que, sin embargo, parece, entre la verba de algunos de sus defensores, hasta entusiasta, saludable y en plenos poderes. ¿Cree alguien que el elogio de esta “enorme familia nuestra” o la alabanza de pasadas glorias y visitantes premiados es hoy, ante estos burócratas y sus policías, una estrategia, o lo que es más importante, una apuesta política que de alguna manera haga posible una mejor Universidad cuando se retiren los guardias?
Las genuflexiones morales, el golpe de pecho, la indignación sacrosanta, el petardismo binario, la paranoia más predecible pero también el ay bendito ecuménico se ponen en fila para rasgarse las vestiduras. Se habla de la nefasta “brecha” que existe entre la realidad del profesorado y la administración de la UPR. Pero apenas se menciona, quizás por la urgencia de la lucha y la brutalidad de los ataques, que esa franja que se abre entre los talentos de la UPR y la estupidez de algunos de sus administradores no es asunto de reciente cuño. Que a lo mejor ya no hay tal brecha, ni existió en el momento en que a “ambos lados” de la raja se obró de la misma manera. La estupidez no es un atributo exclusivo de los no-docentes o los administradores, pues no es un asunto de escolaridad. Siempre aparecen egresados de la UPR en posiciones claves para malograrla. ¿Necesitamos contemplar macanazos para empezar a hablar de “lo que está en juego”? No lidiar con la historia de esa brecha y de su temible efectividad, ni considerar cómo ha sido ensanchada también por la (in)cultura política, la desidia, la chapucería y las alianzas coyunturales de demasiados académicos, más allá o acá de sus talentos y de su obra, es perpetuar un modelo (fracasado) de Universidad que ya no existe ni puede enfrentar la naturaleza de lo que hoy la interviene.
El profesorado tendrá, de algún modo, que responsabilizarse de sus límites, acuerdos y sus “qué se le va a hacer, eso es lo que hay” cuando desee imaginar otra Universidad. ¿Cuántos pueden enumerar las múltiples “posiciones” de esos profesores que viven como una caída o una suerte de “defección” el hecho de ser profesores, que preferirían ser performers, guerrilleros, próceres, payasos, cineastas, cantantes, curas o misioneros a tiempo completo? ¿Cuántos centros de investigación existen donde no se investiga ni se publica? La chapucería y el aborrecimiento con los que enfrentaban sus labores, como la puesta en práctica de medidas represivas o de exclusión ante los desempeños de otros colegas porque sus preocupaciones intelectuales no coincidían con la Universidad “de la que somos parte”, inscriben un desmantelamiento histórico de larga duración. ¿Cuántas plazas se le otorgaron a amigos, o a casi-profesores (Tío Nobel dixit) por razones que nada tienen que ver con el rigor, la productividad o la seriedad? ¿Cuántos dejaron de leer, de conversar con sus estudiantes? ¿Cuántos y cómo le cerraron el paso a los que tenían ganas de hacer otra cosa? ¿Cuántos escudan su ineptitud o su estreñimiento detrás de la “libertad de cátedra” o del reglamento?
Responsabilizarse es responder éticamente ante un daño recibido o hecho, no moralizar el espacio y el tono de la discusión para que refulja allí mi “agudeza”. Quienes deseen lidiar con una reconfiguración efectiva de la Universidad de Puerto Rico (en efecto, de cualquier universidad contemporánea) necesitan ponderar los efectos, pero sobre todo la reproducción de una lógica institucional que vacía proyectos, desactiva esperanzas y obstruye los relevos, la discusión de ideas y la potencialidad de lo que pueden hacer y decir otros cuerpos. Esta lógica es una continuidad histórica y no sufre alteraciones con el péndulo electoral.
Ponderar esta situación es mirarle la cara a la poderosa cultura anti-intelectual que hegemoniza los modos de la conversación en Puerto Rico. La fuerza y extensión de las prácticas anti-intelectuales no son un fenómeno exclusivo de Puerto Rico ni de la que se presenta siempre como su mejor Universidad. Las razones para el crecimiento y vitalidad de las prácticas anti-intelectuales se encuentran en variadas disciplinas, discursos y espacios. Se trata de un orden discursivo que amelcocha, ningunea o acosa cualquier complejidad, que hace fetiche de cualquier identidad y que en la UPR ha sido sostenido por varias décadas en “ambos lados” de la “brecha”. Pensar esta cultura es un acto político dirigido a transformar la naturaleza del saber, el poder y la violencia en el mundo contemporáneo. No deja de perturbar (ya que no sorprende) que las universidades sigan prestándose como espacios privilegiados, como campos de tiro donde paradójicamente hace cátedra, donde practica esta cultura. Allí donde la especificidad intelectual de un discurso académico esté siempre vistiéndose con los ropajes de otros menesteres o fantasías, o dejándose canibalizar por protocolos o templates, ya sea del mercado o del activismo político rancio, el desalojo de sus saberes es un evento irremediable.
Ante “los ajustes” de la horda privatizadora, los trucutús productivistas con la boca llena de vocablos como “eficiencia”, “excelencia”, “calidad”, “productividad”, habría que ponerse a discutir cómo esos términos “pasaron” a ser caballos de batalla de la “administración”, de qué manera se los manejaba (si se los manejaba) antes, y cómo o cuándo se los maneja ahora. Pensar en esto no es meramente “hacerse la autocrítica” o alinear culpables (demasiados religiosos hay ya), sino identificar la condición del discurso intelectual que circula por la UPR y sus relaciones con la cultura del poder en la isla. ¿De qué manera las intervenciones críticas, en su diversidad, han sido regimentadas, vaciadas y neutralizadas en la misma Universidad? La anhelada corporatización de los modos de evaluar el quehacer académico encontrará en la UPR un terrenito desyerbado, si quieren, heredará un quiosco maltrecho pero todavía de pie, en ese vacío que el ninguneo y el desprecio por la complejidad intelectual han despejado. Esta situación es verificable en variadas instancias que van desde la ocupación de los espacios deliberativos de la facultad, la inexistencia o incoherencia en la aplicación de criterios reales y equitativos para la evaluación del trabajo académico, hasta la no-preparación diaria de algún curso introductorio.
La supeditación de la especificidad de los reclamos políticos de los universitarios bajo protocolos estatales, jurídicos o sindicales explica, en parte, sólo en parte, la desarticulación de esos proyectos que redefinirían las posibilidades de futuro y las polémicas productivas que crean una Universidad. De igual modo me parece un error grave no calibrar los efectos del acomodo político-partidista o la protección, entre la pena y la condescendencia, de la sambumbia patriotera o la mediocridad criolla que siempre obtiene su permanencia. La falta de sofisticación intelectual de colegas y administradores para apreciar la especificidad del trabajo docente en tantas facultades o programas, el cierre temático e intelectual de “nuevas plazas” o el desaliento a la productividad de su cuerpo docente es un fracaso histórico de la UPR, no el resultado de alguna ordenanza.
Es muy difícil imaginar otra UPR sin mirar a la cara a esta culturita política, nombrarla, atravesarla y enfrentar su dominio.
*El autor es director del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Maryland, en College Park. Fue profesor del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, es escritor y autor de numerosos libros de poesía y crítica literaria.