Bailan un seis chorreao. Los sombreros de paja en las cabezas de los varones, las flores en el pelo de las féminas. Los vestidos inocentones de flores naranjas, violetas, verdes, azules, juegan con los pañuelos en los bolsillos machos. Al ritmo de la marumba, sujetan palitos blancos que se entrelazan unos con otros para crear música. Y la música parece salir de todos sitios; música jíbara que brota de los tacones, las guitarras, las voces, el güiro, las risas.
La música jíbara, que surge del junte de tradiciones andaluzas e indígenas, inició el pasado 6 de mayo el espectáculo del grupo de baile folclórico Guamanique en el Cuartel de Ballajá, en el marco del Festival Le Lo Lai que celebra dos veces al mes la Compañía de Turismo.
Guamanique surgió en 1994, bajo la tutela de Eduardo Calderón, quien sigue siendo su director y coreógrafo principal. El nombre del conjunto rinde tributo a un cacique de Guayama. El grupo se ha adentrado en la fusión de ritmos puertorriqueños provenientes de las culturas europeas, africanas y aborígenes del País para concebir su contagioso sello. Guamanique hoy es una organización sin fines de lucro cuyo norte es la preservación y el cultivo del folclore boricua.
Por su parte, el bailarín Olvin Valentín considera que la importancia del trabajo de preservación radica en asegurar que las futuras generaciones conozcan la cultura que las gestó. Además, considera que a ella se puede recurrir para explicarnos mejor como pueblo. Con ese norte, Guamanique ha ido arropando la escena nacional e internacional desde su formación en Vega Baja.
En sus casi 20 años de existencia, ya ha visitado más de 20 países, mayormente de Europa, y sus integrantes han conocido a bailarines de todos los continentes. Si la propia cultura boricua se ha ido gestando a través de enlaces culturales con el mundo, Guamanique ahora defiende la cultura tradicional ante quienes mismos nos arroparon en un momento dado de la historia.
A la Plena se le llama ultimamente “la ultima forma de expresión folclórica”.
Continúa el recorrido, y suena la música que remite a los bailes con lujos. La danza puertorriqueña es herencia de Europa y hermana del danzón cubano. La bailarina luce como una muñeca francesa: vestido verde con lazos verdes y encajes blancos, el aro que lo abulta, los rizos en la espalda. Junto a ella, un bailarín con esmoquin negro que le cae por las piernas. Ella sujeta un abanico de encajes que menea, como formulando un lenguaje. Popularizada por Manuel G. Tavárez y su discípulo Juan Morel Campos, la danza puertorriqueña tiene mucho de los bailes clásicos de Europa.
Pero la hernecia directa no está solo en la cultura de la alta sociedad. Cuenta la bailarina Itzaira Adrover que en el ultimo viaje del grupo a España, compartieron con una agrupación de las Islas Canarias. Notaron que tenían en común desde palabras de argot hasta pasos de los bailes de las montañas.
“Con ellos, nos pasamos buscando nuestras raíces”, recuerda la egresada del Departamento de Historia de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras.
En los viajes que da el grupo alrededor del mundo, que son financiados a través de auspicios, donativos y trabajos temporeros con paga, el grupo también imparte talleres de baile. Según Adrover, enseñan una estampa para familiarizar un poco al extranjero con la música típica del país que representan. Y el proceso de aprendizaje es mutuo, pues de la misma forma han conocido de la cumbia colombiana, del joroto venezolano, de la samba brasileña. Algunos de los pasos de los bailes nuevos, los integran en el proceso creativo de sus propias coreografías, cuenta el bailarín Juan Hiram Ortiz.
Saltan a escena los dos vejigantes, el azul y el rojo, con la lengua plástica por fuera. Las mujeres con sus trajes de colores enteros, lucen pañuelos a juego que esconden sus cabellos. Agitan las faldas con ligereza, develando los vuelos blancos con lazos. Corren los vejigantes. El barril va más rápido. Los cuás y las maracas repican agitadas. Las bailarinas sacuden los trajes. Se buscan las miradas con los varones. Menean las caderas. La solista Itzaira Adrover hace una reverencia a los músicos. Quiebra la espalda, sacude la falda que ya casi le cubre el rostro. Da vueltas. Su compañero de baile, Edán Rivera, hace amague de movimiento. Zapatea con la música, o la música zapatea con él. La línea es fina cuando la conexión es mutua. Tiembla al son de los barriles, como en un trance, mientras se aguanta la chaqueta. Las manos de los músicos arropan los barriles al compás de la maraca. La música se torna potente, rápida, vigorosa. Los tenis y las sandalias del público repiquetean el piso, al compás del ritmo. El diálogo musical ya no se restringe solo a bailarín y músico, sino que se conecta con el espectador, cuya sonrisa no se despinta. Ese fenómeno ocurre en todos los países que visitan, cuenta Adrover.
La bailarina asegura que nunca faltan en sus presentaciones sus números de bomba.
“Es lo que más contagia al público”, comenta. Ortiz señala que, como en la música europea no se recurre tanto a la percusión, para ellos tiene cierto grado de exotismo lo que los boricuas llevan. Recuerda que en la República Checa, se suscitó una especie de competencia entre los bailes de Europa y los de América. Representando al continente americano, solo estaban Brasil y Puerto Rico.
“La gente quedó encantada con nuestra música, ganamos por todo lo que es la música de afro descendencia, la percusión, los movimientos de la samba y de la bomba”, cuenta.
El grupo de baile folclórico Guamanique (hoy una organización sin fines de lucro) surgió en 1994, bajo la tutela de Eduardo Calderón.
Sin embargo, queda pendiente el continente africano. Han sido invitados a festivales en Egipto y Zimbabue (Mariana, no aparece en el diccionario de la RAE, pero así aparece en su mapa político), pero por cuestiones económicas no han podido tocar el suelo de la tierra madre de la música que acentúa Guamanique. Ortiz asegura que le encantaría ir para conocer África de primera mano, romper estereotipos y adentrarse en su realidad. Culmina la plena, o como la llaman, “la última forma de expresión folclórica”.
Se ponen las manos en la cintura, y las flores en el pelo. Forman una rueda de baile, en la que se intercambian parejas. Menean los hombros y las caderas. Se guiñan los ojos. Y sacan a bailar al público, que miraba inquieto, con los pies desembocados con ganas de seguir el ritmo. Concretan esa interacción constante con la gente que los ve, gente del pueblo a la que también pertenece ese trozo de cultura.