“He sido un testigo, y estas fotos son mi testimonio. Los eventos que he documentado no deben ser olvidados y no deben ser repetidos”, James Nachtwey, fotógrafo
Guayama, Barrio Puente de Jobos, 1989. El riego que suple agua a una vasta región de la costa sur de Puerto Rico parece una enorme cicatriz líquida. Su marca va por en medio de todas las fincas y los caminos sin reparar en límites de propiedad o de comunidades. Por eso en Jobos hay un puente de cemento y brea que le pasa por encima al riego y une el resto del barrio con su final.
Allí nos reuníamos a veces. Durante toda la niñez se arriesgaron vidas y se consumió energía en nombre del mejor salto a los escasos cinco pies de profundidad del riego. Eso cuando tenía mucha agua. Ninguno de nosotros murió, mas sin embargo después de muchos años de pescar camarones y caracoles la abundancia no parió más y no pudimos cocinar más animales con sabor a tierra.
José, Ibis y Severo pasaban de un lado a otro por debajo de aquella mole de cemento. Nos moríamos de susto cada vez que lo intentaban porque jurábamos que seríamos testigos de un ahogamiento. Pero las cabelleras salían finalmente a la superficie del otro lado donde las veíamos repeler el agua y vaciarse como esponjas impermeabilizadas por el efecto de la gravedad.
Las pieles de aquellos nadadores demenciales también se llenaron de cicatrices, pero no por los saltos en el agua, sino por los saltos en la heroína, líquido que llevó a los tres a otra acrobacia en la que también se entraba y salía de un sitio. En ese tiempo las cicatrices de las experiencias en la cárcel también se llevaban como trofeos del salto más alto. Siempre pensé que esos sitios eran para los varones, el lugar donde se hacían hombres, de donde salían, si salían, más fuertes.
Pero antes de que eso ocurriera el riego dejó de traer agua. Su cauce se llenó de pasto y mudamos el lugar de juego. El puente también se llenó de pasto pero del que se vende, porque allí los “más grandes” del barrio establecieron un punto en el que se vendía yerba, coca y heroína.
Al principio mirábamos recelosos la pasividad con la que los muchachos mayores aceptaban estar quietos tanto tiempo en un solo sitio, sentados, esperando algo. Para nosotros era inconcebible verlos allí cuando primero los habíamos visto corriendo los caballos más briosos o pastoreando vacas y toros a pesar del peligro que inspiraban aquellos poderosos animales.
Pero así se quedaban, quietecitos hasta que llegaba gente en carro que bajaba la ventana, pedía algo y se iba. Antes del punto casi nadie subía hasta aquel rincón por lo que conocíamos cada carro que pasaba por el camino. De pronto había que salirse más a menudo del medio de la calle.
Nos fuimos acostumbrando y al revés de lo que se supone que pasara, comenzamos a ver una nueva valentía, desconocida para nosotros, en los grandes. La desfachatez con la que les pasaba por encima el qué dirán de todos nuestros padres, las entradas y salidas del vicio, el entra y sale que tenían por las cárceles juveniles o de adultos, las escapadas que se daban de esas mismas cárceles, todo aquello fue creando mitos. Tirar droga era mucho más interesante que correr caballos o enfrentarse a los toros. De pronto todas aquellas aventuras parecían pequeñas frente al conocimiento “del mundo real” que trajo consigo ser un vendedor del punto.
Todo el mundo les tenía miedo excepto nosotros. Fueron pocos los padres que pudieron hacer algo con el cambio que llegó al Puente. A pesar de los peligros que evidentemente implicaba el bajo mundo, los más jóvenes vivíamos pendientes a la próxima proeza de aquellos valientes.
Sabemos de sobra lo que ocurre después de un tiempo en el vicio de la heroína. Los semáforos de la Isla están llenos de gente que acudió a ese llamado. Sobre los tecatos en la luz, corren ríos de palabras. De lo que no se habla es de la fuerza que ejerce en miles de jóvenes la posibilidad del viaje narcótico. No se habla de que la pasión por la aventura tiene, en el Puerto Rico de hoy, bien pocos lugares en los que encarnarse.
El punto hacía su agosto con nuestra imaginación. Dio ideas. Las drogas y la delincuencia se fueron filtrando en las mentes como una sombra. Trabajar de sol a sol en la tierra, como los padres, no era tan atractivo, comoquiera no había trabajo porque la industria de la caña se fue al piso. De modo que mientras la economía se deformaba para no volverse a formar jamás, los vendedores del punto retaban a los guardias, a las madres preocupadas, a la muerte.
Severo fue el primero en hacer lo mismo.
La madre y el abuelo de Severo habían probado toda la vida la estrategia de los puños para contrarrestar la maldad del hijo. Para corregirlo se le pegaba, para enseñarle de sexo se enmudecían conversaciones, para alejarlo de las drogas, se le daban burrunazos cada vez que traía malas notas a la casa. Esto no es ficción. Mucha gente joven vive esta educación, esta mala educación. Yo no recuerdo ser más inteligente que él, pero llegué a estudiar en la Universidad de Puerto Rico, institución para la que ahora escribo estas líneas. ¿Por qué? Quizás porque me sentaron a hablarme de las drogas. Quizás porque tuve el privilegio de encerrarme a estudiar que es también, ahora lo entiendo, el privilegio de vivir.
Severo está diez pies bajo tierra. Lo mataron mientras asaltaba una ferretería en Bayamón. Su belleza no existe ni sus labios tampoco. No pretendo dar cuenta de una vida que no es la mía pero la verdad es que las razones de la criminalidad, que se llevó consigo la voluntad de aquel hermoso adolescente, están encerradas en las mismas oraciones prejuiciosas de siempre que silencian la complejidad real de esa maquinaria quita vidas. Hay que darle nuevas palabras a este asunto.
Demasiada gente talentosa está llegando a la orilla de la muerte.
Ibis y José tomaron de las otras ideas que trajo el punto. Mientras yo leía a Platón y a Aristóteles en mi primer año de Universidad, ambos hermanos se debatían entre la vida y la adicción en una casa que no era la suya. Entrar y salir de la heroína, un rito de pasaje para muchos varones de la Isla que sepulta a la gente viva.
Los códigos de cómo se llega a ser hombre cambiaron precisamente después de la llegada del punto. Se empezó a usar droga por montones. Algunos de los vendedores del punto probaban aquel suculento manjar y quedaban sometidos a su placer desconocido. Cuando el usuario regresaba de alguno de sus viajes, lo hacía con un aire de haber cruzado el océano Atlántico por encima de monstruos salvajes y asesinos pavoneando aquellas victorias mudas con los demás. El usuario ya no era de allí, se había ido para otro sitio más allá del tedio de ser joven en aquel lugar.
La cultura fue cediendo ante otra cosa que todavía pienso que los padres de aquella generación nunca entendieron. Sencillamente sus hijos ya no respondían a eso de que la letra entra con sangre, no estudiaban y comenzaron a retar el entendido de que se le pegaba porque era lo mejor para ellos. Los padres tampoco los forzaron demasiado a terminar la escuela, en parte porque la comodidad de los cupones crea una inercia física y mental con la que es imposible soñar.
Entrar y salir del vicio o de la cárcel era (y es) otra forma de bregar con la violencia vivida. Las humillaciones de un niño al que se le ignora cuando quiere ser curioso o se le pega cuando no obedece, se encarnan en el cuerpo de un joven que hace tiempo debió haberse defendido de tanta ignorancia. Porque la gente joven quiere saber, quiere vivir. Toda la energía de años contenida en pulsiones sin palabras, atrapadas en venas llenas de sangre y vida que ni la escuela ni la casa podían consolar, se derramaban felices en las oportunidades que brindaba la criminalidad. Se pasaba de un maltrato a otro.
Cuando se salía por fin del vicio, como lo hicieron Ibis y José, se había superado la Meca. Regresaban de ese viaje queriendo no volver, listos para ser padres, para ser adultos y trabajar en lo que hubiese. Se procuraba alejarse de aquella atrocidad para forjar la vida de siempre que les esperaba en el barrio, un lugar que provoca tanta hazaña en la juventud y tanta pasividad en la adultez.
Los hermanos Vega son hoy padres de dos hermosas niñas. El rito de pasaje quedó consumado.