En el 1939, Jorge Luis Borges, sobre Out of the silence planet, escribió: “Lo admirable es la infinita probidad de esa imaginación, la coherente y minuciosa verdad de su mundo fantástico. Hay novelistas cuyo texto nos da la impresión de abarcar y hasta de agotar cuanto se imaginan; C. S. Lewis, en cambio, tiene – lo juro – más conocimientos de Marte que los registrados en este libro.”
Fue un gran reconocimiento el que hizo Borges entonces al creador de Las Crónicas de Narnia. Más de sesenta años después se pueden aplicar esas mismas palabras del maestro argentino a la mujer que un día concibió la idea de un niño que pasa los primeros años de su vida resignado a una rutina ordinaria y monótona, pero que un día, vías cartas traídas por lechuzas, recibe la noticia de que es un mago y que tiene que hacer sus maletas pronto porque el Hogwarts Express lo está esperando en la plataforma 9 ¾. Seguramente Borges hubiera alucinado al descubrir que entre los aceros y el hormigón de las ladrilladas plataformas 9 y 10 de Kings Cross, resuena el pito de un tren a todo vapor que se dirige a un castillo medieval protegido desde hace siglos por poderosos encantamientos y erguido sobre un oscuro acantilado poblado de sirenas.
Cuando pensábamos que ya C. S. Lewis y Tolkien habían cercado todos los límites de la fantasía anglosajona, emergió J. K. Rowling, imponente, con la historia de “el niño que sobrevivió”. Virginia Woolf debe estar ovacionándola desde algún cuarto propio en el universo. Hoy, el que más o el que menos, sabe algo del niño con espejuelos circulares y cicatriz de rayo, y aun los intelectuales de Harvard chillaron con culequera cuando J. K. Rowling los comparó con la Casa de Godric Gryffindor.
Borges anotó, en esa misma reseña: que inventar un personaje que tenga curso en todas las naciones, un personaje que el pueblo se imagine con la facilidad con que se imagina a Hitler o Chaplin, es una triunfo excepcional que muy pocos logran. El maestro de ficciones hace notar muy bien que los que consiguen crear ese tipo de personaje reconocible en cualquier parte del planeta, suelen ser escritores de segunda, que no porque sean de segunda, dejan de ser interesantes y geniales. J. K. Rowling anotó este triunfo excepcional. La gran mayoría de los jóvenes puertorriqueños que hoy no pueden concebir el sentido de sus vidas sin Harry Potter, entraron en contacto con los libros, después de la aparición de la primera película: Harry Potter y la piedra filosofal. Yo repetí el título no sé cuántas veces como una letanía, dormido y despierto, hasta el borde del delirio. Me sugería tantas puertas por seguir abriendo…
Antes de una película, llegaba el libro a nuestras manos. En el acto de leer, se encendía ese citoplasma radioactivo que, según Chesterton – otro genial inglés que he leído hasta la gula – es lo que mantiene a la gente tranquila y en paz: la imaginación.
De las varitas que mi hermano y yo esculpíamos con nuestras manos no salían relámpagos ni chispas que la física pudiera cuantificar en sieverts, pero suponiendo que tenían un núcleo de pluma de fénix, pelo de unicornio o fibra de corazón de dragón: hacíamos volar objetos sin tocarlos. Cuando vi en la pantalla grande que Hermione apuntó con la varita el picaporte: “¡Alohomora!” y se metieron en el dormitorio de un perro gigante con tres cabezas, también se abrió mi alma. Empecé viendo las películas dobladas al español y acabé, de la quinta en adelante, viéndolas en inglés, y por eso: adoro y admiro al Dumbledore de las primeras que habla en español, tanto como al Dumbledore que defiende en inglés a Harry ante el Wizengamot.
En la misma nota en la que Borges comenta la novela de Lewis, dice sobre Sir James Barrie (el creador del emblemático Peter Pan venerado por Michael Jackson y explotado sexualmente por Disney) que al autor le horrorizaba, en su infancia, que llegara el tiempo en el que tendría que renunciar a los juegos. Eso le parecía a Barrie “intolerable”, por lo que resolvió seguir jugando en secreto. Harry Potter fue un remedio como lo fue Peter Pan para aquellos que sólo contaban con Peter Pan y su dilema con la sombra. Harry nos atontó, enamorándonos como si hubiera arrojado en nuestra agua unas gotitas de Amortentia.
Decía Borges que un libro debe ser una felicidad no obligada, y eso implicó Harry Potter para muchos: nos entregamos a leer por el mismo arrobo que sobrecoge a los estudiantes de primer año que arriban al castillo con miles de afiladas torrecillas y torreones, atestado de fantasmas habladores, velas flotantes, escaleras con libre albedrío y óleos que filosofan. Caminamos con los Gryffindor’s y los Hufflepuff’s juntos a los salones de clases para aprender cómo elaborar pociones con el amargado Profesor. Snape, que no obstante nos enseñó la diferencia entre el acónito y la luparia, y transformaciones con la estricta Profesora McGonagall, que un día nos amenazó con convertirnos en un reloj de bolsillo para que llegáramos a tiempo a clase.
Pero muy temprano los Dursley quisieron impedir mi escapada en el pequeño Ford Anglia volador. Los horrores que soltó la cámara de los secretos petrificaron a mis padres en las sillas del cine, quienes me trataron de mantener lejos de Hogwarts desde entonces, convencidos por la retórica evangélica de que la adquisición de esos libros era hacer un pacto seguro con el mismo Satanás. Así que tuve que pedir los libros prestados en la biblioteca de mi escuela. Escondidos en el bulto los traía a casa, y de noche, en el cuarto encerrado, me ponía al tanto de los rumores de que el temible Sirius Black se había escapado de Azkabán. Era cuestión de esperar que mis padres se durmieran, para irme por los pasillos subterráneos que le pasaban por debajo a las raíces del Sauce Boxeador con miedo de la respiración gélida de los Dementores.
Líderes religiosos han hecho recolectas del libro para quemarlos en pilas y se han escrito hermenéuticas y sermones demonizantes de parte de curas que han interpretado cada simbología o elemento presente en el libro como si siguieran las pautas del Malleus Maleficarum. Hemos creído que superamos la edad media, pero todavía la demonología – como tuvo que hacérselo saber Carl Sagan una vez al mundo académico en el 1952 – sigue formando parte de muchas de las creencias serias del mundo.
Muchos padres, convencidos por esa arenga, prohibieron a sus hijos que leyeran los libros de Harry. Aun así, sin abandonar el mundo, muchos niños estaban abandonándolo volando en escobas. Desde Harry Potter para acá observo la lectura de ese modo: como un vuelo en escoba, a veces despejado, a veces turbio, pero siempre por encima del suelo. El mundo ha sido mucho mejor después de que el basilisco fue herido por el fénix, contrario a lo que algunos prejuiciosos muggles como el Dr. James Dobson han querido hacer ver. Muchos estudiantes que he conocido que estudian literatura comparada o inglesa, llegaron a través de Harry Potter.
Harry rellenó de sentido a toda una generación sedienta de resurrección. Trajo a la vida todas las criaturas babilónicas, fenicias, egipcias y griegas sepultadas en el tiempo que precedieron su aparición. El Dr. Anthony Gierzynski opinó que la generación que creció a la par con Harry Potter, se muestra más tolerante hacia la diversidad. ¿Qué esperaban? El grandioso Dumbledore (que es como un Quijote británico) es gay.
La acotación verbal de la propia autora, fue acogida por los fanáticos de Harry Potter (hablo de mí y de muchos que conozco) en una gran celebración. Harry Potter nos ha hecho contemplar y admitir el mundo desde otros marcos de la realidad, pero en lo más esencial: nos salvó del aburrimiento estéril, regalándonos tranquilas horas de lecturas que se quedaron grabadas en nuestra memoria como el vuelo de un hipogrifo sobre los bosques bañados de luna que rodean a Hogwarts.