De pronto, una sensación de epifanía me sobrecoge hasta el tuétano y, como si se tratase de una metástasis autoreflexiva, poco a largo ese sentimiento se va transformando en razón y mi propósito con el escrito se va esclareciendo. Por un momento breve e intenso, reconozco mi lugar y me doy cuenta: toda esta intención crítica no es más que una manera de pasar y crear tiempo. Tal vez siempre lo supe, pero, en definitiva, nunca lo había querido confrontar; tengo que conciliarme con el alcance de mi trabajo.
Ser crítico de cine es un constante malabar entre goce y objetividad, que, en el mejor de los casos, me obliga a considerar la futura presencia de un lector, un interlocutor que no me puede responder y, por lo general, no tiene mayor conocimiento de lo que estoy hablando. No estoy seguro si mi trabajo se debe concentrar en meramente convencer y/o desalentar a ese espectador en potencia (o sea, promover su éxito o fracaso en la taquilla) o si mejor debo aprovecharme de mi propia subjetividad y hacer de la reseña-crítica un relato de mi propia experiencia ante el cine, más enfocado en recrear mi vaivén emocional antes, durante y después de la película abordada; acción que fácilmente pudiera desembocar en una impenetrable abstracción de conceptos disparatados.
Estas ideas se acamparon en mi frente cuando le llegue al Festival de Cine Internacional de San Juan el pasado martes. Iba a encontrarme con un pana para ver The Mill and the Cross (2010), de la cual no sabía nada. El interés se germinó con su lectura de la sinopsis, que aludía al desarrollo de una estética que relacionaba el cine con la pintura. “Algo como La inglesa y el duque (2001), de Eric Rohmer”, me dijo. Ante esa premisa, mi reacción tenía que ser inmediata, pues al no conocer a cabalidad su referencia, necesitaba decir algo que sonara la suficientemente erudito como para justificar mi apoderamiento de la conversación; hablar sobre lo que conozco es mejor que aprender algo nuevo. Asentí con el gesto y, en la primera pausa de mi pana, le respondí: “¡Claro! Este… sí, sí. Eso me recuerda a la primera película que vi de Raúl Ruiz, Hipótesis del cuadro robado (1979), en la que vemos una serie de recreaciones de cuadros que jamás fueron pintados”.
Seguí hablando por un rato y mi interlocutor, que en estas cosas es mucho más respetuoso que yo, nunca me interrumpió. Me envolví tanto en mi monologo (que no dudo estuvo compuesto mayormente de comemierderías [sic], pues no lo recuerdo casi nada) que fallamos en notar las señales que nos hacía el ujier. Eventualmente, el hombre se nos acercó: “Ya va a comenzar la película”. Me desconecté de mi palabrería y, muy calladitos, llegamos a nuestros asientos.
Casi al momento de sentarnos comenzó la película. Desde los primero minutos, ya presentía que me iba a disfrutar la pieza. La puesta en escena de Lech Majewski, que además de cineasta es pintor, es verdaderamente impresionante. El filme entero es una exploración de un cuadro del 1564, “Camino del calvario”, de Pieter Brueghel, el Viejo, que, como sugiere su título, presenta una multitudinaria escena, con mas de 500 figuras, representativa de la crucifixión.
Basado en el libro homónimo de Michael Francis Gibson, The Mill and the Cross es una interesante incursión en el campo de la crítica de arte, una especie de meditación cinematográfica sobre el alcance de la sensación pictórica. Durante el transcurso, pensé en Godard y su respuesta a Cahiers du Cinêma (en diciembre del 1962) sobre cómo su nuevo rol de cineasta estaba atado a su pasado como crítico de cine: “Actualmente me considero todavía como un crítico y, en cierto sentido, lo soy todavía más que antes. En vez de hacer una crítica, hago un film, pero en él introduzco la dimensión crítica”. Majewski, nunca fue un crítico profesional, pero al ver su película creo que no hubiese estado fuera de lugar en ese campo.
Aunque la trama es tenue no puedo decir que le falta. Solo hay tres personajes con diálogos (que de por si son infrecuentes): El pintor mismo, interpretado por Rutger Hauer, su amigo coleccionista de arte, Michael York, y Charlotte Rampling como la María del cuadro.
Los primeros dos comentan sobre la acción desde afuera, representando la pluralidad inherente del acto observador. El pintor habla de sus razones para el cuadro y la significación que se le sugiere a lo retratado, mientras que el coleccionista mayormente pregunta. La gestión del pintor es producir una observación, muy específica e inmutable, que, más allá de meramente retratar, sirva como comentario. El coleccionista, que en este caso representa al espectador, también mantiene una interpretación de lo visto, pero ésta es más para ser interiorizada que reproducida. El personaje de Rampling no interactúa con los otros dos, pero, sin duda, se puede considerar observadora. Ella es parte de las figuras del cuadro en sí, por lo que sus reflexiones sirven más para identificarnos con la humanidad de la escena; ahora deja de ser, únicamente, un objeto de arte. El resto de los capturados, por la pintura y por el filme, se comunican con gestos, poses y movimientos. No los escuchamos, pero los entendemos a plenitud.
Además de la bella cinematografía y el excelente manejo de efectos digitales, lo que más que me impresionó fue el alcance metatextual del filme. Sin tener que decirlo directamente, muy consciente de la capacidad analítica del espectador, Majewski hace un interesante estudio de las diferencias entre las modalidades representativas del cine y la pintura. Al final, cuando se nos revela el verdadero posicionamiento de lo acontecido, el alcance de la intención se hace explícito.
Se prenden las luces y retomamos la conversación; esta vez tenemos muchas cosas que decir. La pretensión de demostrarme cinéfilo o intelectual se disipa y me siento cómodo con escuchar. Pasa el tiempo y nos topamos con el momento de despedida. Muy sinceramente le agradezco la invitación, en realidad no hubiese visto la película de otra forma, y me dirijo hacia mi destino. Finalmente, ante la pantalla de mi computadora caigo en otra epifanía. Pienso en todo lo que Majewski pudo lograr con su particular modo de apreciación crítica y sé que las limitaciones de mi trabajo son solo una ilusión.