La mitología griega es una fuente inagotable y maravillosa de textos inmortales que, bien adaptados, se prestan para obras teatrales geniales y llenas de poesía, alto contenido psicológico y una impresionante carga simbólica. El 47mo festival de Teatro Internacional del Instituto de Cultura Puertorriqueña abre esta edición con Eurídice: la reinvención del mito griego sobre Orfeo, tratando de rescatar a su difunta esposa del inframundo.
El problema básico es que así como Orfeo falla en el intento, la escritora Sarah Ruhl no logra rescatar tampoco la historia original, generando en cambio un híbrido entre el mito clásico de Orfeo, el de Electra, Alicia en el País de las Maravillas y un melodrama genérico. La pieza entonces se vuelve una galería carnavalesca de situaciones absurdas sin ninguna carga semiótica.
Las cosas pasan arbitrariamente porque a la escritora le provocó, por ejemplo, hacer que Orfeo intentara encontrar a Eurídice llamando al 411 por teléfono. En algún momento pregunta por qué hace falta el apellido para encontrarla, pero no para hacer algún tipo de discurso a favor o en contra de la formalidad típica de la sociedad, que nos amarra ineludiblemente a nuestro parentesco filial, sino que esto se dice “porque sí”.
De alguna manera, así como el Señor del Inframundo es representado como un niño caprichoso que pone reglas porque a él le da la gana, Ruhl, señora del mundo de su creación, decide que entre nuestro mundo y el más allá, hay un sistema postal o se llega mediante un elevador lleno de lluvia.
La palabra desperdiciada
Sarah Ruhl trató de hablarnos, mediante su reinvención del mito, sobre la memoria, el recuerdo, el dolor de los seres perdidos en el tiempo, la importancia de la palabra y la música. Lamentablemente, aunque es una empresa loable y sumamente poética, la intención se pierde entre tanta poesía llana e inocua.
En cuanto a la decisión de tomar a Eurídice como protagonista, es obvio Ruhl intentó darle una voz femenina al mito que tradicionalmente es contado desde la perspectiva masculina del héroe Orfeo, que siempre deja a la difunta esposa en el segundo plano del objeto del deseo. El problema es que no lo logra. Orfeo sigue siendo el protagonista verdadero pues es él quien mueve la acción. Si fuese por Eurídice, ella se queda en el inframundo con su padre y Orfeo arriba sin ella.
De hecho, lo peor de esta versión es precisamente esto, que a diferencia del mito original en el que el desenlace es culpa del héroe trágico (Orfeo) quien, sucumbiendo ante sus pasiones y deseos, voltea para ver a Eurídice, perdiendo la apuesta con Hades; en la reinvención de Ruhl, es Eurídice la culpable, llamando a su esposo para que este voltee. Si bien podría decirse que es una visión feminista porque es ella decide no quedarse con Orfeo con sus diferencias en forma de ver la vida; el texto en realidad la deja como alguien que no está segura de por qué toma esta decisión.
Además, en esta versión, se ha inventado la escritora, que Eurídice tiene un gran dilema: por un lado, dejarse rescatar por su “amado” esposo o quedarse en el inframundo para pasar la eternidad con su padre a quien ha reencontrado en el más allá. Esta inserción del complejo de Electra no es suficientemente elocuente para convertirse en una visión feminista del mito y por el contrario, empeora la situación porque entonces, ella decide no irse con Orfeo para quedarse con su padre y su pasado. Por si esto fuese poco, Eurídice es representada de forma muy superficial e inmadura (no me estoy refiriendo a la interpretación actoral sino a los diálogos del personaje) y la expresión de sus preocupaciones y congojas, lejos de dignificar a la protagonista convirtiéndola en una heroína que pueda ir a la par del “músico más talentoso del mundo” (su esposo), la convierte en una niña insufrible más perdida aun que Alicia en el país de las maravillas (o más acertadamente, Alice in “Underland”, como renombró Tim Burton a “Wonderland” en su última película).
El intento fallido de rescatar lo insalvable
Hablando de Tim Burton y entrando ahora en materia de la puesta en escena de la producción puertorriqueña, tengo que decir que, si bien Sarah Ruhl no logra rescatar el mito de Orfeo, de igual modo La Comedia Puertorriqueña, bajo el mando de Dean Zayas, tampoco consiguió salvar el texto de Ruhl.
En primer lugar, el mayor fallo de la producción boricua es su protagonista. Si ya de por sí el personaje de Eurídice es insufrible, la interpretación de Sandra Teres la hace más difícil de soportar. Teres (por lo menos en cuanto a la presentación del domingo 9 de octubre) no convenció nunca. Sus líneas eran dichas sin ningún tipo de emoción real e incluso, a veces, no era posible discernir que sentimiento se suponía que experimentaba nuestra heroína. Además, la incesante fluctuación entre niñez y madurez hace imposible saber la edad del personaje. Es lamentable que esta actriz sea la encargada de llevar la obra sobre sus hombros, más aún cuando está al lado de talentosos y sobresalientes actores como René Monclova y Willie Denton.
Estos dos grandes actores puertorriqueños son, en cuanto a actuación, el verdadero deleite de la pieza. René Monclova interpreta al difunto padre de Eurídice y es el único actor que logró inyectarle veracidad y sobre todo, verdadero sentimiento a sus líneas. De hecho, el único momento conmovedor (de una obra que se supone, está repleta de poesía) es el monólogo final del padre, en el que vuelve atrás en su memoria para perderse en el olvido del río Stigia (o en su caso, el río Mississipi). Es gracias a Monclova que uno logra aprehender el discurso entre líneas sobre la memoria y la necesidad que tenemos de recordar, por más doloroso que sea.
Willie Denton, por su parte, demuestra su talento y su experiencia interpretando muy bien al “Desagradable Hombre Interesante” y al Señor del Inframundo. Lamentablemente, la decisión del Director de convertir a este personaje en otro elemento de comedia (algo innecesario ya que ese puesto lo cumplen a cabalidad los personajes de las tres piedras), destruye por completo la complejidad de la razón por la que Ruhl ha convertido a Hades en un chamaco malcriado (una de las pocas decisiones acertadas y brillantes del texto cabe destacar). Hades es un niño malcriado y antojado. Sus reglas son impuestas porque a él le da la gana. El se encapricha con los muertos y por eso no los deja ir. Es esta la complejidad de este personaje quien, es un dios, es el Señor de la vida y la muerte, con suficiente poder para liberar a Eurídice de su dominio y apostar con Orfeo el rescate de esta. Pero al mismo tiempo, esta apuesta nos demuestra que no es más que un chamaco malcriado, así como en la vida real, pareciera no haber mayores razones para que la muerte se lleve a nuestros seres más queridos.
Pero Zayas convierte este personaje en una farsa burlona y grotesca, haciendo que Denton interprete a Hades como si fuese un personaje de la escuelita de la vecindad del Chavo. No es que el actor este haciendo un mal trabajo, por el contrario, es genial, pero es contraproducente para la obra el que se le haya requerido que hiciera esto. Más aún, el director recurre reiteradas veces a lo obsceno y vulgar, cuando el Señor del Inframundo repite en más de dos ocasiones que “él ya es grande”, señalándose la entrepierna. No me opongo a la carga sexual de la curiosidad adolescente del joven prematuro Hades, quien se ha encaprichado con los encantos de Eurídice, pero no me parece necesario opacar la complejidad del personaje con la chabacanería, sobre todo cuando se emplea sólo para ocasionar la risa de la audiencia.
El resto de los personajes son, las tres piedras y Orfeo, por supuesto. Las tres piedras visualmente son un espectáculo. La estética que parece sacada de un film de Tim Burton, específicamente de The Corpse Bride (por eso la referencia antes mencionada al director de cine), mezclada con la caricaturesca caracterización de los actores que interpretan a este trío (sobre todo la de Gabriel Leyva, quien ya es famoso en el medio por este tipo de personajes, no tanto así la de Giussepe Vázquez, quien termina siendo opacado por Leyva y Magali Carrasquillo) componen un “cómic relief” divertido entre tanto sin sentido y melodrama poético. En cuanto a Jimmy Navarro como Orfeo, considero que hizo lo que pudo con el escueto personaje que le otorgó Ruhl.
En todo caso, un fallo general de los actores (y de la dirección) es que en una obra que le da tanta importancia a la palabra, ninguno de los personajes parecía realmente escucharse ni responder los unos a los otros.
La construcción del Inframundo
En cuanto a los aspectos técnicos de la puesta en escena, una palabra me bastaría para resumir toda la maquinaria detrás de Eurídice: Incongruencia. No pareciera que los diferentes departamentos que trabajaron en la producción se hubiesen puesto de acuerdo en una misma línea de diseño, en un mismo tono, o siquiera un estilo similar. Es más, en algunos casos (especialmente el vestuario), la incoherencia pasaba de personaje a personaje (o en el caso de Eurídice y Orfeo, de escena a escena). No es cuestión de que la pieza fuese anacrónica o que se quisiera identificar a cada personaje con un estilo y época definido. Es que simplemente pareciera que la ropa fue escogida arbitrariamente (quizás con el mismo capricho de la escritora). El caso más desacertado fue el “gorro de Mickey Mouse” del Señor del Inframundo. Ciertamente nos encontramos ante un niño, pero algo con un significante tan enlazado a un significado tan conocido por la audiencia, no puede colocarse de modo tan arbitrario. ¿Había algún discurso a favor o en contra de Disney en la selección de esa pieza de vestuario? ¿Algún discurso sobre el Inframundo, el capricho de su Señor y Disneylandia siendo un símbolo quizás del Capitalismo? Quizás, pero de haber sido así, no fue acompañado de suficientes reforzamientos para que quedara claro al espectador. Mi suposición es que el sombrerito fue incluido por la razón imperante en la selección de elementos teatrales en este país: “para dar risa”.
La escenografía era bonita y aunque los detalles del elevador con regadera incluida y el segundo piso fueron interesantes, así como el decorado central de los trozos de discos compactos daba un toque lindo al escenario, la verdad es que no fue demasiado funcional. Además, no se complementó con la iluminación, para definir acertadamente los espacios (cosa que me extraña sobre manera de Eduardo Bobrén Bisbal, ya que me consta que es un brillante diseñador de iluminación). No había una diferencia marcada entre el mundo y el inframundo. De igual modo, pareciera que Orfeo y Eurídice se casaron en el mismo Penthouse en el que vivía el Desagradable Señor Interesante y que luego, Orfeo se mudó a ese apartamento, en su búsqueda por Eurídice.
El maquillaje y los peinados de las tres piedras, sin embargo, fueron realmente espectaculares (una vez más, sobre todo el de Leyva), logrando la estética “Timburtoninana” antes mencionada.
La música también sufre de ese vicio de arbitrariedad que convierte los elementos narrativos teatrales en meros embelecos (como el sombrerito de Mickey Mouse o el adorno de los CDs colgantes). No había una congruencia entre las piezas escogidas, ni siquiera era claro “el tema principal de Orfeo” (crimen terrible para un personaje cuya característica primordial es precisamente “su música”). De hecho, me parece terrible que el actor escogido no pudiese tocar dos o tres notas en un instrumento y que por tanto, tuviera que simular con pantomima, que hacía sonar una guitarra sin cuerdas (lo que considero otro error más de dirección).
Lo más parecido a un código semiótico era el sonido de unas gotas cayendo cada vez que pasaba el tiempo. Por el contrario, las dos selecciones musicales más desacertadas (por esa característica ya explicada sobre los significantes demasiado conectados a sus significados) fueron “With or without you” de U2 durante la boda y “Every Breath you Take” al final de la pieza. El elemento obsesivo de ambas canciones, si en realidad quiso decir algún tipo de discurso entre líneas, careció de complementos narrativos para ser aprehendido por la audiencia.
Una obra y una puesta en escena interesantes
Eurídice es una visión interesante de la escritora Sarah Ruhl sobre el mito griego de Orfeo. De igual modo, la producción boricua de esta obra presentó una puesta en escena innegablemente interesante. Ahora bien, al principio de la obra, Orfeo y Eurídice tienen un diálogo en el que el músico cuestiona si “Los argumentos interesantes son necesariamente buenos” y luego añade que él “pensaba que para ser bueno, un argumento debía ser simplemente correcto” (cabe destacar que la palabra interesante está usada muchísimas veces en el texto). Usaré este diálogo (que valga la pena resaltar no es utilizado para más nada en la obra), para cerrar esta reseña diciendo que, el que una obra de teatro sea interesante, no necesariamente significa que sea buena.