Los agrocombustibles ganaron la atención (y las inversiones) del mundo en el nuevo siglo y crecen a un ritmo espectacular.
Actualmente, los biofuels [biocombustibles] de primera generación (produc idos a partir de cultivos alimentarios) responden por el 1.5 por ciento de los combustibles usados en el transporte y por el dos por ciento del área total de plantaciones en el mundo. Pero, ¿por qué tanto alarde? Uno podría pensar que el hecho de que representen apenas 0.3 por ciento de la oferta energética sea suficiente para dejar los debates y críticas a un segundo plano y, además, que es natural que las empresas y los países inviertan en una alternativa al petróleo (un proceso que, aparte, podría ser el motor del desarrollo rural del Sur y que contribuiría a reducir las emisiones de CO2). Pero los impactos y dinámicas desencadenados por las altas inversiones en el sector no dejan que el debate se enfríe, y cada día surgen nuevos planteamientos que cuestionan la capacidad de los agrocombustibles para disminuir la pobreza y favorecer el medio ambiente.
Los agrocombustibles son responsables por el siete por ciento del uso bruto de cereales y por el nueve por ciento del uso de aceites vegetales. Esos índices
llegarán al 12 y al 20 por ciento, respectivamente, en 2018. Eso es un indicador que los precios de los alimentos no tenderán a bajar en los próximos años y que los países que hoy se ven afectados por la crisis de alimentos deben prepararse para gastar más en importaciones. Ese dato debe ser combinado con aquel que apunta hacia una mayor dependencia alimentaria, en especial de los países africanos, que tendrán su potencial agrícola reducido de 15 a 30 por ciento hasta el fin del siglo a consecuencia del propio cambio climático. De los 52 países menos desarrollados del mundo, 43 son importadores de alimentos.
No sabemos aún en qué medida los beneficios que son apuntados en la defensa de los agrocombustibles serán concretados, especialmente en lo que concierne a las emisiones de CO2, porque hay especificidades dentro de cada cultivo y los impactos pueden variar según la forma de producción.
Por otro lado, las consecuencias negativas son sensibles y visibles hoy día, como es el caso de las deforestaciones por quema en Brasil o la violencia por la tierra en Colombia, y demandan políticas que repiensen el actual modelo de inversión, plantación, cosecha, comercialización y transporte.
ETANOL Y ESCLAVITUD: PERSPECTIVAS SOBRE EL MODELO BRASILEÑO
Es cierto que el alto precio de los alimentos podría contribuir al aumento de los ingresos de la población rural, pero todo dependerá del modelo de gestión e inversión que se aplique. Como podemos ver en el caso de Brasil, hoy el mayor productor de etanol derivado de la caña de azúcar (60 por ciento de la cosecha es destinada a los combustibles),
la producción es mayormente controlada por grandes usinas [industrias de energía] con un incremento de la participación del capital internacional en los últimos años en grandes latifundios que reproducen y agudizan un modelo históricamente desigual de reparto de la tierra y de monocultivo para exportación. Ese modelo afecta en especial los pequeños agricultores y, en mayor medida, a las mujeres del campo, que tienen menos acceso a los recursos necesarios para participar de ese mercado.
Por otra parte, además de tornar aún más vulnerables los pequeños productores (especialmente aquellos que no tienen títulos legales), el modelo basado en la caña de azúcar practicado en Brasil amenaza las áreas de preservación y de poblaciones indígenas, presiona otros sectores, como el de la soja y del ganado, desplazándolos para áreas de la floresta Amazónica, y amenaza el medio ambiente en la medida en que consume mucha agua y exige altas dosis de pesticidas (la caña es el tercer cultivo donde más se emplean esos productos).
Además, es común que las áreas destinadas a la plantación sean “limpias” a través de extensas quemas, lo que es incompatible con la propaganda que defiende el etanol como la gran alternativa a los combustibles minerales .
Pero lo más escandaloso dentro del modelo brasileño parece ser la utilización de mano de obra esclava. Cerca del 45 por ciento de los 4,234 trabajadores libertados en 2009 provienen del corte de la caña. Según un estudio del centro de monitoreo de agrocombustibles de la red Repórter Brasil, más de un millón de personas están empleadas en ese negocio económicamente prometedor (creció 7.1 por ciento entre 2008 y 2009), pero social y ambientalmente devastador. La mayor usina actualmente en funcionamiento en el país, la gigante Cosan (uno de los mayores grupos económicos brasileños con negocios en distintos segmentos industriales, que también posee las marcas del Azúcar Unión y de las gasolineras Esso), está en la lista negra del ministerio del trabajo. Aún así, como una perversa ironía, la empresa recibe del gobierno un certificado de boas prácticas (buenas prácticas ambientales) dentro del programa Etanol Verde y los subsidios del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES).
Esas distorsiones son las que crean el rechazo de diversas organizaciones y movimientos al modelo que se está implementando en todo el país como política estratégica. Aún no se ha logrado un acuerdo de alcance nacional entre asociaciones empresariales y sindicatos para el establecimiento de los criterios para la expedición de un certificado nacional (lo que, por otra parte, no parece representar una barrera para el gobierno, que no solo viene negociando más contractos de exportación, como parece incentivar la concentración de ese mercado en cada vez menos manos).
Mientras tanto, se sigue incentivando a la población de los estados más pobres de Brasil a migrar para el sudeste y el centro-oeste, donde más se planta caña y soja, respectivamente. Los trabajadores crean deudas luego al dejar sus ciudades, que a la vez pierden capacidad productiva y no reciben cualquier beneficio o remesa. La media de los sueldos es de hambre: 1053 reales, alrededor de 476 euros por mes.
La agudización de la pobreza y principalmente de la desigualdad en el campo es otro factor que se suma al cuestionamiento. ¿Son realmente los agrocombustibles derivados de cortes alimentares factores positivos en la lucha contra el calentamiento? Si tenemos en cuenta que la pobreza en sí esta relacionada a la degradación medioambiental, como muchos autores tienden a enfatizar, es posible que el saldo sea negativo. Esos son algunos de los motivos que levantan sospechas sobre el modelo que hoy es predominante
en el mercado de agrocombustibles. Especialmente porque, tal como se presentan las tendencias, los cultivos y las inversiones se centrarán en los países del Sur, con más disponibilidad de tierras y con mano de obra más barata. El reto de enfrentar las consecuencias de la especulación sobre la tierra y sobre los insumos alimentarios será, por lo tanto, de los países más pobres, donde los índices enseñan que habrá el mayor aumento poblacional en los próximos años y donde la alimentación tiene mayor peso en el presupuesto familiar, llegando a demandar del 40 a 70 por ciento de los recursos.
El tema cobra más responsabilidad, debates e inversión sobre un área que se mantuvo al borde de la globalización. La pobreza rural es un hecho que acompañó los procesos de industrialización e inserción de las economías en desarrollo en el comercio internacional y hoy, como indica Ángeles Sánchez en su publicación. La crisis mundial de los alimentos: causas y efectos en relación a América Latina y África, es sobre la que recaen las responsabilidades de lidiar con el cambio climático, con la producción de energía y con la alimentación del mundo.
¿HAY SALIDA?
El cambio climático, además de retos para la humanidad, presenta oportunidades para el desarrollo de nuevos mercados relacionados a las energías renovables y menos contaminantes. La actual “fiebre” de los biocombustibles es producto de esa situación y responde a intereses políticos y económicos. Para los países, son un recurso estratégico en la medida en que mejoran la seguridad energética y equilibran la balanza comercial. Por otro lado, también surgen como oportunidad para desarrollar el campo a través de la creación de empleos y del aumento de la renta. La mayor disponibilidad de energía en esas áreas, con una explotación a nivel local y comunitario, también podría ser un factor positivo, especialmente para las mujeres, y tendría potencial para revertir la situación de empobrecimiento del campo que se verifica en muchos países en desarrollo.
Pero el modelo de explotación que se v iene aplicando hoy responde a lógicas claramente especulativas y está echando a perder los beneficios que ese nuevo mercado podría traer a la población rural. Gran parte de los que hoy son protagonistas en la compra de tierras en Etiopía o Sudán para la producción de insumos para el mercado de biofuel, por ejemplo, son fondos de inversión que nunca han tenido relación con el mercado de commodities [materias primas]. El impacto en los precios de los alimentos es una prueba, así como el creciente descontento de las poblaciones campesinas que se ven desplazadas por el aumento del valor de la tierra.
Las soluciones son múltiples, tal como la naturaleza del problema, pero pueden empezar por desvincular dos mercados distintos y, quizás, incompatibles. La inestabilidad de los precios de los alimentos por cuenta de la demanda de energía puede ser evitada, por ejemplo, a partir de la inversión en alternativas a los agrocombustibles de primera generación, es decir, en la fabricación de energía a partir de desechos o cultivos que no sean alimentos y que no críen disputas por las tierras fértiles, evitando así la especulación y el desplazamiento de los pequeños
campesinos.
Además, es preciso invertir en el diseño de políticas para aprovechar las oportunidades en términos de renta y empleo que pueden ser generadas con el mercado de agrocombustibles. Sin las debidas iniciativas políticas y económicas, tal como anuncia la FAO, “esas oportunidades no serán repartidas igualmente entre los diferentes grupos e individuos”, y las mujeres y hombres del campo serán aún más apartados de los beneficios de la agricultura comercial. Eso se conseguiría a través de sellos o certificados legítimos (y, ¿por qué no?, a través del desarrollo de una normativa internacional vinculante) que el mercado de agrocombustibles no esté basado en el subempleo y en el acaparamiento de grandes extensiones de tierras, ni en la degradación del medio ambiente. Si tres variables de tamaña importancia en los días de hoy (comida, energía y medio ambiente) confluyen en ese debate, es indispensable pensar en mecanismos de ese tipo. Y hoy día tenemos las instituciones, los recursos, las informaciones y las personas para hacerlo.