Cuando me propuse el proyecto de Serial Viewer mi pretensión era hacer un recorrido panorámico por lo que ha sido el mosaico de ofertas de series en los últimos años y cómo el ojo del televidente había mutado paulatinamente según la oferta serial se movía. Entonces hice una selección de series provocadoras que de una manera u otra entendía que habían creado un hito tanto en el fascinante y mutante mundo de la teleaudiencia, como los métodos y técnicas que cambiaron el viejo concepto de series televisivas.
Tal vez mi nivel de exigencia como fanática de este cuerpo colosal del mundo serial está profundamente marcado por lo que fue mi entrada a él. The West Wing, una joya producto de la mente de Aarón Sorkin, fue la primera serie con la que me enfermé. Fue producida por Warner Bros y transmitida por NBC desde 1999 hasta el 2006, tiempo en el que el presidente Barlet y su staff tuvieron un éxito sin precedente en su categoría.
En sus siete temporadas la historia del presidente que combinaba lo “mejor de los hombres” de Estado arrasó con 26 Emmy y tres Golden Globe. A pesar de que el propio Sorkin ha dicho que esta serie nació de las vísceras que se quedaron en el tintero del film The American President, el nombre West Wing revelaba que el personaje principal de la serie era más bien el vientre en el que se gesta la política estadounidense y la maquinaria que mueve el larguísimo brazo interventor de EU en el resto del mundo. Es así como el ala oeste de la Casa Blanca es el protagonista, el sujeto y el cuerpo de la serie.
La iconográfica Oficina Oval ciertamente es un sitio muy visitado por el lente pero son más bien los pasillos, que juegan casi el papel de los intestinos del gigante blanco, el centro en el que se mueve la acción y se tejen las tramas. De modo que la casa presidencial es a Sorkin lo que la catedral de Notre Dame es a Víctor Hugo.
Aunque algunos ex habitantes de la Casa Blanca, como asesores e hijos de ex presidentes, comentaron mientras era transmitida la serie que les chocaba ver que la cartografía de la casona estaba trastocada y que los personajes doblaban a la izquierda y llegaban a salas que estaban a la derecha en la “realidad”, West Wing tenía una dosis de “realidad ideal” escalofriante.
A pesar de que el interior del edificio híbrido que hace de residencia privada del Presidente y de oficina pública desde donde se gestan los ardides más secretos del Estado tiene un rol protagónico y de que Sorkin tenía en mente que la trama de la serie girara en torno a los asesores del jefe de Estado, el personaje del presidente encarnado en Martin Sheen se hizo poderosísimo y reclamó el protagonismo con una astucia seductora. Así nació la imagen tipo Gulliver que le deja a uno la actuación de Sheen, que sin pretenderlo en múltiples ocasiones hace parecer que el resto de los sujetos son pequeñísimos, aunque encantadores, obreros.
De todos modos, la técnica fílmica peripatética (walk and talks), en la que prácticamente todo ocurre mientras los personas caminan a toda prisa por los pasillos del poder, no deja atrás el elemento del edificio como ente protagónico con el peso del significado y las asociaciones que ya casi todos tenemos de esos espacios. Así ocurre con las caminatas mañaneras en ruta a la Oficina Oval, las veces en que Barlet y Leo, su jefe de staff, sustituyen la imagen de JFK con su hermano Bobby, la carrera de CJ, su oficial de prensa, y el trajín de Sam Seaborn para intentar producir los elocuentes discursos del presidente. Yo llegué tarde a la serie, es decir, que supe de ella como he sabido de las otras maravillas que he compartido en este proyecto, por un amigo que tuvo la generosidad de mostrarme el camino al lado oeste.
De modo que empecé a ver la serie cuando ya estaba avanzada. Y aunque en muchos casos esto bien podría no interferir con las interpretaciones que uno hace de una obra, en este caso en particular sí atravesaba el análisis de forma particular. (Y esto se debe a que no es lo mismo toparse con Josiah Barlet (Martin Sheen), el presidente que Sorkin nos regaló, en el 1999, que dar con él después de la caída de las Torres Gemelas.) Ese día del 2001 cambió la mirada que el mundo tenía de EU y la que EU tenía del mundo, pero sobre todo de sí.
Barlet es el presidente al que cada país debe aspirar, no necesariamente desde el punto de vista ideológico (no hay razón para que todos sean demócratas) sino desde el punto de vista moral, intelectual, ético y de carácter. Barlet es un sujeto hecho de retazos de los mejores sujetos de la historia de EU, católico y demócrata como Kennedy, locuaz, cínico y mordaz como Reagan, con la estatura intelectual de los “padres de la patria”, con la pose pacifista y reconciliadora que proyectaba Clinton pero con el estoicismo moral, ético e intelectual que todavía no ha visto pasar EU por la Casa Blanca y que recuerda más a Mandela que a cualquier hijo de Occidente.
La Casa Blanca ha tenido por inquilino, y probablemente no lo tenga nunca, un sujeto graduado summa cum laude de Notre Dame con Bachillerato en Historia y Teología, que hable perfectamente latín, políglota, que tenga una maestría y doctorado en Economía del London School of Economics y un doctorado honoris causa en Humanidades y Letras.
Y es por esas características que es tan importante mi tardanza porque Barlet tal vez no sería el Barlet que es en mi mente y en la de muchos de los que vieron la serie si no fuera porque el momento histórico sin remedio obligaba a la comparación con el presidente que la realidad nos había impuesto. Por oposición binaria, Bush se convertía no solo en un sujeto mediocre que llegó al poder a través de una dudosa elección, sino en un pigmeo intelectual que no podía manejar con lucidez histórica, estadual y moral los retos de una presidencia que abría el milenio de un mundo post globalizado.
De modo que, toda esa propaganda pro americana que marca tan notablemente los libretos de Sorkin, tenía efectos opuestos de hacer sentir al televidente un manipulado orgullo por la grandeza de los ideales “americanos” mientras dejaba en prendas menores, casi en una exposición pornográfica la desfachatez del gobierno real y sus políticas internacionales. Para colmo de males, Barlet duró en la televisión casi el mismo tiempo que duró Bush al timón del “mundo”. Es así como con esta serie me pasó eso que desde niña había escuchado como un cliché y que como estudiante de literatura seguía escuchando como un disparate romántico de los pretensiosos lectores: “es que la trama es tan poderosa que crees que es real”.
Créanlo o no, más de una decena de veces me levanté en la mañana creyendo que Barlet era el presidente de EU, que tenía el Congreso cerrado por un tranque económico, que había un barco con indocumentados chinos tratando de entrar a EU para poder practicar libertad de culto, que había un preso en el “death road” esperando por el indulto de un presidente que estaba consultando esta difícil decisión con un hombre muy cercano al Papa, que se hacía lo imposible por lograr acuerdos de paz que llevaran al reconocimiento de un Estado palestino, entre otros asuntos que ciertamente estaban en la atmósfera de la realidad pero estaban siendo manejadas con la destreza irreal del presidente imposible.
Esta serie, aunque es uno de mis más sufridos desaparecidos, es también uno de los colosos del mundo serial. Por ello, me es imposible dedicarle una sola columna, sería un gesto malagradecido después de tantas horas de profundo entretenimiento intelectual. Sobre todo ahora, que Sorkin viene a menos y su lenguaje visual, musical y fílmico antes grandioso, empieza a quedarse en harapos y a parecer caricaturesco al tratar de trasladarlo a su nuevo proyecto The News Room, que sin duda dejará estragados a los que por años asistimos al festín del ala oeste.
La autora es periodista de cultura.