Qué bien le hubiese sentado a Marilyn Monroe -nuestra Marilyn Monroe internacional- el papel de Camila, la amante perfecta, la amante ignorante que aparece como una luz de esperanza en la novela de Miguel Ángel Asturias “El Señor Presidente”.
Niña heroica después de ser romántica y creer en un amor difícil que intuía pero apenas materializaba en la caza de brujas de aquel pueblo maldito del trópico donde El Señor Presidente quería perdurar, salvarse, por encima de las intrigas y de su propia muerte con la que bebía todas las tardes.
Camila, niña virgen que sin que sepa cómo ni por qué se encuentra queriendo el amor del favorito del Presidente, el hombre por el que pronto doblarán campanas de venganza y de exterminio.
“Camila atalayaba al cartero en una de las ventanas de la sala, oculta tras las cortinillas para que no la vieran desde la calle; había quedado encinta y cosía ropitas de niño… Camila dejaba la costura al oírlo venir, y al verlo el corazón le saltaba del corpiño, a agitar todas las cosas en señal de gusto: ¡Ya está aquí el cartero que espero!: "Mi adorada Camila. Dos puntos…”.
Tal vez John Huston lo hubiese logrado. Quizá él, sólo él, hubiese tenido el buen gusto y la mano izquierda necesaria para introducir el talento fresco de Marilyn en una tragedia que para sí hubiese querido William Shakespeare.
“El Señor Presidente” es una novela de cuando los escritores latinoamericanos eran señores muy cultos, muy formados, con talento inmenso, que recalaban en París después de aventuras políticas o profesionales.
Una época en la que la literatura latinoamericana, mágicamente enhebrada por poderosas mentes contaba insólitas historias a los europeos lectores apenas preparados para encajar tanta belleza y tanta fatalidad de gente poderosa hasta la náusea que decidía la muerte de los sueños como decidía el güisqui que tomarían en la tarde hasta la embriaguez y, a su conjuro, le retirara de la cabeza las locuras más abyectas que siempre, siempre, siempre, siempre, se traducían en matanzas terroríficas. No importaba. La sed de poder y de sangre era demasiado grande, demasiado, abusivamente incoherente.
Camila sigue su peregrinar en busca del hombre que un demoníaco ha elegido para ella, Cara de ángel, el favorito del Señor Presidente.
“Se apagó la luz. Camila tuvo miedo al oír que llamaban al espíritu de Cara de ángel, y la sacaron arrastrando los pies, casi sin conocimiento: había escuchado la voz de su marido, muerto, según dijo, en alta mar y ahora en una zona en donde nada alcanza a ser y todo es, en la mejor cama, colchones de agua con resortes de peces, y el no estar, la más sabrosa almohada”.
Marilyn hubiese entrado mejor que nadie en la vida de esa mujer desesperada, que después de perder al héroe del padre, un militar de alta graduación al que todos presentan como el traidor del Señor Presidente y que finalmente no podrá resistirse a la muerte que el sátrapa dicta entre dos copas de güisqui fino exportado de Londres y París especialmente para él.
Transformada en Camila, Marilyn habría subido en este mes de mayo en que las golondrinas aterrizan en mi mesa de trabajo por las escaleras de cemento que conducen al paraíso del festival de Cannes. Y habría echado a todas y todos esos maniquíes sin vida que suben con sonrisas compradas en una de las boutiques situadas frente al Palacio de festivales.
Un latinoamericano ilustre, Miguel Ángel Asturias, la habría conducido de la mano para apoderarse del corazón, cada día más seco, del Cannes cinematográfico, hoy funambulesco.
La gaviota, mi gaviota de toda la vida, Lolita, grazna sobre las olas. El suyo podría haber sido un auténtico canto wagneriano si el mar no se estuviese entretenido con el viento de Levante que le ríe las gracias a las olas ariscas en este fin del mundo llamado Costa del Sol, allá por lo más profundo de Andalucía, España. A Marilyn, a la gloriosa Monroe de la gota de Chanel, le hubiese gustado llamarse Camila.
El autor es escritor y periodista francés radicado en España.
Fuente Bolprees