Podríamos establecer que, en las últimas dos décadas, el concepto ‘derecho a la ciudad’ ha tenido un resurgir. Sin embargo, dicho entendimiento se remonta a la figura de Henri Lefebvre en 1968 y nace de la problemática de la privatización de la ciudad al interés exclusivo del mercado y su acumulación de capital.
Desde los 90 se ha retomado este concepto como un derecho colectivo para construir propuestas alternativas a las realidades críticas de la vida urbana, ocasionadas por las políticas de la acumulación y la privatización de espacios.
Lefebvre, en síntesis, hablaba sobre la necesidad de construir una propuesta política a partir de la ciudad y sus espacios. Dentro de ella y, por su uso colectivo, se optaría por la posibilidad de que la gente volviera a ser dueña de la ciudad. Este concepto en sí no es sinónimo de un derecho adicional, sino que es la entremezcla ya existentes. Incluye como eje la participación ciudadana, la gestión colectiva, democrática y sustentable del entorno y de la ciudad.
La participación supone practicarse en su forma directa y debe predominar el interés general sobre el individual. Se da ciertamente a través de los movimientos sociales y alejados, en muchas ocasiones, de los mecanismos formales para la participación. Según David Harvey, este concepto es, en síntesis, la legitimación de todo individuo a participar en la formación de una ciudad que se acople al bienestar colectivo. Para Lefebvre, el derecho a la ciudad es, entonces, “el escenario de encuentro para la construcción de la vida colectiva”.
Como parte de un intento de poner en acción este concepto, grupos como el Colectivo Vuelta Abajo y otros artistas independientes como los gestores del Semáforo Tour se han dado a la tarea de ocupar las plazas para hacer de estas, espacios públicos reales. Se trata de un intento de autogestión que busca, en su fin máximo, crear nuevos espacios donde surjan alternativas a las ya existentes y que dominan nuestra conciencia colectiva.
Utilizando el arte como vehículo, estos “performeros” hacen de las plazas, las calles y demás espacios públicos una provocación e invitación a retar el dominio del poder que solo poseen unos pocos. Es ese modelo alternativo que proponen, el que reta los paradigmas tradicionales de lo urbano y, por ende, de lo colectivo. No solo se transforma a través de la utilización de espacios en la ciudad, sino que la transformación se da también a nivel social.
La importancia de la autogestión les permite comunicar una propuesta política a sectores que de alguna otra manera no tendrían acceso a dicha información. Este público, que a su vez se hace protagonista, va desde infantes con apenas meses de nacidos, hasta el ciudadano anciano que simplemente se encontraba dando una vuelta por la plaza de la ciudad.
El espacio permite la convergencia de las clases acomodadas que salen de la catedral, hasta el deambulante que duerme en las banquetas de dicho espacio. Y es que, precisamente, las plazas son espacios públicos por definición. Son el lugar donde se da el encuentro entre clases sociales, entre etnias, entre culturas, entre humanos. Ante la crisis, entonces, resurgen los espacios públicos como el escenario ideal para denunciar, conspirar y cooperar. En ese sentido las calles y las plazas de la ciudad son lugares que expresan y se hacen cómplices de la necesidad de autonomía de los ciudadanos.
Las re(uniones) de los diferentes colectivos visibilizan al ciudadano como transgresor, el cual denuncia la marginación de los distintos aspectos de la ciudad que van, desde el uso de los espacios, hasta la participación en la producción y el comercio.
La convocatoria es a ejercer ese derecho a la ciudad y que el mismo se traduzca en justicia social y ambiental. Este llamado entra directamente en conflicto con la ideología imperante de tecnócratas, desde el sector público hasta el privado. En sí, la aportación a primera vista se entiende en la confrontación, o sea, se contrapone el orden establecido. Es entonces el resurgir de los ciudadanos como sujetos políticos alternos al sujeto político detrás de las estructuras de los partidos.
La irrupción del espacio público no solo es importante por dicha confrontación, sino que genera acceso y, en cierto modo, democratiza el conocimiento. La ocupación no solo se encarga de entretener o de un mero espacio para el ocio. Va más allá e implica involucrarse en los temas que aquejan a la comunidad, se convierten en un reclamo para que sus necesidades sean reconocidas. Es entonces cuando las plazas, las calles, los actores independientes y sus actividades, se convierten en espacios educativos y en educadores. Ayudan a derrumbar creencias establecidas socialmente.
Esporádicamente, los domingos en la Plaza de Colón en Mayagüez artistas independientes realizan presentaciones para exponer temas de importancia mediante su arte. El domingo pasado con su presentación sobre “¿Qué es lo femenino?”, lograron parodiar los roles sociales que se le imponen a la mujer para ser “fina”, “débil” y “decente” comparando la visión estereotipada de una mujer que usa tacos, lleva vestidos elegantes y muestra un comportamiento delicado versus la mujer que tiene fuerza, muestra carácter y es decidida (sin que lo primero sea excluyente o requisito de lo segundo o viceversa).
También se atienden temas del tipo ambiental, como la urgencia por reconocer el peligro que corre nuestra agricultura con la eventual desaparición de las abejas ante la fumigación con químicos tóxicos como el Naled. Estos son solo dos ejemplos de la multiplicidad de temas que se presentan de una forma profunda y que forman parte de la ocupación de estos espacios.
En fin, es evidente la pertinencia de estos grupos en el surgimiento de las alternativas ante la crisis. Ese derecho a la ciudad, al cual de manera abierta o a través de sus acciones hacen referencia los colectivos aquí reseñados, se puede definir como la libertad de hacer y rehacer nuestras ciudades por y para nosotros, los ciudadanos.
La ciudad tal y como la conocemos, aislada, privatizada, exclusiva, es producto del capitalismo que mediante sus “excedentes” beneficia a las elites con barrios ricos, escuelas exclusivas, campos de golf, canchas de tenis y seguridad privada. Mientras que por otro lado, según Harvey, provoca asentamientos ilegales por parte de grupos marginados, donde solo hay agua en fuentes públicas (si hay), la conexión eléctrica es ilegal y las carreteras son caminos en tierra.
El derecho a la ciudad propone la democratización de los espacios, la participación de la ciudadanía en la producción y la implementación de las decisiones. La aportación de estos colectivos es invaluable. Pero en cuanto a su futuro y permanencia, resta por descubrir la manera en que se construye una identidad colectiva de manera que no muera en lo efímero de una tarde de domingo en la plaza.