La noche del lunes pudo haber sido como cualquier otra, pero no lo fue. Fue una celebración, un festín. Sucedió en el Teatro de la Universidad de Puerto Rico (UPR), donde un día en 1954, con Ballets de San Juan debutó la maestra Gilda Navarra. Allí vio y comandó subir y bajar el telón, o lo que es igual, servir la mesa para deleitar a muchos con sus banquetes. Querida Gilda, celebrado el pasado lunes 21 de septiembre, fue, por lo tanto, una cena de la memoria, un brindis por la vida, una apología del arte.
Desde el vestíbulo al escenario, el interior del precinto albergaba magia y mucha gente. El esfuerzo conjunto de discípulos y amigos de la profesora emérita del Departamento de Drama del recinto riopedrense de la UPR logró servir la mesa una vez más bajo la dirección de Rosa Luisa Márquez. Esta vez sería para recordar, y de la mejor manera, a una tenaz y persistente mujer, que dejó en ellos entereza, amor y pasión por el teatro. Y de eso fueron testigos las más de mil personas que abarrotaron el Aula Magna.
En el proscenio, los zapatos de tacón de la también bailarina se mantuvieron intactos y bajo la luz. Las instalaciones G de Antonio Martorell, y Dueto en barrografías de Jaime Suárez, engalanaban lo que sería una inolvidable puesta en escena. Era un despliegue que denotaba lo que Gilda tanto decía: “menos es más”. La iluminación estuvo a cargo del maestro Quique Benet y Checo Cuevas. Ese junte auguraba aún más emoción.
Eran las 7:00 p.m., My way, el gran hit en la voz de Frank Sinatra sonaba, porque si hay algo que debe quedar claro es que, Gilda, además de admirar a La Voz, hizo todo a su manera. Y de qué manera.
La Compañía de Cuerpos Cotidianos, Rafael Trelles, Gradissa Fernández, Iliana García, Gloria Rodríguez, José Luis Vázquez, entre otros recibieron oficialmente al público, en el que habían amigos, más discípulos y estudiantes que tal vez, poco o nada conocían de la también mimo. En el foso del Teatro, algunos músicos ambientaban la fiesta y tras unos acordes, Maud Duquella entonaría a capella la melodía que la francesa Edith Piaf hiciera famosa, La vie en rose, una de las canciones predilectas de Gilda.
Tocó la primera transición, de varias durante la noche. Todas impecables, sosegadas, bien pensadas y correctas. Entre la gente, solo bastaba mirar para saber que ya estaban embelesados, inmersos en el recuerdo.
Luego, la bailaora Jeanne d’Arc Casas, acompañada por la guitarra de Rafael Martínez, zapateó al compás del rasgueo de Martínez. El pasmoso silencio del público contemplando la maestría de d’Arc Casas en su flagrante baile era casi palpable. A cada paso, la bailarina apretujaba su falda, bailaba con ahínco. Su puesta remontaba a los espectadores al tiempo en que Gilda estudió baile en España, donde decidió cambiarse el apellido García por Navarra, porque así era, decidida.
Maestrxs: detrás del silencio, con textos de Laura Leslie y Eduardo Galeano, continuó el programa. Esta representación se encargó de ejemplificar la virtud y vocación de Gilda para enseñar. Fueron sus discípulos, Cordelia González, Maritza Martínez, Delvis Ortiz, Rosabel Otón y Carmelo Santana Mojica, los que transportaron a la audiencia a un salón de clases al estilo de Gilda. Evidenciaron disciplina, enfoque y mucho rigor con sus birretes puestos. Fue una de las puestas más jocosas de la noche.
Del colectivo Y no había luz…, Nami Helfeld y Yussef Soto, junto a Karen Oliviera de El Mundo de los Muñecos se encargaron del Telón vivo, donde proyectaron segmentos del programa de WIPR-TV, Prohibido Olvidar, en el que Gilda fue entrevistada.
Alma Concepción, comadre y amiga entrañable de Gilda leyó, de La voz de la mujer del silencio, algunas cartas que escribió Navarra desde Nueva York. Los mensajes reafirmaban su auténtica y honesta personalidad, pero sobre todo, su arrojo. Era una mujer muy decidida, aventurada y ávida. Su pasión por el arte la llevó a ser discípulo de Jacques Lecoq y a conocer al virtuoso mimo Marcel Marceau.
Acto seguido, Los Arlequines, esos personajes de la antigua comedia italiana aparecieron, bajo la tutela de Rosabel Otón. Este número, en honor al arte de la pantomima estuvo representado por Ramfis González, Alejandra Corchado, Joealis Filipetti, Alejandra Lorenzo, Gonzalo Ortiz y Luis Daniel Ramos. Le siguió la narración del cuento Amores gatos: dúo de la minina y el múcaro en la voz de Cordelia González, danzada por Bárbara Hernández y Julio Ramos, y acompañada con décimas de Joaquín Mulier.
Al filo del cierre de la celebración, de Andanza, María Alejandra Castillo, Norberto Collazo, Cristina Lugo, Eloy Ortiz, Marena Pérez, María Teresa Robles, Nathanael Santiago, Nanya Sierra y Abraham Texidor, bajo la dirección de Carlos Iván Santos, presentaron Polimnias Imáges de Ocho mujeres, con Alberto Rodríguez en la guitarra.
Al llegar el final de la presentación, en el proscenio, el grupo Andanza dejaría su alma, acompañado por el Coro de la UPR de Río Piedras dirigido por la profesora Carmen Acevedo Lucio y el emblemático órgano del Teatro. Una pasmosa interpretación de la pieza coral O Fortuna de la aclamada ópera Carmina Burana, en combinación con los mimos y la iluminación de quien es sin duda un poeta de la luz, Quique Benet, causaron emociones a flor de piel. Un final difícil de apalabrar, al que solo le restó ser ovacionado y vitoreado extensamente, mientras el telón bajaba.
El momento suponía un silencio en el programa, pero el público no se contuvo. De los laterales del Teatro salieron todos los artistas y amigos que colaboraron en el especial acto, y entre lágrimas vieron el telón subir para dejar un escenario vacío, solo decorado por la instalación de Antonio Martorell, G y los zapatos de tacón de Gilda. De esa forma allí estaba ella recibiendo una ovación de varios minutos, mientras una versión instrumental de My way sonaba para culminar.
Y de esa forma es evidente que, a Gilda se le quiere y se le querrá por siempre honrando ese escenario, su sagrario, su mesa, un lugar reverencial.
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