Una de las cosas más brillantes que tiene el cine, es ver cómo este arte se deja influenciar por distintas corrientes cinematográficas haciendo de él una de las expresiones humanas que más emociones y empatía puede causar al público.
Como muestra, nos topamos con directores de otras nacionalidades que construyen historias en lugares ajenos a los suyos, a su diario vivir y, además, utilizan actores de renombre para interpretar papeles cada vez más lejos de su rango actoral.
Así que cuando me enteré que el filme del director italiano Paolo Santorrino, This must be the Place, iba a estar en el Festival de Cine Internacional de Fine Arts, ajuste mi calendario para presenciar a Sean Penn en un filme de un director italiano cuya filmación se situó en Irlanda y en estados de la nación americana no muy vistos comúnmente en la gran pantalla de Hollywood.
Admito que no leí sobre la puesta en escena, ni sabía de que trataba el film, pero me dejé influenciar por la promoción del programa del Festival. Para ser especifico, a juzgar por la foto de promoción pensé que Penn interpretaría a una transexual neurótica en una comedia oscura. Para mi sorpresa, fue todo lo contrario.
This must be the Place trata sobre un estrella del rock de los años ‘70 y ‘80, ya retirada, y sobre su encuentro con la vida y su pasado. Esta se sitúa en Irlanda y cruza el charco hasta llegar a los Estados Unidos. Es aquí que la película gira completamente de dirección y de una comedia de situación pasa a una comedia dramática.
El personaje principal, Cheyenne, interpretado por Penn es uno exquisito. Una ex-estrella del rock que tras treinta años de no ver a su padre se entera de la muerte de este, lo que lo hace regresar a su antigua comunidad judía en las afueras de Nueva York. En ese momento, la trama de la película toma acción cuando Cheyenne decide continuar una hazaña legada a él por su padre.
Penn nos da a un roquero ya cansado. Con problemas de autoestima y en depresión que vive con remordimiento por su pasado lo que evita que viva su presente, lleno de lujos, una amorosa esposa (Frances McDormand) y amistades que lo apoyan en todo momento.
El director de este filme nos ofrece un personaje existencialista, que aunque lo tiene todo no tiene nada. Es por esta razón que a lo largo de la película, en lugar de que ver a un Cheyenne cumpliendo con la última voluntad de su padre, está tratando de buscarse a él mismo. Los personajes secundarios lo complementan. En especial aquellos que le acercan a cumplir con la última voluntad de su padre.
De otra parte, Santorrino construye la historia de una manera no muy habitual para el ojo acostumbrado al cine comercial lo que en mi opinión le da mucho valor al filme. Utiliza muchos planos de secuencia, planos de situación y un exceso de primeros planos uno tras otro. Constantemente cambia de paisaje. Paisajes que, por un lado, simulan el estado de certidumbre de Cheyenne y por el otro resaltan áreas que jamás uno se imaginaría de los Estados Unidos. Todo esto, presentado con una fotografía llena de colores, formas, texturas y hermosos paisajes.
El amor paterno filial, por su parte, es uno de los temas principales de la trama, pero entiendo que de menor importancia. El filme se centra más en la manera cómo el ser humano puede enmendar errores, hacer las pases con uno mismo y continuar viviendo de las grandes cosas que la vida te da.
No obstante a la genialidad del filme, a medida que se acerca el final se torna en uno predecible. Aun así, Santorrino sabe cómo mantener la duda en el espectador cambiando completamente la dirección de la película lo que a muchos podría molestar y a otros dejar pensando.
No puedo decir que la película es una joya. Mucho menos que me “voló la mente”. Pero en definitivo es una muy buena, entretenida y divertida. Esto al proponer una análisis del existencialismo del ser humano y haciendo una crítica al artista romántico sufrido mediante una comedia que muy bien puede apelar a un público joven como a uno adulto.