Cuando yo tenía ocho años ya era astuta. Ya sabía, a esas alturas, que durante la hora del recreo, para evitar que mis compañeros de clase bromearan sobre mi pelo y mi color, debía meterme al baño y allí merendar, escribir, hablar con mi amigo imaginario, reír, practicar las poesías que me enseñaban en clase, repasar el examen de ciencias y echarme el inhalador albuterol contra los ataques de asma. Aprendí a ver mi mundo metida en el baño del Colegio San Vicente Ferrer; pasé muchos años haciendo de aquel lugar mi guarida.
También sabía que, una vez sentada en clase, si a la maestra le daba con mencionar la palabra “África”, yo debía disimular estoicismo y asumir actitud de no me importa, para de ese modo obviar la siempre esperada reacción de Eliseo o José Manuel, o de cualquier otro que se unía en el acoso evitando ser él o ella misma el punto. No faltaba el grito jocoso que proclamaba, ¡Yolanda, africana!, mientras la maestra regañaba el alboroto e intentaba implementar políticas de bullying que aun no habían sido inventadas para 1978 (callados niños, respeten al prójimo, papá dios castiga sin vara y sin fuete).
Todas las noches rezaba en lenguaje católico para que las vírgenes patronas de todos los países y los santos mártires de todos los inventados concilios, cónclaves y demás hierbas apostólicas romanas resolvieran mi predicamento. Aquel que por equivocación y voluntad del mismísimo dios, se me había adherido al cuerpo al nacer: mi negrura. Todas las noches rogaba por amanecer blanca al otro día. Todas las veces fallaba el pedido y se ponía de manifiesto el embuste de que “aquel que pide con fe todo se le concede”. Todas las mañanas volvía a ser negra.
Nunca me sentí en papel, siempre viví ajustándome, superando algo, resiliente. Demostrando, histriónicamente, que no me afectaba cuando los chicos se mofaban de los alambres de púas en mi cabeza, o cuando alegaban que yo era Medusa y que alguno se había cortado la mano ensangrentada con kétchup de solo tocarme el pelo. Luego venía el lio de sacarme el kétchup del cabello, o alguna goma de mascar experimental que el más valiente había colocado. No saber manejar mis rizos o mi afro recrecido, luego convertido en una masa lacia y maleable después de la imposición de ardorosos químicos, no resolvió el asunto, sino que lo empeoró.
Abuelita, para calmarme, me contaba que yo había nacido blanca y rubia, y que en un descuido de su parte, mientras intentaba hacerme dormir en su regazo, yo me había resbalado para ir a caer en una tacita de café. Era una historia bonita, que me confortaba, pero que no cuadraba con mi realidad una vez me ponía manos a la obra para ir a conquistar al hombre blanco y rubio, que por decreto divino, me correspondía en aras de mejorar la raza. Con ese objetivo en mente, my own Quest for Camelot, la emprendí intentando la colonización del corazón del hombre blanco (fueron siete a lo largo de mi vida), y a explicarle a los padres de éste, por qué yo lo merecía y ellos a mí.
Treinta años más tarde aun siento que esta fábula slash paupérrima mentira piadosa, determinó mi vida y lo que soy hoy. Quizás por eso al sentarme a escribir no me siento todo lo negra que debería, o todo lo blanca que debería, o todo lo mujer que debería, o todo lo humana que debería. Algo falta, me percibo de otro planeta. Es quizás gracias, o por desgracia a esa impronta, que hoy me siento orgullosa de mis raíces, pero traicionada, orgullosa de mis ancestros, pero abandonada, orgullosa de haber descubierto ser descendiente de cimarrones, luchadores, reformadores pero triste.
Desubicada, sin cuajar del todo. Sin raza.
La autora es novelista, cuentista y ensayista.