Impotentes, los sudafricanos más pobres han declarada la guerra a los únicos que son más vulnerables que ellos.
La xenofobia se cocina en algunas de las zonas más humildes de Sudáfrica
Abel vacila sin simpatía, aunque se le escapa alguna migaja de amabilidad. “Hoy llevo ganadas todas las partidas” lanza, sin dejar de mirar su mano repleta de tréboles y corazones. Es lo único que gana últimamente, las timbas de cartas. Ni salario, ni esperanzas para un futuro distinto. Sentado en un banco, en el camino más despejado del barrio, le rodean, a él y sus contrincantes, un mar de uralitas desordenadas. Setswetla es una de las zonas más degradadas dentro de Alexandra, el distrito más superpoblado de Johannesburgo -casi medio millón de personas viven en 8 Km2, representando los alexandrinos casi un 10% de la población de Johannesburgo-.
El riachuelo sucio y que pasa no lejos de los pies de Abel empieza en algún punto cerca del cementerio. La casa de los difuntos es la frontera “natural” de esta barriada en pendiente cuyas aguas fecales descienden siguiendo los meandros empinados de los pasillos laberínticos que dejan las chabolas.
Ocho meses después de la Copa del Mundo de fútbol, la amenaza de una nueva ola de violencia xenófoba se ha podido amortiguar. El fantasma del brote de ataques a inmigrantes de otros paises africanos, que en mayo de 2008 dejó 62 muertos y miles de desplazados, renació finalizado el Mundial. Durante semanas, desde algunos sectores resurgieron las intimidaciones. “Cuando acabe el torneo”, rezaban las coacciones, “volveremos a por ellos”. Y los primeros asaltos no se hicieron esperar, llegaron la misma noche de la final. Pero esta vez la policía reaccionó con celeridad y se desplegó el ejército en los puntos más candentes. Aún así, aún después de haber evitado una sangría como la de 2008, el sentimiento xenófobo se sigue bombeando en las barriadas más humildes del país, lugares donde, desde hace años, se cocina esa aversión al forastero.
“Trabajan por menos porque están desesperados” dice Abel, “aceptan precios que nosotros, los locales, no podemos admitir. Y por eso nos quedamos sin empleo”. Se refiere a los extranjeros, a los kwere kwere, como les llaman despectivamente algunos sudafricanos, un término que afecta a los inmigrantes más pobres, los que habitan con Abel y sus vecinos en los “townships”, y las víctimas de las hostilidades. Son somalíes que regentan colmados, mozambiqueños que mantienen barberías o zimbabuenses que trabajan reparando coches.
Mientras Abel explica los problemas que causan los kwere kwere, un pequeño grupo de curiosos escucha su discurso: “Además vienen sin papeles. Si cometen crímenes ¿cómo les vamos a encontrar? Nadie tiene sus huellas dactilares”. Josafat, en el círculo de discretos fisgones, guarda silencio. Es zimbabuense. Un vecino le susurra que no le quieren aquí. Que debería irse.
Alexandra no es solo uno de los núcleos más abandonados de Johannesburgo –electricidad peligrosamente pirateada, falta de agua corriente, escasez de baños- y en el que la pobreza y el crimen son tan presentes como el desempleo generalizado y la supervivencia basada en el economía informal, sino que también es el punto donde, en 2008, brotó la chispa xenófoba que rápidamente se expandiría a nivel nacional.
Fue en la zona de Beirut, feudo zulú presidido por la estructura decadente de la antigua residencia de trabajadores “Madala” , hoy albergue de parados. Tres reuniones presuntamente vinculadas a la posterior violencia tuvieron lugar en su interior. Sus inquilinos duermen a dos por cama, en las 570 habitaciones cuádruples o séxtuplas del complejo que, con sus cinco pisos, se levanta como vigía de las barracas. Dirigentes del partido Inkhata (IFP) –eminentemente zulú- son también los representantes del “Madala”. El secretario del comité de residentes, Mzamo Ngqulunga, es miembro del IFP, y a Buthelezi, el presidente del partido en el albergue no le gustan las visitas. “Trabajamos por la integración, convencemos a nuestros miembros que respeten a los extranjeros”, asegura Mzamo, defendiéndose de las acusaciones que, en el barrio, señalan al Madala como el motor generador del odio.
En el centro de Alexandra, el joven Ramindo espera clientes dentro de su lona de plástico. Corta el pelo, arregla zapatos, es mozambiqueño. Volvió al trabajo después de aguardar en casa varios días a ver qué traía esta vez la tormenta. Vio cómo algunos de sus compatriotas hacían las maletas y se iban antes que sonara el último silbido del Mundial –centenares de inmigrantes en todo el país hicieron lo mismo- y tras él, supo de los ataques en el barrio de Kya Sand, en el norte de Johannesburgo, y de los de Ciudad del Cabo. Pero ahora, tras ver que los incidentes no fueron a más, ha vuelto a la labor. Él no vio, en 2008, cómo los vecinos quemaban y robaban chabolas, cómo expulsaban, machete en mano, a centenares de seres humanos, dejando muertos en la tarea. Aún no había llegado. Pero sí lo vivió en sus propias carnes su tío David. Fueron rostros conocidos los que, de una día para otro, se sumaron al arrebato. “Ésta vez es diferente, es más calmado”, asegura David, “aunque el sentimiento perdura y nunca se sabe cuando puede volver a estallar”. Ramindo tiene amigos sudafricanos. Pero no zulúes, asegura.
Norberta, en Setswetla, tiene una reja de seguridad en su chabola. Ella también tuvo que huir en 2008. Y dice que entre sus amigos sudafricanos no hay tampoco ningún zulú. Pero su relato desvela que fueron algunos vecinos sudafricanos los que la ayudaron a escapar y los que protegieron su zona de la invasión xenófoba.
Al borde del rio Jukskei, vertedero en su orilla de Setswetla, otro grupo de residentes juegan en un tablero gigante de piedra al moruba, un pasatiempo tradicional africano. La tasa de desempleo afecta a un cuarto de los trabajadores en Sudáfrica y la imperante y creciente laguna entre pobres y ricos en el país – el índice de Gini, el coeficiente usado para medir los desequilibrios económicos y sociales, marca un altísimo 0,72 sobre 1- la sitúa como una de las sociedades más desiguales del mundo.
El flamante nuevo tren de alta velocidad, el Gautrain, pasa cada pocos minutos al borde de Alexandra, sin parar, mientras, al otro lado, se levanta imponente la silueta de los rascacielos de Sandton, el centro económico del país. Los dos polos del país se tocan, aún tan distantes. Impotentes, los sudafricanos más pobres han declarada la guerra a los únicos que son más vulnerables que ellos.
Fuente periodismohumano.com/migracion/sudafrica-codazos-de-una-economia-coja.html