Por: José Graziano da Silva
En el último medio siglo, los estilos de vida cambiaron radicalmente. La esperanza de vida aumentó casi por doquier, pero vino acompañada de un incremento de las llamadas enfermedades no transmisibles (ENT) –como las cardiovasculares, las respiratorias, el cáncer o la diabetes– que cada vez provocan más muertes en todo el mundo.
Mi distinguida colega, Margaret Chan, directora general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), ha calificado el incremento mundial de las ENT como “una catástrofe a cámara lenta”.
Si estas enfermedades fueron consideradas en su día el azote de los países desarrollados, hoy esto ha dejado de ser cierto. Ahora afectan de manera desproporcionada a los países de bajos y medianos ingresos, donde se producen casi tres cuartas partes de las muertes relacionadas con estas enfermedades: 28 millones al año.
Gran parte del aumento de las ENT se puede atribuir a las dietas poco saludables. La OMS estima que 2.7 millones de muertes al año obedecen a dietas bajas en frutas y hortalizas.
A nivel mundial se estima que las dietas no saludables provocan aproximadamente 19% de los cánceres gastrointestinales, 31% de las enfermedades isquémicas del corazón y 11% de los accidentes cerebrovasculares, haciendo de las ENT relacionadas con la dieta una de las principales causas evitables de mortalidad en todo el mundo.
En otras palabras, nuestra dieta determina nuestra salud.
Y así como la mala alimentación puede causar enfermedades, las dietas saludables pueden contribuir a una buena salud.
Pero, ¿en qué consiste exactamente una dieta saludable? Se trata de una pregunta difícil. En general, una dieta saludable debe proporcionar los nutrientes adecuados en cantidades adecuadas y con suficiente variedad, limitando la ingesta de azúcares libres a menos de 10% de las necesidades energéticas totales, y manteniendo la ingesta de sal por debajo de cinco gramos al día.
Sin embargo, no existe una única dieta saludable. Una dieta saludable debe ser asequible, debe basarse en alimentos disponibles a nivel local, y debe satisfacer las preferencias culturales.
Durante más de 20 años la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) ha trabajado –junto a la OMS– con los gobiernos, estableciendo directrices dietéticas nacionales y proveyendo consejos breves y con base científica sobre alimentación saludable, en consonancia con los valores, costumbres y tradiciones locales.
Las comidas saludables no siempre saben igual o tienen el mismo aspecto. Tomemos, por ejemplo, las dietas mediterránea y japonesa: son muy saludables y completamente diferentes.
La dieta mediterránea hace hincapié en alimentos vegetales no elaborados, como frutas y hortalizas, además del consumo de legumbres, frutos secos, cereales y otras semillas. El aceite de oliva es la principal fuente de grasa, y se trata de grasa no saturada. Otros componentes de la dieta mediterránea son el pescado y el consumo moderado de productos lácteos, sobre todo queso y yogur.
Por su parte, la cocina japonesa se suele asociar al sushi (pescado crudo con arroz) y al sashimi (marisco crudo fresco). La dieta japonesa se basa, al menos, en siete ingredientes: pescado como fuente principal de proteínas; hortalizas como el rábano japonés y las algas marinas; arroz; soja (tofu, miso, salsa de soja), fideos, frutas, y té, preferiblemente verde.
Las dietas japonesa y mediterránea son ejemplos de dietas saludables: emplean una amplia variedad de ingredientes, son ricas en alimentos vegetales como hortalizas, frutas, legumbres y fibras, no incluyen mucha carne roja, y utilizan muchas hierbas y especias naturales para sazonar los alimentos en lugar de sal.
Ambas dietas además están vinculadas a los pueblos y a las culturas. Por ello, no es ninguna sorpresa que las dos hayan sido incluidas en la Lista Mundial del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, La Ciencia y la Cultura).
Los beneficios para la salud de las dietas japonesa y mediterránea son prometedores. Los japoneses disfrutan de una de las esperanzas de vida más longevas del mundo: 87 años para las mujeres y 80 años para los hombres. En los países mediterráneos, como Italia y España, las mujeres tienen una esperanza de vida de 85 años. En el caso de los hombres italianos se cifra en los 80 años, lo mismo que los varones japoneses.
Todos están por encima de la media de los países de altos ingresos: 82 años para las mujeres y 76 para los hombres.
La investigación médica también indica que la dieta japonesa conlleva la menor prevalencia de obesidad en el mundo, y otras enfermedades crónicas como osteoporosis, enfermedades del corazón y algunos tipos de cáncer.
Por otro lado, se sabe que si se sigue la dieta mediterránea durante unos años, se reduce el riesgo de desarrollar enfermedades del corazón, cáncer, hipertensión, diabetes de tipo 2, y las enfermedades de Parkinson y Alzheimer.
En definitiva, adoptar una dieta saludable no solo ayuda a vivir más tiempo, sino que también permite disfrutar de una mejor calidad de vida. Por el contrario, una dieta inadecuada provoca malnutrición y puede exponer a diversas enfermedades no transmisibles.
Una paradoja moderna es que muchos países –incluyendo aquellos en desarrollo– sufren por una parte de subalimentación y, por otra, de obesidad y de enfermedades no transmisibles.
Y aunque la principal preocupación de la FAO es erradicar el hambre en el mundo, no podemos separar la seguridad alimentaria de la nutrición. La FAO –junto con otros organismos de las Naciones Unidas– considera la seguridad alimentaria y nutricional como un derecho humano básico.
En todo caso, el coste de la malnutrición va más allá de la salud del individuo: afecta a la sociedad en su conjunto en términos de gasto sanitario público y pérdida de productividad y, por tanto, es un asunto que debe abordarse mediante una acción pública y coordinada.
La Segunda Conferencia Internacional sobre Nutrición (CIN2), celebrada en noviembre del año pasado y organizada conjuntamente por la FAO y la OMS, lanzó un mensaje claro en este sentido.
Los dos documentos finales de la CIN2 –la Declaración de Roma sobre la Nutrición y el Marco de Acción– comprometen a los líderes mundiales a formular políticas nacionales encaminadas a erradicar la malnutrición y a lograr que haya dietas nutritivas al alcance de toda la población.
Un mensaje clave de la CIN2 es que los gobiernos tienen un papel fundamental que desempeñar en la creación de un entorno alimentario saludable que permita a las personas adoptar hábitos alimentarios sanos.
Sí, son los consumidores los que deciden qué comer, pero es responsabilidad del gobierno habilitar un entorno propicio que fomente y posibilite opciones saludables.