Tal vez fue hace poco que Vo Duc dejó de culpar a la fatalidad divina de la diabetes que padece, el cáncer que devora a su mujer y los numerosos abortos espontáneos de la hija de ambos. Aunque ya se sabe que provinieron de otro modo del cielo, el que surcaron aviones estadounidenses para descargar el veneno que hoy, décadas después, perdura en el sufrimiento de la familia.
El hoy anciano vivió en su juventud apenas un kilómetro de distancia del aeropuerto de Danang, una antigua base militar de Estados Unidos, donde se almacenaba en enormes cantidades el arrasador tóxico conocido como agente naranja para lanzarlo sistemáticamente durante 10 años consecutivos sobre zonas rurales.
Por igual, su compatriota, Nguyen Thi Binh, de 78 años, dejó de creer que los pecados cometidos en una vida pasada sean los responsables de las graves discapacidades físicas y mentales de tres de sus cinco hijos. Y ahora que conocen que al cabo de tanto tiempo transcurrido y daño causado, la gran potencia responsable los sufrimientos inicia un proyecto de descontaminación de aquella base, sin reconocer su responsabilidad ni ofrecer disculpas, un legítimo sentimiento de dolorosa indignación debe estremecerlos.
Parca y tardía llega tal asistencia, apenas una parte de lo que en Vietnam se ha reclamado como justa indemnización, mientras que tampoco las empresas suministradoras del producto químico, Dow Chemical y Monsanto, han recibido justiciera sanción alguna. Ni del gobierno ni los fabricantes de muertes se ha escuchado una sola palabra de perdón.
Vale siempre recordar que la aviación estadounidense roció unos 80 millones de litros del defoliante que contenían 370 kilogramos de dioxina, en un cuarto de la superficie sureña de Vietnam, según estadísticas independientes. Unos 4,8 millones de vietnamitas estuvieron expuestos a lo que se considera uno de los peores tóxicos conocidos por el hombre y tres millones se convirtieron en sus víctimas, por varias generaciones.
Casi en el extremo meridional del país, en la provincia Dong Nai, se encuentra el aeropuerto de Bien Hoa, donde se almacenaban 98 mil tanques de agente naranja para dispersar en áreas cercanas, en el intento de doblegar la resistencia nacional liberadora. Allí solía irse a jugar Ho Minh Quang en la inocencia de la niñez, sin imaginarse que se exponía a una contaminación que solo supo después cuando sus dos hijos nacieron con deformidades.
Las consecuencias siguen siendo aterradoras, con el nacimiento de criaturas sin espina bífida, mutiladas y deformadas, y según un reporte reciente de la presidenta de la asociación de víctimas, Dao Nguyen el número de ha incrementado en la ciudad de Bien Hoa y sus alrededores desde 2009, y cuatro de cada 10 afectados son menores de 16 años de edad. Ellos esperan que la más nueva tecnología de descontaminación tan publicitada por sus suministradores en Danang también les llegue.
Hace poco el cineasta estadounidense de origen vietnamita John Trinh volvió de nuevo a su país de origen para reponer su impactante y revelador cortometraje “Agente naranja: 30 años después”, lo primero que declaró a los medios fue que el gobierno de Estados Unidos debe admitir su error y recompensar a todas las víctimas.
Esto último se ha convertido en una batalla que desde 2004 libra un grupo de 100 demandantes vietnamitas que llevaron su caso contra Dow Chemical y Monsanto ante la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos. Pero tras un proceso lleno de dilaciones, el alto tribunal dictaminó que no se había establecido un vínculo entre la dioxina y las malformaciones genéticas de los damnificados.
Tal fue la conclusión encubridora a las que siguieron otras de similar talante en cuerpos de justicia en Nueva York, pese a que conocidos reportes científicos establecieron que el defoliante empleado en la guerra en Vietnam presentaba elevados contenidos de un subproducto cancerígenos.
Las compañías involucradas se defienden alegando que todo lo justifica el esfuerzo bélico y su obligación de acatar las órdenes del gobierno que le encarga el producto, inclusive hasta la admitida negligencia en la purificación de sus componentes herbicidas hormonales, como la prisa en engullir los bombarderos de la siniestra carga.
Se acepta en cambio que dejó terribles secuelas en los propios soldados norteamericanos y principalmente en sus descendientes, a quienes si le aceptaron una acción judicial presentada por veteranos de guerra en 1984 que desembocó en un acuerdo de 93 millones de dólares para indemnizarlos. Así funciona la justicia allí: selectiva discriminadora, arrogante e insensible al dolor humano donde quiera que se inflija.
Vietnam, sin todos los recursos que se requieren ha tenido que encarar la atención hospitalaria, los tratamientos sanadores, la rehabilitación y la reinserción social y laboral, la ayuda a los familiares y el consuelo posible. Junto a los limitados presupuestos destinados, en un denodado esfuerzo estatal, y eventuales donaciones internacionales, distintos sectores de la sociedad aportan al empeño, y generan iniciativas de todo tipo para acopiar lo que nunca termina de bastar.
Por eso las acciones de descontaminación que al fin adoptan en Washington en unos 73 kilómetros cuadrados en Da Nang, y que grandes medios alaban sospechosamente como fin de la historia, no puede dejar de verse a su vez con similar suspicacia, si con ello se pretende el olvido.
El plan de descontaminación iniciado en conjunto por Estados Unidos y Vietnam finalizará dentro de cuatro años, pero las heridas causadas por la guerra química tardarán mucho más en cicatrizar. La sustancia tóxica ha acabado con la vida de 400 mil personas y ha afectado gravemente a unos tres millones.
Para Vietnam el horror no termina, y el baldón de los culpables permanecerá por siempre, instalado en la conciencia de la humanidad.
El autor es corresponsal de Prensa Latina en Vietnam.
Fuente Bolprees