En esta época en que la economía da muestras de insuficiencia cardiaca, donde no puede cumplir su función de garantizar la producción de bienes y servicios para la generalidad de la población, el tema de las relaciones jurídico-políticas con Estados Unidos cobra fuerza inusitada. Alguien dirá que eso es una necedad porque otros países sin problema de estatus también tienen crisis económicas.
Los apologéticos del capitalismo teorizan que las crisis de dicho modelo económico son cíclicas: van, vienen, y se superan como la naturaleza luego de la tormenta. Otros dicen que las corporaciones que controlan el capital en el mundo —y con él, las fuerzas de comunicación y la elaboración de estrategias— hacen que el modelo neoliberal sea la camisa de fuerza de todas las economías principales. Varios estados de Estados Unidos tienen disfunciones económicas que obligan a que se achique el gobierno, se controlen gastos del presupuesto para dar servicios sociales y se creen juntas de control fiscal que han recortado aun más su menguada soberanía frente al poder federal.
La receta para contrarrestar los efectos de las crisis económicas (el control de gastos sociales, la reducción de personal, y la eliminación de escuelas, municipios y regiones autonómicas) se ha impuesto en Latinoamérica, Europa y en varias jurisdicciones estadounidenses. El resultado ha sido el empobrecimiento de grandes sectores de la población, la reducción de beneficios sociales, la reducción de empleos en economías en las que no hay una base fuerte de inversión de capital, y la ausencia de una burguesía criolla que sustituya el rol patronal del gobierno y la inversión extranjera.
Los acreedores y los inversionistas privados tienen un esquema jurídico que les favorece porque garantiza que puedan cobrar. Es el principio de los que elaboran la norma lo que prevalecerá en última instancia.
Es la norma que confeccionan los representantes del poder político en países del G-7 (Canadá, Francia, Alemania, Italia, Japón, Estados Unidos y Reino Unido) que uniforman el sistema jurídico de los países en que tienen inversiones. Economistas, consultores de gobiernos —frecuentemente entrenados en universidades Ivy League— asesoran gobiernos extranjeros con modelos inflados, de modo que consigan préstamos sobre la base de un futuro crecimiento que nunca se va a dar, porque las proyecciones y modelos econométricos eran ficticios. Esos gobiernos son rehenes luego de esos organismos prestatarios y de las políticas públicas del gobierno que sirve a quienes les prestan.
Dice John Perkins, en Confesiones de un gánster económico: “La estancia en Colombia me sirvió para comprender la diferencia entre la vieja república norteamericana y el nuevo imperio global. La república [estadounidense] ofrecía una esperanza al mundo. Sus fundamentos eran morales y filosóficos antes que materialistas. Se basaban en los conceptos de igualdad y justicia para todos. Pero también supo ser pragmática, no un mero sueño utópico sino una entidad viva, activa y magnánima. Abría los brazos a los perseguidos y les concedía asilo. Fue una inspiración y, al mismo tiempo, una fuerza con la que era preciso contar: en caso necesario, podía pasar a la acción, como lo hizo durante la Segunda Guerra Mundial para defender los principios que representaba. Las mismas instituciones que amenazan la república, las grandes empresas, la banca y las burocracias gubernamentales, podrían servir para instituir cambios fundamentales en el mundo. Ellas tienen las redes de comunicaciones y los sistemas de transporte necesarios para acabar con el hambre, la enfermedad e incluso las guerras…”.
A fuerza de ser necio hay que decir que no podemos superar la crisis sin poderes soberanos. Necesitamos compartir bienes y servicios con los países que los suplan a mejor oferta. Es urgente que podamos proteger nuestros productos y vender, exportando al mejor postor. Hacer tratados con quien convenga exportar lo que tenemos en tecnología y conocimiento para conseguir lo que nos falta en materia prima y producción de alimentos. Esperar a que nos den permiso, que nos suelten las manos para ejercer la soberanía que nos pertenece, es soñar con musarañas que no están en el ADN de quien las usurpa.
El autor es expresidente del Colegio de Abogados y Abogadas de Puerto Rico.