La clase comienza a las 10 de la mañana. Por lo regular, a esa hora voy cruzando apresuradamente la Plaza Antonia del recinto riopedrense de la Universidad de Puerto Rico. Entre desniveles, bancos, piezas de arte de conciencia social, árboles y arbustos podados, se entrevén figuras fragmentadas por el entorno, escondidas. Echados sobre el costado, lamiéndose el pelaje, imperturbables y desinteresados: son gatos.
La Plaza Antonia tiene una colonia de gatos. Se pueden ver debajo de los bancos, entre los arbustos, sobre la grama de las áreas verdes, sus cuerpos esbeltos escurriéndose sobre la escalera que lleva al sótano de alguna oficina. A veces solo se avista uno, a veces dos. Son gatos callejeros. Muchos llevan cicatrices que revelan su condición de vagabundos, desprovistos de los cuidados médicos y el calor y seguridad de un hogar.
Han llegado a la plaza y allí han permanecido debido a que, así como se avistan fugaces los felinos, hay platos y periódicos con montoncitos de comida seca que aparecen igualmente fugaces. Sujetos que prefieren no hacer mención de su labor altruista son quienes se encargan de dejarle el alimento, escondido tras zafacones o verjas de cemento. “Nosotros no queremos que se hable de esto porque se presta para problemas”, dice María, una de las empleadas de la universidad que alimenta a los gatos, “los muchachos están trayendo gatitos bebés y los están dejando por ahí.” No están ayudando a la situación.
Por su parte, el doctor Francisco Amundaray, quien dirige una clínica veterinaria en el pueblo de Cayey junto a su esposa, la doctora María Castillo, dice que las colonias se forman donde hay abundancia de comida. En un entorno natural, el animal come cuando caza. Al encontrar el alimento más fácil, el cuerpo metaboliza más rápido y se consume. Es en este momento que entran en celo, como método de preservación de la especie. De acuerdo a la anatomía felina, el gato tiene en su pene unos apéndices que, al penetrar a la gata, causan que ésta ovule. En su método reproductivo, los gatos garantizan un cien por ciento de concepción. Es por esta razón que se recomienda esterilizar y castrar como parte de los cuidados a una colonia: para controlar su propagación. El doctor lo ve como un ciclo en el que el humano no hace más que estorbar ya que su intervención trastoca el comportamiento natural del mamífero.
Los felinos han sido domesticados por milenios antes de Cristo: en Chipre se encontraron los restos de un gato junto a los de un humano en una tumba que data del séptimo milenio a. C. Sin embargo, su domesticidad más popularizada es la dada durante la época de los faraones en Egipto. Aunque en un principio el gato era considerado un método eficaz para eliminar las ratas y víboras, su agilidad, su misterio y su independencia le valieron de una adoración que cobró intensidad al instalar a los felinos en su mitología, con la presencia de las diosas Bastet y Sekhmet. La primera simbolizaba la fertilidad y la maternidad, protegía a la familia de enfermedades y espíritus malignos; era la diosa de la danza, el placer, la música y la felicidad cuyo culto involucraba una peregrinación que culminaba en vino y desenfreno. La segunda simbolizaba la fuerza destructiva, la guerra y las plagas. Según el mito, el dios del sol, Ra, la logró domesticar emborrachándola y volviéndola en una poderosa protectora de los humanos. Ambas diosas se representaban con cuerpos femeninos y cabezas de felinos: Bastet con cabeza de gato y Sekhmet con cabeza de león; ambas diosas juntas simbolizaban el equilibrio de las fuerzas de la naturaleza.
Y es que hay algo en ese meneo de caderas de los gatos que es muy femenino; sus patas parecen tocar el suelo en puntillas, así como cuando las mujeres calzan sus zapatos de tacón alto y la búsqueda del equilibrio le da al esqueleto ese swing distintivo. Es preciso mirarlas pasar por la Plaza Antonia, erguidas, con gracia en la postura y en la cara su cat eyeliner que simula los ojos rasgados de los felinos. Se dice que en Egipto las mujeres pintaban sus ojos de esta forma en honor a los gatos que veneraban.
A lo largo de la historia se ha comparado a la figura femenina con la de los gatos. Éstos siendo capaces de producir movimientos sensuales, precisos, fatales. En una de esas veces que esperaba a Godot en la Plaza Antonia, vi cómo dos gatos repechaban por un árbol. Uno de ellos se preparaba para dar un salto hacia una de las ramas: tensaba sus patas traseras, la columna en forma de “s” desembocaba en el cuello erguido, las orejas atentas, los bigotes y cejas como un halo de hilos frente a su cara, antenas sensitivas al más mínimo movimiento. Pero su cola, oscilando detrás de él, parecía un cuerpo extraño que no pertenecía a aquel gato tensado. Se movía con vida propia, errante. Producía un profundo trance en esa danza de acecho. Así como las femme fatale de los film noir utilizaban sus encantos para manipular a los hombres a actuar según su malvada voluntad; los engatusaban.
Felino y fémina, ambos considerados fieras en gran medida por la incapacidad de la sociedad de descifrarlos fácilmente. Ambos devastadoramente hermosos. Su pelaje, ya sea corto o largo, sedoso, aterciopelado. Son cariñosos, afectivos, pero sólo cuando les parece. Sus garras encubiertas, literal y figurativamente. Se les ha tildado de traicioneros y ha quedado en el subconsciente colectivo.
Durante la Edad Media se demonizó la figura del gato y se le vinculó con las brujas. Se decía que éstas podían transmutarse en gatos para hacer sus fechorías, y que los felinos eran humanos que ellas habían hechizado. Hoy día persiste esa relación –y particular rechazo- entre la mujer y el gato en el mito de la mujer solterona: la loca de los gatos; si una mujer llega a cierta edad y no se ha casado va a buscar en éstos su consuelo. Y la habilidad de los felinos en proliferarse y colonizar un espacio (las gatas pueden tener hasta tres particiones por año) le proporcionaran a esta dama con un batallón que sustituirán el lugar del hombre como amor platónico.
Persiste, además, el mito de los gatos en el plano del ocultismo. No obstante, aquí su figura se polariza: para unos el gato negro es un auguro de mala suerte y para otros es la entrada a lo desconocido, un portal paranormal, y a la vez, protege en contra de la negatividad.
Lo que sí es concreto es la posibilidad de enfermedades que se pueden propagar debido a los gatos. Éstos se pueden infectar por un parásito, el T. gondii, que se encuentra en las carnes crudas –en los roedores se aloja en los músculos- y causa una enfermedad identificada como toxoplasmosis. La doctora Castillo explica que los gatos son los únicos animales que desechan este parásito por la excreta. Esta enfermedad, que se manifiesta con síntomas similares a un catarro como fiebre o malestar, es especialmente peligrosa en los fetos, ya que puede causar deformidades. Aunque la doctora hace un llamado al common sense: si el gato es doméstico, no sale de la casa y no consume carnes crudas, no está infectado; si estás embarazada y dudas de si el felino está contaminado, no limpies la caja donde defeca. En el caso de la Universidad, ha habido al menos un caso de un profesor que sufrió una reacción alérgica que se adjudica a la presencia de los gatos en el entorno.
Estas colonias traen problemas de salubridad y limpieza. En ocasiones, mientras daba la carrera contra el reloj para llegar hasta la clase de las 10 me asaltaba ese hedor particular a heces fecales gatunas que me obligaba a fruncir la nariz. Además, estos felinos son depredadores aun cuando están domesticados; está en el instinto, y no siempre cazan para alimentarse. Esto resulta en cadáveres tirados por el lugar y la posibilidad de más enfermedades.
En algunos espacios privados, como lo es la fábrica Actavis donde labora el ingeniero Rubén Torres como Director de Facilidades, la plaga se atiende desde un entendimiento distinto. La entrada de los gatos, al igual que cualquier otro animal, a las áreas de producción y manufactura está prohibida según regulaciones de las agencias federales. El ingeniero añade que el reglamento exige que, incluso los humanos –nosotros- utilicen bata para entrar a dichas áreas y evitar la contaminación de las mismas. Recalca que los gatos son domésticos.
Los gatos son domésticos. La doctora Castillo –a quien su esposo considera la más “gatúvela” de los dos, por su afinidad y pericia en el tema- asegura que éstos son tan domésticos como los perros, e igual de agradecidos también. Como todo: depende de quién y cómo los críen. En cuanto a la creencia equivocada que alude a su condición de Judas Iscariote, la doctora explica que esto puede ser redirected aggression, que ocurre cuando el animal no puede responder directamente a alguna amenaza externa y descarga sus frustraciones con quien esté dentro de su alcance.
Más allá del repudio que puedan provocar en algunas personas, ya sea porque son rencorosos, porque son nocturnos y remiten a las brujas y el ocultismo o porque los gatos son caprichosos y medio gilipollas, también son capaces de inspirar ternura. Este es el caso de Priscilla, una estudiante de la Universidad que se ha preocupado por el bienestar de la colonia de la Plaza Antonia. Ella me cuenta que intentó hacer un llamado a través de las redes sociales para que estudiantes pudieran aportar “aunque fueran cinco pesitos” y así lograr alimentar, castrar o esterilizar y proveerle calidad de vida a los felinos. Pero su iniciativa, que en un principio generó cierto interés, quedó “en nada”. Su angustia y molestia palpables aún en esa tarde, meses luego del desplante. Los esfuerzos por controlar y cuidar de la colonia carecen de consistencia, lamenta Priscilla. Hay una organización estudiantil llamada Patitas Riopedrenses que se dedica a rescatar animales, y que ha hecho algunos esfuerzos, como llevarles comida y castrar o esterilizar a algunos gatos. Pero no es suficiente, dice la estudiante. Aunque también reconoce que para los estudiantes no es fácil aportar monetariamente y con labor voluntaria. En su caso, ella también trabaja y debe mantenerse económicamente, ya que su única ayuda es la beca. “A veces le paso por el lado a María y me escondo porque ese día no puedo darle nada”, dice mientras esconde sus cachetes tras sus manos, “me siento mal y quisiera ayudar, pero no puedo.”
Por mi parte, al finalizar uno de tantos días y de vuelta a casa, cruzando la plaza veo a un gato amarillo desparramado sobre el concreto. Sus ojos entrecerrados, la cola siempre oscilante. Su pelaje se asemeja a los campos de trigo que se ven en las películas sobre el Midwest norteamericano. Me le acerco para tocarlo y los ojos se le agrandan, las pupilas se le encojen en dos rayas negras amenazantes y pone las patas firmes en el piso, mientras apoya la mandíbula sobre el cemento. Los felinos son capaces de sentir su entorno a través de vibraciones que captan con su mandíbula. Es por esto que la apoyan en el suelo cuando van a atacar. Retracto mi mano. El gato se vuelve a relajar sobre su costado y yo sigo mi camino. “Gato callejero”.