Desde la administración gubernamental de Aníbal Acevedo Vilá (2005-2008), las subsiguientes administraciones de gobiernos de Puerto Rico, Luis Fortuño Burset (2009-2012) y Alejandro García Padilla (2013-2016) nos han venido proponiendo programas de austeridad como la forma principal de gestar la gobernabilidad de nuestro archipiélago. Si los programas de austeridad fueran eficientes para reparar las economías, otra sería nuestra historia reciente. Sobran los ejemplos a nivel internacional, sin embargo, el nuestro es más que elocuente. Puerto Rico tiene más deuda pública hoy que hace 12 años y es en términos generales, una sociedad con muchos más de sus ciudadanos excluidos socialmente.
La realidad es que la austeridad, lejos de pagar, aumenta la deuda pública de los países, crea más injusticia social y auto-genera la adopción de programas de austeridad de forma permanente. Eso es lo que significa el nuevo Plan de Ajuste Fiscal y Crecimiento Económico a cinco años que nos propone la actual administración o lo que se propuso como suspensión de derechos por cuatro años en la Ley Núm. 7 del 2009 o los tres años propuestos, hasta el 2017 y con el mismo fin, en la Ley Núm. 66 del 2014. En realidad, la historia reciente de Puerto Rico y muchas de las opciones político-económicas que han tomado nuestros dirigentes y hemos avalado en las urnas, eso independientemente del partido reinante, ha sido una crónica de lo que NO se debe hacer para recuperarse de una recesión económica.
Las medidas de austeridad sólo han probado ser eficientes para provocar que se pierda gran parte del producto interior bruto de los países donde se han implantado; se disparen los índices de desempleo; se contraiga la población activa (cuando los jóvenes, profesionales y trabajadores diestros abandonan el país en busca de su porvenir), se pierda el poder adquisitivo y se reduzca el salario sistemáticamente. Todo esto sin que se incremente para nada el empleo, a pesar de tanta incentivación por parte del erario público a un sector privado que luce inerte económicamente hablando y cada vez más indiferente a la inequidad social. Este patrón internacional se está reproduciendo en Puerto Rico, a pesar de la enorme evidencia peyorativa que acompaña la implementación, una y otra vez, de los programas de austeridad.
En fin, que lo que se consolida es una economía donde la única certidumbre es la incertidumbre, acompañada por la destrucción del empleo estable y su substitución por formas de contratación precarias y desprovistas de seguridad social y laboral. Por eso, la inmediata propuesta de reforma laboral conservadora. Por otro lado, la creciente informalidad del mercado de trabajo, la mal llamada economía informal, que no es otra cosa que una forma en que el mismo capital dominante se reproduce, con menores riesgos y compromisos. En ésta se contrata con un contrato fingido o sin contrato laboral formal, para evitar la legislación protectora, para que el patrono evite pagar impuestos y seguros, para que el trabajador pueda mantenerse en los programas de mantengo y recibir su salario por debajo de la mesa, pero obviamente en menor cuantía e incumpliendo con la legislación protectora. Triste diseño social y a quien se oponga, se le cerrarán las “generosas” puestas del trabajo precario y sufrirá un desempleo crónico.
Para justificar las medidas cada vez más abrasivas de los programas de austeridad, se nos ha contado y convenientemente nuestros políticos han creído, el mismo mito: “que ha sido el gobierno el que ha gastado en exceso” y que “los mercados han perdido la confianza en la capacidad gubernamental para devolver la deuda pública acumulada.” En ese contexto de crisis, los bancos y otros prestamistas inescrupulosos han justificado su gran negocio: aumentar vertiginosamente los tipos de intereses que el gobierno paga para atender su deuda, que no es otra cosa que el aumento abusivo de la rentabilidad de sus obligaciones. De esta forma, se propone abiertamente que “la única forma de impedir la bancarrota es que el gobierno, como Estado deje de gastar.” Asunto que realmente no es cierto, porque lo que se trata es de que el gobierno gaste más transfiriendo a los bancos y prestamistas buitres sus haberes y dé la espalda a las necesidades de grandes sectores de su población al reducir sus servicios. Así los mismos que prestan el dinero de otros y que han generado la crisis, exigen austeridad al gobierno.
De todas formas, el mito se sostiene en que la austeridad, impuesta a través de recortes en servicios sociales, traería como dividendo que se tranquilizara el mercado de bonos y se propiciara la recuperación de la confianza empresarial. De esta forma, los tipos de interés de las obligaciones públicas descenderían y Puerto Rico regresaría exitoso a la senda del crecimiento y la creación de empleos porque tanto el déficit y en endeudamiento se contraerían. Así, el repetido cuento de que no hay alternativa se repite una y otra vez, sin que se materialice la supuesta y tan esperada bonanza económica.
La otra cara de la moneda es que existe muy poca evidencia creíble del acusado desenfreno excesivo de gasto público. Eso es un mito cuya prueba material ha sido extremadamente frágil como para respaldar la relevancia que se le ha dado como elemento provocador de la crisis económica que hoy enfrentamos. De lo que existe amplia evidencia es que la crisis fue provocada por los bancos, por su desmesura en el flujo crediticio, que es lo mismo que un abuso del crédito por parte del sector privado. El incremento en la deuda pública, que hoy crea tanta obstinación propagandista contra los servicios sociales que presta el gobierno, ha sido una consecuencia de los programas de austeridad que se han generado, en gran parte, para rescatar los bancos de su quiebra y a costa de la prosperidad de todos.
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Guayamés y Catedrático en Relaciones Laborales y Derecho del Trabajo de la Escuela Graduada de Administración Pública de la Universidad de Puerto Rico. Actualmente, destacado en la Facultad de Derecho de la UCM–Madrid y el Departamento de Sociología del Trabajo II del Campus de Somosaguas de la Universidad Complutense de Madrid y el Centro Europeo y Latinoamericano para el Diálogo Social (CELDS) de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Castilla La Mancha, ambos en España.