Juan Cruz Ruiz, un canario de 67 años, le huye a las miradas de reojo. Cree en la mirada respetuosa del periodista, no con desdén. Lo sabe muy bien, pues ejerce el periodismo desde los 13 años, cuando comenzó contando los juegos de fútbol. En sus ojos se confunden el negro y el azul por el arco senil que los ha teñido. Tal vez, la incontenible voracidad por la lectura, las incontables horas escribiendo frente a un monitor y demás andanzas han pigmentado sus ojos, así como han blanqueado su cabello.
Es accesible, afable, conversador y aun mejor escucha, lo que explica su éxito. Decirle usted le resulta deleznable. “Dime tú, vos, -tigo”, bromea. Es un periodista respetado que ha escrito sobre una veintena de libros, ha entrevistado a insignes escritores y artistas y es uno de los fundadores del afamado, y muy leído diario español, El País. De hecho, su amigo, el periodista y escritor nicaragüense Sergio Ramírez, lo celebra en su libro Juan de Juanes. Su trabajo evidencia el entusiasmo de contar, elemento sustancial en el oficio, según dice. A todo esto se le suma una cualidad fundamental: la humildad.
Hace poco, aquí en Puerto Rico, estuvo impartiendo un taller de periodismo narrativo organizado por la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) dentro del Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), en el que participaron 10 periodistas de distintos países de América Latina. No contó con un libreto, sino con un intercambio muy sano de ideas porque no llegó a enseñar, sino a aprender. Y todo con una humildad desbordante, como si no fuera justo contar con él como referencia y guía en el ejercicio de contar.
-Ustedes me traen sus dudas y yo les contestaré con las mías.
Se marchó con mucho estímulo de la Isla. “Me siento útil”, comenta el ahora maestro de la FNPI. Lo dice como si no hubiese sido útil desde hace 54 años, cuando comenzó a hacer periodismo con algún atisbo de renuencia. Fue cuestión de tiempo convencerse de que el periodismo sería su vida, un sacerdocio, que llegó por la lectura y la escritura que pulieron las incalculables pasadas de página que dio de chico sentado en su casa en Puerto de la Cruz, en Tenerife.
–Como el lector voraz y ávido que eres, ¿recuerdas cuál fue el primer libro que tuviste a tu haber y que disfrutaste? ¿Cómo describes el ejercicio de leer?
-Los primeros libros los tomé prestados de una biblioteca que se llama Instituto de Estudios Hispánicos, en mi pueblo, el Puerto de la Cruz. El primero fue Oliver Twist, de Charles Dickens; con ese me llevé uno de Julio Verne y otro era Pequeñeces, del Padre Coloma, ignoro por qué. Los leía junto a una cañería, en mi casa, por la tarde, de modo que el acto de leer siempre lo asocio a aquellos momentos en que mi madre hacía café y nos quedábamos solos en casa, en medio de un silencio que ya siempre asiste a mi memoria de aquellas horas. Luego volvía el bullicio de la calle y de la casa y yo dejaba de leer. Leer me hizo; en mi casa no había hasta entonces ni libros ni periódicos; llegaron gracias a la radio, que me enseñó la sintaxis de escribir y de leer, y a una hoja de periódico que le dejaron a mi madre para que se enterara de un grave accidente que hubo en la isla de La Palma. Ahí ella me enseñó a leer.
–¿Cómo llegaste al periodismo? ¿O, acaso fue que llegó a ti?
-Llegó en esa hoja de periódico, en la radio, en los cuentos de mi madre, en la sintaxis, una habilidad que yo ignoraba que tenía y que me descubrió mi primer director, el que aceptó mi primera crónica destacando, al publicarla, ese supuesto dominio sintáctico que me asistía. ¿Llegué yo al periodismo? Llegamos juntos la radio, el periódico, mi madre y yo.
Su relación con su madre y su infancia son alicientes en su trabajo literario y periodístico. Cuando habla de su niñez lo hace con candidez, como con la ilusión de repetirla. Juan piensa, como dice el alemán Michael Krüger, que “a veces la infancia nos manda una postal”. Sirve de ejemplo su novela autobiográfica, El niño descalzo, en la que recoge la infancia de tres generaciones: la de su nieto, la de su hija y la suya. Es un texto enternecedor, en el que cabe el mundo entero a través de la mirada absorbente e intuitiva de la niñez.
–Escribiste un libro que narra la infancia de tres generaciones. ¿Qué te motivó a escribir un libro así? ¿Cómo fue tu infancia y tu relación con tu familia?
-Uf, de eso he escrito muchísimo, algunos libros, muchos artículos, multitud de entrevistas tratan de esa experiencia, lo más rico y arriesgado de mi vida. Fui un muchacho excesivamente enfermo: enfermo de enfermedad, el asma, pero también enfermo por causa de los extremos cuidados que me prodigaban en casa, como si estuviera siempre en riesgo de morir. No era sólo una sensación, ellos, mis padres, mis hermanos, conocían ese riesgo porque lo habían padecido. Quien no sabía de ese riesgo, nunca supe de veras, fui yo mismo, de modo que en cierta manera mientras para ellos la vida pendía del hilo de mi respiración, para mí la vida era el día siguiente. Así ha sido durante mucho tiempo. A desentrañar esa época dediqué mi mayor esfuerzo literario, sobre todo a partir de la muerte de mi madre, una persona alegre que al final de su vida ensombreció su rostro, ensombreciendo así, también, mi memoria de aquellos años, como si yo no le hubiera ayudado al fin a tener la alegría que su propia enfermedad la llevó a perder.
Pero los padecimientos se sumaban a la sombra de un padecimiento del país: la dictadura. El franquismo (1939-1975) estuvo siempre en el umbral de la crianza de Juan (1948) y marcó –más que su niñez, adolescencia y juventud– al periodista. La Ley de Prensa de 1938 mantuvo en vilo al mundo de la información, y bajo una mordaza a los periodistas.
–¿Cómo fue para ti crecer en una España en dictadura? ¿Cómo eso te cambió la mirada e influyó en tu quehacer como periodista y escritor?
-La dictadura era grosera como una mano negra; estaba sobre nosotros de tal manera que ya su sombra se parecía sin más a la vida. La sufríamos, pero formaba parte de lo cotidiano, como una enfermedad molesta que a veces parecía leve y a veces era bochornosa, como un ataque de dolor. Imagino que nos hizo más mezquinos, porque nuestra educación no fue buena, y nosotros, los seres humanos, somos como la hierba del paisaje, nos mimetizamos. Para sacarnos de arriba ese lastre creo que tendríamos que nacer de nuevo, y eso no es posible. La dictadura, su efecto y su desafecto, está prendida en nuestra piel y en nuestras agallas; el país no ha cambiado demasiado con respecto a los modos dictatoriales, pues aún no sabemos hablar entre nosotros como si no hubiera un dictador mirándonos.
Tras esa dictadura, con alguna pizca de nuevo brío, Juan, como otros tantos colegas, estaba inquieto y deseoso por innovar e informar. Así, tras la caída de Franco –que llegó con su muerte– y junto a figuras como Juan Luis Cebrián, nació El País, lugar en el que ha prestado su tinta y en el que ha sido una de las figuras más destacadas.
–Cuéntame de los inicios de El País, ¿cómo se materializó lo que hoy es uno de los medios más abarcadores del habla hispana en el mundo?
-Fue una decisión largamente acariciada por un grupo muy diverso de españoles de todas las tendencias que ansiaban tener un periódico moderno en el posfranquismo. Nació en 1976, cuando ya el dictador estaba enterrado, pero no su régimen. Ayudó El País a que la transición fuera viable, y culminó ese trabajo civil, a grandes rasgos, cuando fue el único medio escrito que afrontó el golpe de estado de 1981 saliendo a la calle cuando aún los diputados estaban retenidos bajo amenaza en el Congreso. Es un periódico liberal de centro izquierda, que fue durante mucho tiempo el sentido más habitual del voto en España, y así sigue siendo. Ahora acaricia una vocación hispanoamericana que siempre latió pero que ahora, con las posibilidades positivas que tiene la globalización, con otras que son seguramente muy negativas, es mucho más fácil de cumplir. Y yo me siento muy motivado por esa posibilidad, pues sobre todo desde mis tiempos como director de Alfaguara yo me siento absolutamente hispanoamericano, no sólo por ser de las islas Canarias, el camino de Colón hacia tu propio pueblo.
En sus años, la literatura no ha estado aislada. El periodismo y la literatura conviven en él. Le dan vida. Por eso ha escrito para ambos y sobre ambos. En el periodismo, Especies en extinción, Toda la vida preguntando, entre otros. Y en la literatura, El canto del cisne, Ojalá octubre, y otros tantos.
–Con sobre una veintena de publicaciones, ¿cuándo determinaste que escribirías literatura y cómo describes el quehacer literario?
-La literatura es mi respiración, el periodismo son mis pies. No podría caminar sin una ni otro. Ahora escribo de eso, precisamente, en un libro que titulo El oficio invencible. No puedo disociar, en mi mente, ambos oficios, pero soy consciente de sus diferencias, y procuro ajustar mi ánimo al de mi casa cuando escribo y al latido del periódico cuando hago el oficio al que llegué de tan chico.
Ese oficio, el que uno de sus amigos llamó “el mejor oficio del mundo” le ha dado innumerables satisfacciones. Mas, sería válido decir que ha sido él quien le ha dado al oficio una inmensurable alegría y un alentador entusiasmo. Y es que cuando charla sobre el periodismo Juan sabe quitarse el reloj de su muñeca, cruzarse de brazos, escuchar y hablar, congraciándose con quien sea. Su vocación lo hace amigo de cualquiera, desde García Márquez y Jorge Luis Borges hasta un joven novato que lo mira con admiración.
-Sobre la frase de tu estimado Gabo, que se refirió al periodismo como “el mejor oficio del mundo”, ¿tú qué crees? ¿Es el mejor? ¿Cómo podemos exaltar el oficio sin exaltar a los periodistas y no caer en la pedantería?
-A mi padre le encantaban las vacas, las gallinas, se emocionaba con sus hallazgos y con sus inventos, lloraba de risa ante las ocurrencias de las cabras. ¿Quién soy yo para pensar que mi oficio me hace más feliz que ese oficio de mi padre de ver reír a sus cabras?