Escribir pensando en un límite de palabras para hablar acerca de límites geográficos sería un despropósito, sobre todo porque ahí radica el problema principal de nuestra región: América Latina. Las fronteras también pueden contarse mediante una reflexión interna libre, asociativa, más psicológica que geográfica. Estas nos hablan de la fragmentación total de un pueblo. Con el paso de los años, guerras, invasiones y saqueos se ha horadado la relación de hermanos separados al nacer. A ello se suman economías y políticas truncas que promueven el desconocimiento del otro. Es entonces cuando nace el miedo, y del miedo el odio: las fronteras de hoy nos hablan de xenofobia y conflictos absurdos.
La integración latinoamericana se ha visto siempre amenazada por el fantasma del nacionalismo, la xenofobia disfrazada de patriotismo y una mentalidad violenta que busca en el enemigo externo salvar el mal manejo interno. Buscamos explicaciones llegando siempre los mismos conceptos; dinero y poder, ansias que van más allá del neoliberalismo porque son más brutales y permisivas y generan riquezas a corto plazo con poco trabajo. Esta ecuación no la imaginaban ni los mejores economistas, pues es solo realizable en países que permiten el abuso y, peor aún, que lo normalizan, generando una cultura desequilibrada, una olla a presión que cada cierto tiempo amenaza con explotar.
La manera más eficaz de controlar un ambiente hostil con autoridades que se perpetúan en sus cargos al servicio del poder económico es a través de la división. Dividir para reinar y mantener el descontento entre fronteras; buscar creerse mejor que el otro, ojalá generando algún tipo de conflicto fronterizo cada cierto tiempo que provoque unión y cohesión interna y haga olvidar al verdadero enemigo. De este modo, pues, se descarga la frustración con el vecino. Varias potencias lo han practicado en nuestro continente, ya que para ellos este representa la reserva más grande a nivel mundial de materias primas. La fórmula, entonces, es fácil: alimentar el nacionalismo. Son los que después se llevan nuestros bosques, minerales, siembras y talentos.
Nos la vendieron bien fácil: la teoría del enemigo vecino gana. La distracción está bien hecha y caemos una y otra vez en los mismos errores que nos llevan a cuestionar nuestra propia identidad en llana oposición con el de al lado.
Colombia y Venezuela, Haití y República Dominicana, El Salvador, Honduras, Guatemala y México, Chile y Bolivia, Argentina y Brasil, son solo algunos de los tantos casos que ejemplifican lo anterior. Estas fronteras, marcadas con fuego, son territorios que curiosamente la mayoría desconoce y que, lamentablemente, solo sufren quienes las habitan. Ahí está la lucha por el control de las guerrillas entre Venezuela y Colombia o las minas antipersonales en el norte de Chile.
¿En qué momento nos volvimos tan hipócritas que tuvimos cara para criticar las políticas contra inmigrantes en Europa si hacemos lo mismo, discriminando de forma violenta a quienes por distintas situaciones buscan oportunidad en países vecinos? Criticamos –con razón– lo que acontece lejos, pero nos hacemos de la vista larga cuando se crean grupos nacionalistas para golpear y asesinar inmigrantes, transformándolos en esclavos o prostitutas a través de la trata de personas que aumenta sin control en toda Latinoamérica.
Cerramos nuestras fronteras a las personas y las abrimos al dinero para que se lleven a manos llenas nuestro trabajo, sin entender que podemos ser mejores si nos unimos y, sobre todo, reconocemos.
Para buscar una solución a esta dolorosa problemática, debemos educarnos más en nuestra historia que en la de los griegos, sin desmerecer la importancia de la segunda. Es que nos saltamos del descubrimiento de América hasta nuestros días, como si nada hubiese pasado en ese intervalo centenario que produjo la crisis de identidad que hoy sufrimos.
La educación es la solución, partiendo porque en Latinoamérica tendemos a confundir dos conceptos que no tienen nada que ver uno con otro: xenofobia y patriotismo. Esto se debe a que prácticamente en ningún colegio del continente enseñan nuestra historia, lo que llama tremendamente la atención de cualquiera, menos la nuestra, que lo vivimos y lo naturalizamos. Sabemos de historia antigua occidental, del “descubrimiento” de América y de ahí nos encerramos cada uno en la historia de sus respectivos países, con sus respectivas visiones sesgadas. Ahí radica uno de los peligros más grandes de la humanidad, el de la historia única, como dice Chimamanda Adichie.
Una persona que no conoce su historia tampoco conoce su verdadera identidad, y esto es lo que le pasa a Latinoamérica, que aún no se da cuenta que tiene una historia en común, que los acontecimientos que ha vivido un país son prácticamente iguales a los que han vivido sus vecinos, con particularidades, como así también la tienen los hermanos de sangre. Venimos de una raíz en común, pero como niños mimados no nos enseñaron a compartir y nos volvemos agresivos ante cualquier absurdo motivo, y a esa agresividad la disfrazan de patriotismo.
Es triste que nos desconozcamos, que no nos reconozcamos cuando nos miramos a los ojos, es triste ver cómo nos tratamos en beneficio de personas externas, que como buenos pescadores, ante río revuelto sólo sacan ganancias. No nos damos cuenta que dejamos que nos roben, que nos estafen, que nos traten como niños.
Es hora de dejar de lado esa estupidez para retomar el camino que hemos construido paralelamente, un camino que hoy tiene a las grandes potencias con miras en la región, porque crecemos mientras ellos caen, porque aunque no lo podamos creer, hacemos las cosas bastante bien. Lo único que nos falta, como dice Raúl Rivera en su libro Nuestra Hora, es creernos el cuento, creer en lo buenos que somos y mirar lo positivo, lo negativo ya cansó a muchos. Es hora de abrir los ojos para enfrentar el futuro aceptando el pasado, y no al revés.
Debemos enfrentar nuestros problemas en forma conjunta y no separándonos más a través de nuestras fronteras para que venga otro y de forma independiente se haga cargo de todo esto con un elevado costo para nuestro futuro. Dejemos de beneficiar a otros con nuestra inseguridad, porque el miedo es la herramienta más fácil para manipular.
Si hacemos justamente lo que los grandes quieren que hagamos, así seguirán reinando, porque somos nuestro peor enemigo, nos educaron mal y les sale barato desunirnos. Caemos una y otra vez, como niños, en un juego estúpido y sin sentido cuando deberíamos estar trabajando por una integración real en Latinoamérica, no para mirar nuestro pasado, sino para aceptarlo y mirar al porvenir, es ahí donde fallamos.
De una vez por toda levantemos la voz aquellos que queremos que esto cambie, que esto avance, que Latinoamérica por fin abra los ojos y trascendamos nuestras fronteras. Es inútil tanto derramamiento de sangre. Sólo entonces nos daremos cuenta que compartimos una historia, una cultura y un futuro, y que para eso debemos estar unidos. Ya lo dijo Eduardo Galeano. “Hemos guardado un silencio muy parecido a la estupidez”.
El autor es licenciado en Letras y Literatura en la Universidad del Desarrollo en Chile y posee una maestría en Gestión Educacional. Es profesor en la Universidad Andrés Bello.